Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация

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Sólo tú, entre todas las mujeres, como en esa fantasía plástica, juntas la pulcra perfección del ángel, su inocencia y su pureza, a un cuerpo atrevidamente terrenal. Hoy, prescindo de la firmeza de tus pechos y la beligerancia de tus caderas para rendir un homenaje exclusivo a la consistencia de tus muslos, templo de columnas donde quisiera ser atado y azotado por portarme mal.

Toda tú celebras mis sentidos.

Piel de terciopelo, saliva de áloe, delicada señora de codos y rodillas inmarcesibles, despierta, mírate en el espejo, díte: «Soy reverenciada y admirada como la que más, soy añorada y deseada como los espejismos líquidos de los desiertos por el sediento viajero».

Lucrecia — Dánae, Dánae — Lucrecia.

Esta es una súplica de tu amo, esclava.

LA SEMANA IDEAL

—Mi secretaria llamó a Lufthansa y, en efecto, tu pasaje está allí, pagado —dijo don Rigoberto—. Ida y vuelta. En primera clase, por supuesto.

—¿Hice bien en mostrarte esa carta, amor? —exclamó doña Lucrecia, azoradísima— . ¿No te has enojado, no? Como prometimos no ocultarnos nada, me pareció que debía mostrártela.

—Hiciste muy bien, reina mía —dijo don Rigoberto, besando la mano de su esposa—. Quiero que vayas.

—¿Quieres que vaya? —sonrió, se puso grave y volvió a sonreír doña Lucrecia—. ¿En serio?

—Te lo ruego —insistió él, los labios en los dedos de su mujer—. A menos que la idea te disguste. ¿Pero, por qué te disgustaría? Aunque es un programa de nuevo rico y algo vulgar, está elaborado con espíritu risueño y una ironía infrecuente entre ingenieros. Te divertirás, amor mío.

—No sé qué decirte, Rigoberto —balbuceó doña Lucrecia, luchando contra el sonrojo—. Es una generosidad de tu parte, pero…

—Te pido que aceptes por razones egoístas —le aclaró su marido—. Ya sabes, el egoísmo es una virtud en mi filosofía. Tu viaje será una gran experiencia para mí.

Por los ojos y la expresión de don Rigoberto, doña Lucrecia supo que hablaba en serio. Hizo, pues, el viaje, y al octavo día regresó a Lima. En la Córpac le dieron la bienvenida su marido y Fonchito, éste con un ramo de flores envueltas en papel celofán y una tarjeta: «Bienvenida al terruño, madrastra». La saludaron con muchas muestras de cariño y don Rigoberto, para ayudarla a ocultar su turbación, la abrumó a preguntas sobre el tiempo, las aduanas, los horarios alterados, el jet lag y su cansancio, evitando toda aproximación al material neurálgico. Rumbo a Barranco, le dio relojera cuenta de la oficina, el colegio de Fonchito, los desayunos, almuerzos y comidas, durante su ausencia. La casa brillaba con un orden y limpieza exagerados. Justiniana había mandado lavar los visillos y renovar el abono del jardín, tareas que tocaban sólo a fin de mes.

Se le pasó la tarde abriendo maletas, en conversaciones con el servicio sobre temas prácticos y respondiendo llamadas de amigas y familiares que querían saber cómo le había ido en su viaje de compras navideñas a Miami (la versión oficial de su escapada). No hubo el menor malestar en el ambiente cuando sacó los regalos para su marido, su hijastro y Justiniana. Don Rigoberto aprobó las corbatas francesas, las camisas italianas y el pulóver neoyorquino y a Fonchito los jeans, la casaca de cuero y el atuendo deportivo le quedaron cabalito. Justiniana dio una exclamación de entusiasmo al probarse, sobre el delantal, el vestido amarillo patito que le tocó.

Luego de la cena, don Rigoberto se encerró en el cuarto de baño y demoró menos de lo acostumbrado con sus abluciones. Cuando regresó, encontró el dormitorio en una penumbra malherida por un tajo de luz indirecta que sólo iluminaba los dos grabados de Utamaro: acoplamientos incompatibles pero ortodoxos de una sola pareja, él dotado de una verga tirabuzónica y ella de un sexo liliputiense, entre kimonos inflados como nubes de tormenta, linternas de papel, esteras, mesitas con la porcelana del té y, a lo lejos, puentes sobre un sinuoso río. Doña Lucrecia estaba bajo las sábanas, no desnuda, comprobó, al deslizarse junto a ella, sino con un nuevo camisón —¿adquirido y usado en el viaje?— que dejaba a sus manos la libertad necesaria para alcanzar sus rincones íntimos. Ella se ladeó y él pudo pasarle el brazo bajo los hombros y sentirla de pies a cabeza. La besó sin abrumarla, con mucha ternura, en los ojos, en las mejillas, demorándose en llegar a su boca.

—No me cuentes nada que no quieras —le mintió en el oído, con una coquetería infantil que atizaba su impaciencia, mientras sus labios recorrían la curva de su oreja—. Lo que te parezca. O, si prefieres, nada.

—Te contaré todo —musitó doña Lucrecia, buscándole la boca—. ¿No me mandaste para eso?

—También —asintió don Rigoberto, besándola en el cuello, en los cabellos, en la frente, insistiendo en su nariz, mejillas y mentón—. ¿Te divertiste? ¿Te fue bien?

—Me fue bien o me fue mal, dependerá de lo que pase ahora entre tú y yo —dijo la señora Lucrecia de corrido, y don Rigoberto sintió que, por un segundo, su mujer se ponía tensa—. Me divertí, sí. Gocé, sí. Pero, tuve miedo todo el tiempo.

—¿De que me enojara? —don Rigoberto besaba ahora los pechos firmes, milímetro a milímetro, y la punta de su lengua jugueteaba con los pezones, sintiendo cómo se endurecían—.¿De que te hiciera una escena de celos?

—De que sufrieras —susurró doña Lucrecia, abrazándolo.

«Comienza a transpirar», comprobó don Rigoberto. Se sentía feliz acariciando ese cuerpo cada instante más activo y tuvo que poner su conciencia en acción para controlar el vértigo que empezaba a dominarlo. En el oído de su mujer, murmuró que la amaba, más, mucho más que antes del viaje.

Ella comenzó a hablar, con intervalos, buscando las palabras —silencios que eran coartadas para su confusión—, pero, poco a poco, estimulada por las caricias y las amorosas interrupciones, fue ganando confianza. Al fin, don Rigoberto advirtió que había recuperado su desenvoltura y relataba tomando fingida distancia de lo que contaba. Adherida a su cuerpo, apoyaba la cabeza en su hombro. Sus manos respectivas se movían de rato en rato, para tomar posesión o averiguar la existencia de un miembro, músculo o pedazo de piel de la pareja.

—¿Había cambiado mucho? Se había agringado en su manera de vestir y de hablar, pues continuamente se le escapaban expresiones en inglés. Pero, aunque con canas y engrosado, tenía siempre esa cara de Pluto, larga y tristona, y la timidez e inhibiciones de su juventud.

—Te vería llegar como caída del cielo.

—¡Se puso tan pálido! Creí que se iba a desmayar. Me esperaba con un ramo de flores más grande que él. La limousine era una de ésas, plateadas, de los gángsters de las películas. Con bar, televisión, música estéreo, y, muérete, asientos en piel de leopardo.

—Pobres ecologistas —se entusiasmó don Rigoberto.

—Ya sé que es una huachafería —se excusó Modesto, mientras el chofer, afgano altísimo uniformado de granate, disponía los equipajes en la maletera—. Pero, era la más cara.

—Es capaz de burlarse de sí mismo —sentenció don Rigoberto—. Simpático.

—En el viaje hasta el Plaza me piropeó un par de veces, colorado hasta las orejas —prosiguió doña Lucrecia—. Que me conservaba muy bien, que estaba más bella todavía que cuando quiso casarse conmigo.

—Lo estás —la interrumpió don Rigoberto, bebiendo su aliento—. Cada día más, cada hora más.

—Ni una sola palabra de mal gusto, ni una sola insinuación chocante —dijo ella—. Me agradeció tanto el haber ido que me hizo sentir la buena samaritana de la Biblia.

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