Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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—Bueno, Fonchito —dijo, con una severidad que su corazón ya no le exigía—. Ahora, dame gusto. Anda vete, por favor.
—Sí, madrastra —El niño se levantó de un salto—. Lo que tú digas. Siempre te haré caso, siempre te obedeceré en todo. Ya vas a ver qué bien me portaré.
Tenía la voz y la expresión de quien se ha sacado un peso de encima y hecho las paces con su conciencia. Un mechón de oro barría su frente y sus ojos chisporroteaban de alegría. Doña Lucrecia lo vio meter una mano en el bolsillo trasero, sacar un pañuelo, sonarse; y, luego, recoger del suelo su mochila, su carpeta de dibujos y la caja de lápices. Con todo ello a cuestas, retrocedió sonriente hasta la puerta, sin apartar la vista de doña Lucrecia y Justiniana.
—Apenas pueda, me escaparé otra vez para venir a visitarte, madrastra —trinó, desde el umbral—. Y a ti también, Justita, por supuesto.
Cuando la puerta de calle se cerró, ambas permanecieron inmóviles y sin hablar. Al poco rato, doblaron a lo lejos las campanas de la Virgen del Pilar. Un perro ladró.
—Es increíble —murmuró doña Lucrecia—. Que haya tenido la frescura de presentarse en esta casa.
—Lo increíble es lo buena que es usted —repuso la muchacha, indignada—. Lo ha perdonado, ¿no? Después de la trampa que le preparó para hacerla pelear con el señor. ¡Usted se irá al cielo vestida, señora!
—Ni siquiera es seguro que fuera una trampa, que su cabecita planeara lo que pasó.
Iba hacia el cuarto de baño, hablando consigo misma, pero oyó que Justiniana la corregía:
—Claro que lo planeó todo. Fonchito es capaz de las peores cosas, ¿no se ha dado cuenta todavía?
«Tal vez», pensó doña Lucrecia. Pero era un niño, un niño. ¿No lo era? Sí, por lo menos de eso no había duda. En el cuarto de baño, se mojó la frente con agua fría y se examinó en el espejo. La impresión le había afilado la nariz, que palpitaba ansiosa, y unas ojeras azuladas cercaban sus ojos. Por la boca entreabierta, veía la puntita de esa lija en que estaba convertida su lengua. Recordó a las lagartijas y las iguanas de Piura; tenían siempre la lengua reseca, como ella ahora. La aparición de Fonchito en su casa la había hecho sentirse pétrea y antigua como esas reminiscencias prehistóricas de los desiertos norteños. Sin pensarlo, en un acto mecánico, se desanudó el cinturón y ayudándose con un movimiento de los hombros se despojó de la bata; la seda se deslizó sobre su cuerpo como una caricia y cayó al suelo, sibilante. Achatada y redonda, la bata le cubría los empeines, como una flor gigante. Sin saber qué hacía ni qué iba a hacer, respirando ansiosa, sus pies franquearon la frontera de ropa que los circuía y la llevaron al bidé, donde, luego de bajarse el calzoncito de encaje, se sentó. ¿Qué hacía? ¿Qué ibas a hacer, Lucrecia? No sonreía. Trataba de aspirar y expulsar el aire con más calma mientras sus manos, independientes, abrían las llaves de la regadera, la caliente, la fría, las medían, las mezclaban, las graduaban, subían o bajaban el surtidor tibio, ardiente, frío, fresco, débil, impetuoso, saltarín. Su cuerpo inferior se adelantaba, retrocedía, se ladeaba a derecha, a izquierda, hasta encontrar la colocación debida. Ahí. Un estremecimiento corrió por su espina dorsal. «Tal vez ni se daba cuenta, tal vez lo hacía porque sí», se repitió, compadecida por ese niño al que había maldecido tanto estos últimos seis meses. Tal vez no era malo, tal vez no. Travieso, malicioso, agrandado, irresponsable, mil cosas más. Pero, malvado, no. «Tal vez, no.» Los pensamientos reventaban en su mente como las burbujas de una olla que hierve. Recordó el día que conoció a Rigoberto, el viudo de grandes orejas budistas y desvergonzada nariz con el que se casaría poco después, y la primera vez que vio a su hijastro, querube vestido de marinerito —traje azul, botones dorados, gorrita con ancla— y lo que fue descubriendo y aprendiendo, esa vida inesperada, imaginativa, nocturna, intensa, en la casita de Barranco que Rigoberto mandó construir para iniciar en ella su vida juntos, y las peleas entre el arquitecto y su marido que jalonaron la edificación del que sería su hogar. ¡Habían pasado tantas cosas! Las imágenes iban y venían, se diluían, alteraban, entreveraban, sucedían y era como si la caricia líquida del ágil surtidor llegara a su alma.
INSTRUCCIONES PARA EL ARQUITECTO
Nuestro malentendido es de carácter conceptual. Usted ha hecho ese bonito diseño de mi casa y de mi biblioteca partiendo del supuesto —muy extendido, por desgracia— de que en un hogar lo importante son las personas en vez de los objetos. No lo critico por hacer suyo este criterio, indispensable para un hombre de su profesión que no se resigne a prescindir de los clientes. Pero, mi concepción de mi futuro hogar es la opuesta. A saber: en ese pequeño espacio construido que llamaré mi mundo y que gobernarán mis caprichos, la primera prioridad la tendrán mis libros, cuadros y grabados; las personas seremos ciudadanos de segunda. Son esos cuatro millares de volúmenes y el centenar de lienzos y cartulinas estampadas lo que debe constituir la razón primordial del diseño que le he encargado. Usted subordinará la comodidad, la seguridad y la holgura de los humanos a las de aquellos objetos.
Es imprescindible el detalle de la chimenea, que debe poder convertirse en horno crematorio de libros y grabados sobrantes, a mi discreción. Por eso, su emplazamiento deberá estar muy cerca de los estantes y al alcance de mi asiento, pues me place jugar al inquisidor de calamidades literarias y artísticas, sentado, no de pie. Me explico. Los cuatro mil volúmenes y los cien grabados que poseo son números inflexibles. Nunca tendré más, para evitar la superabundancia y el desorden, pero nunca serán los mismos, pues se irán renovando sin cesar, hasta mi muerte. Lo que significa que, por cada libro que añado a mi biblioteca, elimino otro, y cada imagen —litografía, madera, xilografía, dibujo, punta seca, mixografía, óleo, acuarela, etcétera— que se incorpora a mi colección, desplaza a la menos favorecida de las demás. No le oculto que elegir a la víctima es arduo y, a veces, desgarrador, un dilema hamletiano que me angustia días, semanas, y que luego reconstruyen mis pesadillas. Al principio, regalaba los libros y grabados sacrificados a bibliotecas y museos públicos. Ahora los quemo, de ahí la importancia de la chimenea. Opté por esta fórmula drástica, que espolvorea el desasosiego de tener que elegir una víctima con la pimienta de estar cometiendo un sacrilegio cultural, una transgresión ética, el día, mejor dicho la noche, en que, habiendo decidido reemplazar con un hermoso Szyszlo inspirado en el mar de Paracas una reproducción de la multicolor lata de sopa Campbell's de Andy Warhol, comprendí que era estúpido infligir a otros ojos una obra que había llegado a estimar indigna de los míos. Entonces, la eché al fuego. Viendo achicharrarse aquella cartulina, experimenté un vago remordimiento, lo admito. Ahora ya no me ocurre. He enviado decenas de poetas románticos e indigenistas a las llamas y un número no menor de plásticos conceptuales, abstractos, informalistas, paisajistas, retratistas y sacros, para conservar el numerus clausus de mi biblioteca y pinacoteca, sin dolor, y, más bien, con la estimulante sensación de estar ejerciendo la crítica literaria y la de arte como habría que hacerlo: de manera radical, irreversible y combustible. Añado, para acabar con este aparte, que el pasatiempo me divierte, pero no funciona para nada como afrodisíaco, y, por lo tanto, lo tengo como limitado y menor, meramente espiritual, sin reverberaciones sobre el cuerpo.
Confío en que no tome lo que acaba de leer —la preponderancia que concedo a cuadros y libros sobre bípedos de carne y hueso— como rapto de humor o pose de cínico. No es eso, sino una convicción arraigada, consecuencia de difíciles, pero, también, muy placenteras experiencias. No fue fácil para mí llegar a una postura que contradecía viejas tradiciones —llamémoslas humanísticas con una sonrisa en los labios— de filosofías y religiones antropocéntricas, para las que es inconcebible que el ser humano real, estructura de carne y huesos perecibles, sea considerado menos digno de interés y de respeto que el inventado, el que aparece (si se siente más cómodo con ello digamos reflejado) en las imágenes del arte y la literatura. Lo exonero de los detalles de esta historia y lo traslado a la conclusión que llegué y que ahora proclamo sin rubor. No es el mundo de bellacos semovientes del que usted y yo formamos parte el que me interesa, el que me hace gozar y sufrir, sino esa miríada de seres animados por la imaginación, los deseos y la destreza artística, presentes en esos cuadros, libros y grabados que con paciencia y amor de muchos años he conseguido reunir. La casa que voy a construir en Barranco, la que usted deberá diseñar rehaciendo de principio a fin el proyecto, es para ellos antes que para mí o para mi flamante nueva esposa, o mi hijito. La trinidad que forma mi familia, dicho sin blasfemia, está al servicio de esos objetos y usted deberá estarlo también, cuando, luego de haber leído estas líneas, se incline sobre el tablero a rectificar lo que hizo mal.
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