Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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Lituma se quedó estupefacto. Éste era como Dios, sabía todo y conocía a todos. ¿Cómo, pues, siendo encima un extranjero?

— En vez de doctor, llámeme Paul, Paul Stirmsson, o Pablo a secas, o Escarlatina, que es como me llaman mis alumnos en Odense. — Había sacado una pipa de los bolsillos de su chaquetón de rombos rojos y estaba deshaciéndole un par de cigarrillos negros; asentaba el tabaco con sus dedos-. En mi país se doctorea sólo a los médicos, no a los humanistas.

— Anda, Escarlatina, cuéntale al cabo Lituma cómo fue que te volviste un peruanófilo–lo animó Pichín.

Cuando era un niño de pantalón corto, allá, en Dinamarca, su tierra natal, su padre le había regalado un libro sobre el descubrimiento y la conquista del Perú por los españoles, escrito por un señor llamado Prescott. Esa lectura había decidido su destino. Desde entonces vivió lleno de curiosidad por los hombres, las cosas y las historias de este país. Había pasado toda su vida estudiando y enseñando las costumbres, los mitos y la historia del Perú, primero en Copenhague y luego en Odense. Y desde hacía treinta años pasaba todas sus vacaciones en las sierras del Perú. Los Andes eran como su casa.

— Ahora comprendo por qué habla usted así el español–murmuró Lituma, lleno de reverencia.

— Y eso que no lo ha oído hablar quechua–intervino Pichín-. Con los mineros, se da sus grandes parrafadas, ni más ni menos que si fuera un indio de pura cepa.

— O sea que también habla quechua–exclamó Lituma, maravillado.

— En sus variantes cusqueña y ayacuchana–precisó el Profe, sin ocultar la satisfacción que le daba el asombro del policía-. Y mi poquito de aymara, también.

Añadió que, sin embargo, el lenguaje peruano que le hubiera gustado aprender era el de los huancas, esa antigua cultura de los Andes centrales, conquistada luego por los incas.

— Mejor dicho, borrada por los incas–corrigió-. Ellos se hicieron una buena fama y desde el siglo XVIII todos hablan de unos conquistadores tolerantes, que adoptaban los dioses de los vencidos. Un gran mito. Como todos los imperios, los incas eran brutales con los pueblos que no se les sometían dócilmente. A los huancas y a los chancas prácticamente los sacaron de la historia. Destruyeron sus ciudades y los dispersaron, aventándolos por todo el Tahuantisuyo, mediante ese sistema de mitimaes, los exilios masivos de poblaciones. Se las

arreglaron para que casi no quede rastro de sus creencias ni costumbres. Ni siquiera de su lengua. Este dialecto quechua que ha sobrevivido por la zona no era la lengua de los huancas.

Añadió que los historiadores modernos no tenían mucha simpatía por ellos, pues habían ayudado a los españoles contra los ejércitos incas. ¿No era justo que lo hicieran? Actuaron así siguiendo un viejísimo principio: los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos. Ayudaron a los conquistadores creyendo que éstos los ayudarían a emanciparse de quienes los tenían en servidumbre. Se equivocaron, por supuesto, ya que los españoles los sometieron luego a un yugo aún más severo que el de los incas. Lo cierto era que la historia había sido muy injusta con los huancas: apenas aparecían en los libros sobre el antiguo Perú y, por lo común, sólo para recordar que habían sido hombres de usos feroces y colaboradores del invasor.

El ingeniero alto y rubio -¿Bali sería su nombre o su apodo? — , se puso de pie y trajo otra vez la botellita de ese pisco iqueño de aroma tan intenso que habían saboreado antes de la comida.

— Vacunémonos contra la helada–dijo, llenando las copas-. Que si los senderistas vuelven, nos encuentren tan borrachos que no nos importe.

El viento ululaba en las ventanas y techos y hacía estremecer la vivienda. Lituma se sintió borracho. Increíble que Escarlatina conociera a Dionisio y a doña Adriana. Hasta había visto al cantinero cuando corría mundo, bailando en las ferias vestido de ukuko. Y con sus espejitos, cadena y máscara, seguro. Cómo sería oírlos conversando a los tres sobre apus y pishtacos. Puta madre, interesantísimo. ¿Creería el doctor en los apus o quería hacerse el muy sabido? Pensó en Naccos. Tomasito estaría ya acostado, mirando el techo en la oscuridad, sumido en esos pensamientos que le comían las noches y lo hacían lagrimear dormido. ¿Sería un hembrón la piuranita Mercedes? Lo había dejado turumba al muchacho. La covacha de Dionisio y doña Adriana estaría llena ya de borrachitos tristes, a los que el cantinero levantaría el ánimo con sus cantos y disfuerzos, incitándolos a bailar entre ellos y toqueteándolos como al descuido. Tremendo rosquete, para qué. Pensó en los peones, dormidos en sus barracones con el secreto a cuestas de lo ocurrido a esos tres, secreto que él nunca llegaría a conocer. El cabo sintió otro ramalazo de nostalgia por la remota Piura, por su clima candente, sus gentes extrovertidas que no sabían guardar secretos, sus desiertos y montañas sin apus ni pishtacos, una tierra que, desde que lo habían mudado a estas alturas encrespadas, vivía en su memoria como un paraíso perdido. ¿Volvería a poner los pies allá? Hizo un esfuerzo para seguir la conversación.

— Los huancas eran unas bestias, Escarlatina–alegaba Pichín, examinando su copa al trasluz como temiendo que se hubiera zambullido en ella algún insecto-. Y también los chancas. Tú mismo nos contaste las barbaridades que hacían para tener contentos a sus apus. Eso de sacrificar niños, hombres, mujeres, al río que iban a desviar, al camino que iban a abrir, al templo o fortaleza que levantaban, no es muy civilizado que digamos.

— Ahí en Odense, cerca del barrio en que yo vivo, una secta de satanistas asesinó a un anciano clavándole alfileres, como ofrenda a Belcebú–se encogió de hombros el profesor Stirmsson-. Claro que eran unas bestias. ¿Algún pueblo de la antigüedad pasaría el examen? ¿Cuál no fue cruel e intolerante, juzgado desde la perspectiva de ahora?

Francisco López, que había salido a ver si todo estaba en orden, regresó y con él entró un chiflón helado a la habitación donde hacían sobremesa.

— Todo tranquilo–dijo, sacándose el poncho-. Pero ha bajado mucho la temperatura y comienza a granizar. Toquemos madera, no vaya a ser que, de yapa, esta noche nos caiga un huayco.

— Caliéntese con un traguito–le volvió a llenar la copa el ingeniero moreno-. Eso es lo que nos faltaría. Después de los terroristas, un huayco.

— Yo me pregunto–murmuró el ingeniero rubio, completamente abstraído, hablando para sí mismo–si lo que pasa en el Perú no es una resurrección de toda esa violencia empozada. Como si hubiera estado escondida en alguna parte y, de repente, por alguna razón, saliera de nuevo a la superficie.

— Si me hablas otra vez de la ecologista, me voy a dormir–intentó hacerlo callar su amigo Pichín. Y a Lituma, que lo miraba sorprendido, le explicó, señalando a su amigo-: Conocía a la señora d’Harcourt, la que mataron el mes pasado en Huancavelica. Se toma un trago y filosofa sobre ella. Y de un minero a un filósofo hay mucho trecho, Bali.

Pero el ingeniero rubio no le respondió. Estaba ensimismado, con los ojos brillando por el trago y un mechón de pelo sobre su frente.

— La verdad, si hay una muerte difícil de entender es la de Hortensia–se ensombreció la cara del profesor-. Pero, claro, el error es nuestro, por tratar de entender esas matanzas con la cabeza. Porque no tienen explicación racional.

— Ella sabía muy bien que se la estaba jugando–dijo Bali, abriendo mucho los ojos-. Y lo seguía haciendo. Como tú, Escarlatina. Tú también sabes que te la juegas. Si anoche nos pescan, tal vez Pichín y yo hubiéramos podido negociar con ellos. Pero a ti te chancaban el cráneo a pedradas, igual que a Hortensia. Y, sin embargo, sigues viniendo. Yo me quito el sombrero, viejo.

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