Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация

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—¿Y? —la apuró don Rigoberto.

Antes de tomar el vaporcito a la Giudecca, dieron un paseo, doña Lucrecia prendida del brazo de Modesto, por callecitas semidesiertas. Llegaron al Hotel pasada la medianoche. Doña Lucrecia bostezaba.

—¿Y? —se impacientó don Rigoberto.

—Cuando estoy tan agotada por el paseo y las cosas bonitas que he visto, no puedo pegar los ojos —se lamentó doña Lucrecia. Felizmente, tengo un remedio que nunca me falla.

—¿Cuál? —preguntó Modesto.

—¿Qué remedio? —hizo eco don Rigoberto. —Un yacuzzi, alternando el agua fresca y la caliente —explicó doña Lucrecia, yendo hacia su recámara. Antes de desaparecer en ella, señaló al ingeniero el enorme y luminoso cuarto de baño, de blancas losetas y azulejos en las paredes—. ¿Me llenarías el yacuzzi mientras me pongo la bata?

Don Rigoberto se movió en el sitio con la ansiedad de un desvelado: ¿y? Ella fue a su habitación, se desnudó sin prisas, doblando su ropa pieza por pieza, como si dispusiera de la eternidad. Envuelta en una bata de toalla y otra toallita de turbante, regresó. La bañera circular crepitaba con los espasmos del yacuzzi.

—Le he echado sales —inquirió Modesto, con timidez—: ¿Bien o mal hecho?

—Está perfecta —dijo ella, probando el agua con la punta de un pie.

Dejó caer la bata de toalla amarilla a sus pies y, conservando la que hacía de turbante, entró y se tendió en el yacuzzi. Apoyó la cabeza en una almohadilla que el ingeniero se apresuró a alcanzarle. Suspiró, agradecida.

—¿Debo hacer algo más? —oyó don Rigoberto que preguntaba Modesto, con un hilo de voz—. ¿Irme? ¿Quedarme?

—Qué rico está, qué ricos estos masajes de agua fresquita —Doña Lucrecia estiraba piernas y brazos, regodeándose—. Después, le añadiré la más caliente. Y, a la cama, nuevecita.

—Lo asabas a fuego lento —aprobó, con un rugido, don Rigoberto.

—Quédate, si quieres, Pluto —dijo ella por fin, con la expresión reconcentrada de quien está gozando infinitamente las caricias del agua yendo y viniendo por su cuerpo—. La bañera es enorme, sobra sitio. Por qué no te bañas conmigo.

Los oídos de don Rigoberto registraron el extraño ¿graznido de buho, alarido de lobo, piar de pájaro? que respondió a la invitación de su mujer. Y, segundos después, vio al ingeniero desnudo, sumergiéndose en la bañera. Su cuerpo, a orillas de la cincuentena, de obesidad frenada a tiempo por los aerobics y el jogging practicados hasta las puertas del infarto, se tenía a milímetros del de su mujer.

—¿Qué más puedo hacer? —lo oyó preguntar, y sintió que su admiración por él crecía a compás de sus celos—. No quiero hacer nada que no quieras. No tomaré ninguna iniciativa. Tómalas tú todas. En este momento, soy el ser más dichoso y el más desgraciado de la creación, Lucre.

—Puedes tocarme —susurró ella, sin abrir los ojos, con una cadencia de bolero—. Acariciarme, besarme, el cuerpo, la cara. No los cabellos, porque, si se me mojan, mañana te avergonzarías de mi pelo, Pluto. ¿No ves que, en tu programa, no dejaste ni un huequito de tiempo para la peluquería?

—Yo también soy el hombre más dichoso del mundo —murmuró don Rigoberto—. Y el más desgraciado.

Doña Lucrecia abrió los ojos:

—No te estés así, tan asustado. No podemos quedarnos mucho en el agua.

Para verlos mejor, don Rigoberto entornó los párpados. Oía el monótono chasquido del yacuzzi y sentía el cosquilleo, los golpes del agua, la lluvia de gotitas que salpicaba las baldosas, y veía a Pluto, extremando las precauciones para no mostrarse rudo, mientras se afanaba en ese cuerpo blando que se dejaba hacer, tocar, acariciar, facilitando con sus movimientos el acceso de sus manos y labios a todas las comarcas, pero, sin responder a caricias ni besos, en estado de pasiva delectación. Sentía la fiebre quemando la piel del ingeniero.

—¿No vas a besarlo, Lucrecia? ¿No vas a abrazarlo, siquiera una vez?

—Todavía no —repuso su mujer—. Yo también tenía mi programa, muy bien estudiado. ¿Acaso no estaba feliz?

—Nunca lo estuve tanto —dijo Modesto, su cabeza emergiendo del fondo de la bañera, entre las piernas de Lucrecia, antes de volverse a zambullir—. Quisiera cantar a gritos, Lucre.

—Dice exactamente todo lo que yo siento —intervino don Rigoberto, permitiéndose una broma—. ¿No había peligro de una pulmonía, con esos disfuerzos talasoeróticos?

Se rió y al instante volvió a arrepentirse, recordando que el humor y el placer se repelían como agua y aceite. «Perdón por cortarte la palabra», se disculpó. Pero, era tarde. Doña Lucrecia había comenzado a bostezar de tal manera que el atareado ingeniero, haciendo de tripas corazón, se quedó quieto. De rodillas, chorreante, los pelos en cerquillo, simulaba resignación.

—Ya estás con sueño, Lucre.

—Me cayó encima el cansancio de todo el día. No puedo más.

De un ligero salto, salió de la bañera, arrebujándose en la bata. Desde la puerta de su habitación, dio las buenas noches, con una frase que hizo brincar el corazón de su marido:

—Mañana será otro día, Pluto.

—El último, Lucre.

—Y, también, la última noche —acotó ella, enviándole un beso.

Comenzaron la mañana del sábado con media hora de retraso, pero la recuperaron en la visita a Murano, donde, bajo un calor de infierno, artesanos en camisetas presidiarias soplaban el vidrio a la usanza tradicional y torneaban objetos decorativos o de uso doméstico. El ingeniero insistió para que Lucrecia, que se resistía a hacer más compras, aceptara tres animalitos transparentes: una ardilla, una cigüeña y un hipopótamo. De regreso a Venecia el guía los ilustró sobre dos villas de Palladio. En vez de almorzar, tomaron té con bizcochos en el Quadri, gozando de un sangriento crepúsculo que hacía llamear techos, puentes, aguas y campanarios y llegaron a San Giorgio para el concierto barroco, con tiempo para recorrer la islita y contemplar la laguna y la ciudad desde distintas perspectivas.

—El último día siempre es triste —comentó doña Lucrecia—. Esto se terminará mañana, para siempre.

—¿Estaban de la mano? —quiso saber don Rigoberto.

—Lo estuvimos, también, todo el concierto —confesó su mujer.

—¿El ingeniero soltó sus lagrimones?

—Estaba demacrado. Me apretaba la mano y le brillaban los ojitos.

«De gratitud y de esperanza», pensó don Rigoberto. El diminutivo «ojitos» repercutió en sus terminales nerviosos. Decidió que, a partir de este momento, callaría. Mientras doña Lucrecia y Pluto cenaban en el Danieli, contemplando las luces de Venecia, respetó su melancolía, no interrumpió su diálogo convencional, y sufrió estoico al advertir, en el curso de la cena, que ahora no sólo Modesto multiplicaba las atenciones. Lucrecia le ofrecía tostaditas que untaba para él con mantequilla, le daba a probar en su propio tenedor bocados de sus rigatoni y le cedía complacida su mano cuando él se la llevaba a la boca para posar en ella sus labios, una vez en la palma, otra en el dorso, otra en los dedos y en cada una de las uñas. Con el corazón encogido y una incipiente erección, esperaba lo que de todas maneras habría de ocurrir.

Y, en efecto, apenas entraron a la suite del Cipriani, doña Lucrecia cogió a Modesto del brazo, hizo que la ciñera, le acercó los labios y, boca contra boca, lengua contra lengua, murmuró:

—De despedida, pasaremos la noche juntos. Seré contigo tan complaciente, tan tierna, tan amorosa, como sólo lo he sido con mi marido.

—¿Le dijiste eso? —tragó estricnina y miel don Rigoberto.

—¿Hice mal? —se alarmó su mujer—. ¿Debí mentirle?

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