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Array Array: Los cuadernos De don Rigoberto

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Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация

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—Más bien, hambrientos —lo corrigió doña Lucrecia.

—¿Estabas ya excitada? —jadeó don Rigoberto—. ¿Estaba él desnudo? ¿Se echaba también miel por el cuerpo?

—También, también, también —salmodió doña Lucrecia—. Me untó, se untó, hizo que yo le untara la espalda, donde su mano no llegaba. Muy excitantes esos jueguecitos, por supuesto. Ni él es de palo ni a ti te gustaría que yo lo fuese, ¿no?

—Claro que no —confirmó don Rigoberto—. Amor mío.

—Nos besamos, nos tocamos, nos acariciamos, por supuesto —precisó su esposa. Había reanudado la caminata circular y los oídos de don Rigoberto percibían el chaschás del armiño a cada paso. ¿Estaba inflamada, recordando?—. Quiero decir, sin movernos del rincón. Un buen rato. Hasta que me cargó, y así, toda enmelada, me llevó a la cama. La visión era tan nítida, la definición de la imagen tan explícita, que don Rigoberto temió: «Puedo quedarme ciego». Como aquellos hippies que en los años psicodélicos, estimulados por las sinestesias del ácido lisérgico, desafiaban el sol de California hasta que los rayos les carbonizaban la retina y condenaban a ver la vida con el oído, el tacto y la imaginación. Ahí estaban, aceitados, chorreantes de miel y humores, helénicos en su desnudez y apostura, avanzando hacia la algarabía gatuna. Él era un lancero medieval armado para la batalla y ella una ninfa del bosque, una sabina raptada. Movía los áureos pies y protestaba «no quiero, no me gusta», pero sus brazos enlazaban amorosamente el cuello de su raptor, su lengua pugnaba por invadir su boca y con fruición le sorbía su saliva. «Espera, espera», pidió don Rigoberto. Dócilmente, doña Lucrecia se detuvo y fue como si desapareciera en esas sombras cómplices, mientras a la memoria de su marido volvía la lánguida muchacha de Balthus (Nú avec chat) que, sentada en una silla, la cabeza voluptuosamente echada atrás, una pierna estirada, otra encogida, el taloncito en el borde del asiento, alarga el brazo para acariciar a un gato tumbado en lo alto de una cómoda, que, con los ojos entrecerrados, calmosamente aguarda su placer. Hurgando, rebuscando, recordó también haber visto, sin prestarles atención, ¿en el libro del animalista holandés Midas Dekkers?, la Rosalía de Botero (1968), óleo en el que, agazapado en una cama nupcial, un pequeño felino negro se apresta a compartir sábanas y colchón con la exuberante prostituta de crespa cabellera que termina su pitillo, y alguna madera de Félix Valloton (¿Languor, circa 1896?) en que una muchacha de nalgas pizpiretas, entre almohadones floreados y un edredón geométrico, rasca el erógeno cuello de un gato enderezado. Aparte de esas inciertas aproximaciones, en el arsenal de su memoria ninguna imagen coincidía con esto. Estaba infantilmente intrigado. La excitación había refluido, sin desaparecer; asomaba en el horizonte de su cuerpo como uno de esos soles fríos del otoño europeo, la época preferida de sus viajes. —¿Y? — preguntó, volviendo a la realidad del sueño interrumpido.

El hombre había depositado a Lucrecia bajo el cono de luz y, desprendiéndose con firmeza de sus brazos que querían atajarlo, sin atender a sus ruegos, dado un paso atrás. Como don Rigoberto, la contemplaba también desde la oscuridad. El espectáculo era insólito y, pasado el desconcierto inicial, incomparablemente bello. Luego de apartarse, asustados, para hacerle sitio y observarla, agazapados, indecisos, siempre alertas —chispas verdes, amarillas, bigotillos tiesos—, olfateándola, las bestezuelas se lanzaron al asalto de esa dulce presa. Escalaban, asediaban, ocupaban el cuerpo enmelado, chillando con felicidad. Su gritería borró las protestas entrecortadas, las apagadas medias risas y exclamaciones de doña Lucrecia. Cruzados los brazos sobre la cara para proteger su boca, sus ojos y su nariz de los afanosos lamidos, estaba a su merced. Los ojos de don Rigoberto acompañaban a las irisadas criaturas ávidas, se deslizaban con ellas por sus pechos y caderas, resbalaban en sus rodillas, se adherían a los codos, ascendían por sus muslos y se regalaban también como esas lengüetas con la dulzura líquida empozada en la luna oronda que parecía su vientre. El brillo de la miel condimentada por la saliva de los gatos daba a las formas blancas una apariencia semilíquida y los menudos sobresaltos que le imprimían las carreras y rodadas de los animalitos tenían algo de la blanda movilidad de los cuerpos en el agua. Doña Lucrecia flotaba, era un bajel vivo surcando aguas invisibles. «¡Qué hermosa es!», pensó. Su cuerpo de pechos duros y caderas generosas, de nalgas y muslos bien definidos, se hallaba en ese límite que él admiraba por sobre todas las cosas en una silueta femenina: la abundancia que sugiere, esquivándola, la indeseable obesidad.

—Abre las piernas, amor mío —pidió el hombre sin cara.

—Ábrelas, ábrelas —suplicó don Rigoberto.

—Son muy chiquitos, no muerden, no te harán nada— insistió el hombre.

—¿Ya gozabas? —preguntó don Rigoberto.

—No, no —repuso doña Lucrecia, que había reanudado el hipnotizante paseo. El rumor del armiño resucitó sus sospechas: ¿estaría desnuda, bajo el abrigo? Sí, lo estaba—. Me volvían loca las cosquillas.

Pero había terminado por consentir y dos o tres felinos se precipitaron ansiosamente a lamer el dorso oculto de sus muslos, las gotitas de miel que destellaban en los sedosos, negros vellos del monte de Venus. El coro de los lamidos pareció a don Rigoberto música celestial. Retornaba Pergolesi, ahora sin fuerza, con dulzura, gimiendo despacito. El sólido cuerpo desuntado estaba quieto, en profundo reposo. Pero doña Lucrecia no dormía, pues a los oídos de don Rigoberto llegaba el discreto remoloneo que, sin que ella lo advirtiera, escapaba de sus profundidades.

—¿Se te había pasado el asco? —inquirió.

—Claro que no —repuso ella. Y, luego de una pausa, con humor—: Pero ya no me importaba tanto.

Se rió y, esta vez, con la risa abierta que reservaba para él en las noches de intimidad compartida, de fantasía sin bozal, que los hacía dichosos. Don Rigoberto la deseó con todas las bocas de su cuerpo.

—Quítate el abrigo —imploró—. Ven, ven a mis brazos, reina, diosa mía.

Pero lo distrajo el espectáculo que en ese preciso instante se había duplicado. El hombre invisible ya no lo era. En silencio, su largo cuerpo aceitoso se infiltró en la imagen. Estaba ahora allí él también. Tumbándose en la colcha rojiza, se anudaba a doña Lucrecia. La chillería de los gatitos aplastados entre los amantes, pugnando por escapar, desorbitados, fauces abiertas, lenguas colgantes, hirió los tímpanos de don Rigoberto. Aunque se tapó las orejas, siguió oyéndola. Y, pese a cerrar los ojos, vio al hombre encaramado sobre doña Lucrecia. Parecía hundirse en esas robustas caderas blancas que lo recibían con regocijo. El la besaba con la avidez que los gatitos la habían lamido y se movía sobre ella, con ella, aprisionado por sus brazos. Las manos de doña Lucrecia oprimían su espalda y sus piernas, alzadas, caían sobre las de él y los altivos pies se posaban sobre sus pantorrillas, el lugar que a don Rigoberto enardecía. Suspiró, conteniendo a duras penas la necesidad de llorar que se abatía sobre él. Alcanzó a ver que doña Lucrecia se deslizaba hacia la puerta.

—¿Volverás mañana? —preguntó, ansioso.

—Y pasado y traspasado —respondió la muda silueta que se perdía—. ¿Acaso me he ido?

Los gatitos, recuperados de la sorpresa, tornaban a la carga y daban cuenta de las últimas gotas de miel, indiferentes al batallar de la pareja.

EL FETICHISMO DE LOS NOMBRES

Tengo el fetichismo de los nombres y el tuyo me prenda y enloquece. ¡Rigoberto! Es viril, es elegante, es broncíneo, es italiano. Cuando lo pronuncio, en voz baja, sólita para mí, me corre una culebrita por la espalda y se me hielan los talones rosados que me dio Dios (o, si prefieres, la Naturaleza, descreído). ¡Rigoberto! Reidora cascada de aguas transparentes. ¡Rigoberto! Amarilla alegría de jilguero celebrando el sol. Ahí donde tú estés, yo estoy. Quietecita y enamorada, yo ahí. ¿Firmas una letra de cambio, un pagaré, con tu nombre cuatrisílabo? Yo soy el puntito sobre la i, el rabito de la g y el cuernito de la t. La manchita de tinta que queda en tu pulgar. ¿Te desalteras del calor con un vasito de agua mineral? Yo, la burbujita que te refresca el paladar y el cubito de hielo que escalofría tu lengua–viborita. Yo, Rigoberto, soy el cordón de tus zapatos y la oblea de extracto de ciruelas que tomas cada noche contra el estreñimiento. ¿Cómo sé ese detalle de tu vida gastroenterológica? Quien ama, sabe, y tiene por sabiduría todo lo que concierne a su amor, sacralizando lo más trivial de su persona. Ante tu retrato, me persigno y rezo. Para conocer tu vida tengo tu nombre, la numerología de los cabalistas y las artes adivinatorias de Nostradamus. ¿Quién soy? Alguien que te quiere como la espuma a la ola y la nube al rosicler. Busca, busca y encuéntrame, amado.

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