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Array Array: Los cuadernos De don Rigoberto

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—No me extraña, si eran niñas de colegio —comentó la señora Lucrecia—. Ahora, como está oscureciendo, mejor te vas. Si Rigoberto llama a la academia, descubrirá que faltas a clases.

—Pero, ese escándalo fue una injusticia —continuó el niño, presa de gran excitación—. Schiele era un artista, necesitaba inspirarse. ¿No pintó obras maestras? ¿Qué tenía de malo que las hiciera desnudarse?

—Voy a llevar estas tazas a la cocina —La señora Lucrecia se puso de pie—. Ayúdame con los platos y la panera, Fonchito.

El niño se apresuró a recoger con las manos las migas de bizcocho esparcidas por la mesita. Siguió a la madrastra, dócilmente. Pero, la señora Lucrecia no había logrado arrancarlo del tema.

—Bueno, es verdad que con algunas de las que posaron desnudas también hizo cositas —iba diciendo, mientras recorrían el pasillo—. Por ejemplo, con su cuñada Adele las hizo. Aunque con su hermana Gerti no las haría ¿no, madrastra?

En las manos de la señora Lucrecia las tazas se habían puesto a bailotear. El mocosito tenía la endemoniada costumbre, como quien no quiere la cosa, de llevar siempre la conversación hacia temas escabrosos.

—Claro que no las hizo —repuso, sintiendo que la lengua se le enredaba—. Por supuesto que no, qué ocurrencia.

Habían entrado a la pequeña cocina, de losetas como espejos. También las paredes destellaban. Justiniana los observó, intrigada. Una mariposita revoloteaba en sus ojos, animando su cara morena.

—Con Gerti, tal vez, no, pero con su cuñada sí —insistió el niño—. Lo confesó la misma Adele, cuando Egon Schiele ya estaba muerto. Lo dicen los libros, madrastra. O sea, hizo cositas con las dos hermanas. A lo mejor, era gracias a eso que le venía la inspiración.

—¿Quién era ese fresco? —preguntó la empleada. Su expresión era vivísima. Recibía tazas y platos y los iba poniendo bajo el caño abierto; luego, los sumergía en el lavadero, lleno hasta el tope de agua espumosa y azulada. El olor a lejía impregnaba la cocina.

—Egon Schiele —susurró doña Lucrecia—. Un pintor austríaco.

—Murió a los veintiocho años, Justita —precisó el niño.

—Moriría de tanto hacer cositas —Justiniana hablaba y enjuagaba platos y tazas y los secaba con un secador de rombos colorados—. Así que compórtate, Foncho, cuidadito te pase lo mismo.

—No murió de hacer cositas, sino de la gripe española —replicó el niño, impermeabilizado contra el humor—. Su esposa, también, tres días antes que él. ¿Qué es la gripe española, madrastra?

—Una gripe maligna, me imagino. Llegaría a Viena de España, seguro. Bueno, ahora debes irte, se te ha hecho tarde.

—Ya sé por qué quieres ser pintor, bandido —intervino Justiniana, irreprimible—. Porque los pintores se dan la gran vida con sus modelos, por lo visto.

—No hagas esas bromas —la reprendió doña Lucrecia—. Es un niño.

—Bien agrandado, señora —replicó ella, abriendo la boca de par en par y mostrando sus dientes blanquísimos.

—Antes de pintarlas, jugaba con ellas —retomó Fonchito el hilo de su pensamiento, sin prestar atención al diálogo de señora y empleada—. Las hacía posar de distintas maneras, probando. Vestidas, sin vestir, a medio vestir. Lo que más le gustaba era que se cambiaran las medias. Coloradas, verdes, negras, de todos los colores. Y que se echaran en el suelo. Juntas, separadas, enredadas. Que hicieran como si pelearan. Se las quedaba mirando horas. Jugaba con las dos hermanas como si fueran sus muñecas. Hasta que le venía la inspiración. Entonces, las pintaba.

—Vaya jueguito —lo provocó Justiniana—. Como el de quitarse las prendas, pero para adultos.

—¡Punto final! ¡Basta! —Doña Lucrecia elevó tanto la voz que Fonchito y Justiniana se quedaron boquiabiertos. Ella se moderó—: No quiero que tu papá comience a hacerte preguntas. Tienes que irte.

—Bueno, madrastra —tartamudeó el niño.

Estaba blanco de susto y doña Lucrecia se arrepintió de haber gritado. Pero, no podía permitirle que siguiera hablando con esa fogosidad de las intimidades de Egon Schiele, su corazón le decía que había en ello una trampa, un riesgo, que era indispensable evitar. ¿Qué le había picado a Justiniana para azuzarlo de ese modo? El niño salió de la cocina. Lo escuchó recogiendo su bolsón, cartapacio y lápices en la salita comedor. Cuando volvió, se había compuesto la corbata, calado la gorra y abotonado el saco. Plantado en el umbral, mirándola a los ojos, le preguntó, con naturalidad:

—¿Puedo darte un beso de despedida, madrastra?

El corazón de doña Lucrecia, que había comenzado a serenarse, se aceleró de nuevo; pero, lo que más la turbó fue la sonrisita de Justiniana. ¿Qué debía hacer? Era ridículo negarse. Asintió, inclinando la cabeza. Un instante después, sintió en su mejilla el piquito de un avecilla.

—¿Y, a ti también puedo, Justita?

—Cuidadito que sea en la boca —soltó una carcajada la muchacha.

Esta vez el niño festejó el chiste, soltando la risa, a la vez que se empinaba para besar a Justiniana en la mejilla. Era una tontería, por supuesto, pero la señora Lucrecia no se atrevía a mirar a los ojos a la empleada ni atinaba a reprenderla por propasarse con bromas de mal gusto.

—Te voy a matar —dijo, al fin, medio en juego medio en serio, cuando sintió cerrarse la puerta de calle—. ¿Te has vuelto loca para hacerle esas gracias a Fonchito?

—Es que ese niño tiene no sé qué —se excusó Justiniana, encogiendo los hombros—. Hace que a una se le llene la cabeza de pecados.

—Lo que sea —dijo doña Lucrecia—. Pero, mejor, no echar leña al fuego con él.

—Fuego es el que tiene usted en la cara, señora —repuso Justiniana, con su desparpajo habitual—. Pero, no se preocupe, ese color le queda regio.

CLOROFILA Y BOSTA

Siento tener que decepcionarlo. Sus apasionadas arengas en favor de la preservación de la Naturaleza y del medio ambiente no me conmueven.

Nací, he vivido y moriré en la ciudad (en la fea ciudad de Lima, si se trata de buscar agravantes) y alejarme de la urbe, aun cuando sea por un fin de semana, es una servidumbre a la que me someto a veces por obligación familiar o razón de trabajo, pero siempre con disgusto. No me incluya entre esos mesócratas cuya más cara aspiración es comprarse una casita en una playa del Sur para pasar allí veranos y fines de semana en obscena promiscuidad con la arena, el agua salada y las barrigas cerveceras de otros mesócratas idénticos a ellos. Este espectáculo dominguero de familias fraternizando en un exhibicionismo bien pensant a la vera del mar es para mí uno de los más deprimentes que ofrece, en el innoble escalafón de lo gregario, este país preindividualista.

Entiendo que, a gentes como usted, un paisaje aliñado con vacas paciendo entre olorosas yerbas o cabritas que olisquean algarrobos, les alboroza el corazón y hace experimentar el éxtasis del jovenzuelo que por primera vez contempla una mujer desnuda. En lo que a mí concierne, el destino natural del toro macho es la plaza taurina —en otras palabras, vivir para enfrentarse a la capa, la muleta, la vara, la banderilla y el estoque— y a las estúpidas bovinas sólo quisiera verlas descuartizadas y cocidas a la parrilla, con aderezo de especies ardientes y sangrando ante mí, cercadas por crujientes papas fritas y frescas ensaladas, y, a las cabritas, trituradas, deshilachadas, fritas o adobadas, según las recetas del seco norteño, uno de mis favoritos entre los platos que ofrece la brutal gastronomía criolla.

Sé que ofendo sus más caras creencias, pues no ignoro que usted y los suyos — ¡otra conspiración colectivista!— están convencidos, o van camino de estarlo, de que los animales tienen derechos y acaso alma, todos, sin excluir al anofeles palúdico, la hiena carroñera, la sibilante cobra y la piraña voraz. Yo confieso paladinamente que para mí los animales tienen un interés comestible, decorativo y acaso deportivo (aunque le precisaré que el amor a los caballos me produce tanto desagrado como el vegetarianismo y que tengo a los caballistas de testículos enanizados por la fricción de la montura por un tipo particularmente lúgubre del castrado humano). Aunque respeto, a la distancia, a quienes les asignan funcionalidad erótica, a mí, personalmente, no me seduce (más bien, me hace olfatear malos olores y presumir variadas incomodidades físicas) la idea de copular con una gallina, una pata, una mona, una yegua o cualquier variante animal con orificios, y albergo la enervante sospecha de que quienes se gratifican con esas gimnasias son, en el tuétano —no lo tome usted como algo personal— ecologistas en estado salvaje, conservacionistas que se ignoran, muy capaces, en el futuro, de ir a apandillarse con Brigitte Bardot (a la que también amé de joven, por lo demás) para obrar por la supervivencia de las focas. Aunque, alguna vez, he tenido fantasías desasosegadoras con la imagen de una hermosa mujer desnuda retozando en un lecho espolvoreado de micifuces, saber que en los Estados Unidos hay sesenta y tres millones de gatos y cincuenta y cuatro millones de perros domésticos me alarma más que el enjambre de armas atómicas almacenadas en media docena de países de la ex–Unión Soviética.

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