Array Array - Lituma en los Andes
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— Volvemos a los cowboys– comentó Lituma-. ¿A cuántos mataste esta vez?
Mercedes se restregaba los ojos, moviendo la cabeza a un lado y a otro. El chofer estaba alcanzando las libretas electorales de los pasajeros a un hombre con metralleta que tenía media cabeza dentro del automóvil. Carreño vio una caseta iluminada con lámparas, un escudo, y a otro hombre, envuelto en un poncho y también con metralleta en el hombro, frotándose las manos. Una cadena de metal, colocada sobre dos barriles, trancaba el camino. Alrededor no se veían luces ni casas, sólo cerros.
— Un momentito–dijo el hombre y se alejó hacia la caseta con los documentos en la mano.
— No sé qué mosca les picó–comentó el chofer, volviéndose a los pasajeros-. Aquí nunca paran a los autos, y menos a esta hora.
A la rancia luz de la lamparilla del puesto, uno de los policías revisaba documento por documento. Lo acercaba a sus ojos como si fuera miope. El otro seguía sobándose las manos.
— Debe estar helando, ahí afuera–murmuró la señora de atrás.
— Espérese que lleguemos a la puna para que sepa lo que es frío–advirtió el chofer.
Estuvieron un buen rato en silencio, oyendo silbar el viento. Ahora, los policías conversaban y el que había recogido los documentos le mostraba un papel al otro, señalando al Dodge.
— Si me pasa algo, sigues viaje–le besó la oreja el muchacho a Mercedes, viendo a los dos hombres del puesto acercarse al automóvil, uno detrás del otro.
— Mercedes Trelles–dijo el hombre, metiendo de nuevo la cabeza en el vehículo.
— ¿Así se apellida tu piurana? — dijo Lituma-. Entonces, a lo mejor es pariente de uno que yo conocí. El Patojo Trelles. Tenía una zapatería por el cine Municipal y andaba siempre comiendo chifles.
— Yo soy.
— Venga un momentito, para una verificación.
Devolvió al chofer los otros documentos, para que los repartiera a los pasajeros, y esperó que Carreño se bajara a ayudar a salir a la mujer del auto. El otro policía tenía ahora la metralleta en las manos y permanecía a un metro del colectivo.
— Ninguno de los dos parecía darle mucha importancia al asunto–dijo Tomás-. Parecían aburridos, cosa de rutina. Podía ser pura casualidad que la llamaran. Pero yo no podía arriesgarme, tratándose de ella.
— Claro, claro–se burló Lituma-. Tú eres de esos que matan y preguntan después al muerto cómo se llama.
Mercedes se alejó, caminando despacio hacia la caseta, seguida por el que había revisado sus documentos. Carreño se quedó de pie, junto a la puerta abierta del Dodge y, aunque en las sombras era improbable que éste lo advirtiera, sonreía exageradamente al policía que vigilaba el automóvil.
— Cómo no se mueren de frío aquí, jefe–murmuró, a la vez que, de manera llamativa, se frotaba los brazos y hacía «Brrr»-. ¿A qué altura estaremos?
— Tres mil doscientos, nomás.
El muchacho sacó su cajetilla de cigarrillos y se puso uno en la boca. Iba a guardarla pero, como recordando, se la extendió al policía: «¿Quiere fumar?». A la vez, sin esperar respuesta, dio dos pasitos hacia él. El policía no se alarmó en absoluto. Cogió un cigarrillo y, sin darle las gracias, se lo puso en la boca.
— Ése, como policía, era un chambón juzgó Lituma-. Hasta yo, que soy otro chambón, hubiera maliciado.
— Estaban muertos de sueño, mi cabo.
Carreño encendió un fósforo, que el aire apagó. Encendió un segundo, encogiéndose, para proteger la lumbre con su cuerpo–estaba con todos sus sentidos alertas, como la fiera antes de atacar-, oyendo a la señora quejosa pedirle al chofer que cerrara la puerta, y la acercó a la boca donde colgaba el cigarrillo. Cuando, en lugar de la lumbre, el cañón del revólver chocó contra sus dientes, el policía quedó petrificado.
— Ni un grito, ni un movimiento–le ordenó Tomás-. Te lo digo por tu bien.
Estaba con sus ojos clavados en el hombre que ahora abría la boca–el cigarrillo rodó al suelo-, al que despojaba suavemente de la metralleta con la mano libre, pero con los oídos pendientes de lo que sucedía en el automóvil, esperando que el chofer o uno de tos pasajeros diera un grito que previniera al policía del puesto.
— Pero no oyó nada, porque los pasajeros, amodorrados, ni se dieron cuenta de lo que pasaba–recitó Lituma-. Ya ves, te las adivino todas. ¿Sabes por qué? Porque he visto muchas películas en mi vida y conozco todos sus trucos.
— Arriba las manos–ordenó, en voz alta, desde el umbral. Apuntaba con su revólver al policía sentado en la mesita y, con la metralleta, el cráneo del que tenía delante. Usaba a este último como parapeto. Oyó a Mercedes dar un gritito, pero no la miró, pendiente siempre del hombre de la mesa. Luego de un momento de sorpresa, éste levantó las manos. Se quedó mirándolo. Pestañeaba, embobado.
— Le dije a Mercedes «Cógele la metralleta» — recordó Carreño-. Pero ella estaba muerta de miedo y no se movió. Tuve que repetirle la orden dando un grito.
— ¿No se haría pis en ese momento también?
Esta vez ella cogió con sus dos manos el arma que el policía había dejado sobre la mesa.
— Los puse a los dos contra la pared, con las manos en la cabeza–prosiguió el muchacho-. Se hubiera asombrado de lo obedientes que resultaron, mi cabo. Se dejaron registrar, quitar las pistolas y se amarraron uno al otro sin abrir el pico.
Sólo cuando Tomás y Mercedes se iban, uno de ellos se atrevió a murmurar:
— No vas a llegar muy lejos, compadre.
— Y no llegaste–dijo Lituma-. Voy a dormirme, Tomasito, ya tengo sueño y tu cuento me aburrió.
— Me voy bien armado para defenderme–lo cortó Carreño.
— ¿Qué está pasando aquí? — dijo, detrás de él, el chofer.
— Nada, nada, ya nos vamos.
— ¿Cómo que nada? — lo oyó exclamar-. Pero, quién es usted, por qué…
— Calma, calma, no va contigo, no te va a pasar nada–dijo el muchacho, empujándolo afuera.
Los pasajeros habían bajado del Dodge y rodeaban a Mercedes, comiéndosela a preguntas. Ella movía las manos y la cabeza medio histérica: «No sé, no sé».
Carreño tiró al asiento del Dodge las metralletas y las pistolas de los dos hombres del puesto e indicó al chofer que se instalara en el volante. Tomando a Mercedes del brazo, la obligó a subir al automóvil.
— ¿Nos va a dejar aquí? — se indignó la señora de las quejas.
— Los recogerá alguien, no se preocupen. No pueden venir conmigo, los creerían mis cómplices.
— Para eso, déjame a mí también con ellos–protestó el chofer, ya sentado en el volante.
— ¿Y para qué diablos te llevaste al chofer? — bostezó Lituma-. ¿No te bastaba Mercedes como compañía?
— Ni mi mujer ni yo sabemos manejar–le explicó Carreño-. Parte de una vez y métele la pata al acelerador a fondo.
Segunda parte
VI
— Bueno, ahora creo que me puedo ir–dijo el cabo Lituma, calculando que si partía de inmediato llegaría a Naccos antes del anochecer.
— De ninguna manera, mi amigo–lo atajó, levantando dos manos cordiales, el ingeniero alto y rubio que había sido tan amable con él desde que pisó La Esperanza-. La noche lo puede coger en el camino y no se lo recomiendo. Usted se queda a comer y a dormir aquí y mañana tempranito Francisco López lo lleva de vuelta a Naccos en el jeep.
El ingeniero morenito, al que decían Pichín, también insistió y Lituma no se hizo de rogar mucho para quedarse una noche más en la mina. Porque, cierto, era imprudente viajar a oscuras por estas soledades, y porque, de ese modo, tendría ocasión de ver y oír un poco más al gringo ese de visita en La Esperanza, un explorador o algo así. Desde que lo vio, lo tenía fascinado. Llevaba unas barbas y unos cabellos alborotados y tan largos como Lituma sólo había visto en ciertas estampas de profetas y apóstoles bíblicos, o como los llevaban algunos locos o mendigos semidesnudos por las calles de Lima. Pero éste no tenía nada de loco; era un sabio. Aunque sencillo y amistoso, con aire de ciudadano de las nubes extraviado en la tierra, y totalmente indiferente -¿inconsciente? — al peligro que había corrido en la mina con la incursión de los terrucos. Los ingenieros le decían el Profe y a ratos Escarlatina.
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