Array Array - La ciudad y los perros
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— ¿Qué pasa? — dijo, finalmente, el Jaguar- ¿Qué hay Arróspide, qué tienes?
Inmóvil en su sitio, Alberto miraba a los cadetes más próximos: sus Ojos eran dos péndulos, se movían de arriba abajo, de un extremo a otro de la cuadra, de Arróspide al Jaguar.
— Vamos a hablar–gritó Arróspide–Tenemos muchas cosas que decirte. Y en primer lugar, nada de gritos.
¿Entendido, Jaguar? En la cuadra han pasado muchas cosas desde que Gamboa te mandó al calabozo.
— No me gusta que me hablen en ese tono–repuso el Jaguar con seguridad, pero a media voz; si los demás cadetes no hubieran permanecido en silencio, sus palabras apenas se hubiesen oído–Si quieres hablar conmigo, mejor te bajas de ese ropero y vienes aquí. Como la gente educada.
No soy gente educada–chilló Arróspide.
«Está furioso, pensó Alberto. Está muerto de furia. No quiere pelear con el Jaguar, sino avergonzarlo delante de todos.»
— Sí eres educado–dijo el Jaguar–Claro que sí. Todos los miraflorinos como tú son educados.
— Ahora estoy hablando como brigadier, Jaguar. No trates de provocar una pelea, no seas cobarde, Jaguar.
Después, todo lo que quieras. Pero ahora vamos a hablar. Aquí han pasado cosas muy raras, ¿me oyes?
Apenas te metieron al calabozo, ¿sabes lo que pasó? Cualquiera te lo puede decir. Los tenientes y los suboficiales se volvieron locos de repente. Vinieron a la cuadra, abrieron los roperos, sacaron los naipes, las botellas, las ganzúas. Nos han llovido papeletas y consignas. Casi toda la sección tiene que esperar un buen tiempo antes de salir a la calle, Jaguar.
— ¿Y? — dijo el Jaguar- ¿Qué tengo que ver yo con eso?
— ¿Todavía preguntas?
— Sí–dijo el Jaguar, tranquilo–Todavía pregunto.
— Tú les dijiste al Boa y al Rulos que si te fregaban, jodías a toda la sección. Y lo has hecho, Jaguar. ¿Sabes lo que eres? Un soplón. Has fregado a todo el inundo. Eres un traidor, un amarillo. En nombre de todos te digo que ni siquiera te mereces que te rompamos la cara. Eres un asco, Jaguar. Ya nadie te tiene miedo.
¿Me has oído?
Alberto se ladeó ligeramente y echó la cabeza hacia atrás; de este modo pudo verlo: sobre el ropero, Arróspide parecía más alto; tenía el cabello alborotado; los brazos y las piernas, muy largos, acentuaban su flacura. Estaba con los pies separados, los ojos muy abiertos e histéricos y los puños cerrados. ¿Qué esperaba el Jaguar? De nuevo, Alberto percibía a través de una bruma intermitente: el ojo parpadeaba sin tregua.
— Quieres decir que soy un soplón–dijo el Jaguar». ¿No es eso? Di, Arróspide. ¿Eso es lo que quieres decir, que soy un soplón?
— Ya lo he dicho–gritó Arróspide–Y no sólo yo. Todos, toda la cuadra, Jaguar. Eres un soplón.
De inmediato se oyeron pasos atolondrados, alguien corría por el centro de la cuadra, entre los roperos y los cadetes inmóviles y se detenía precisamente en el ángulo que su ojo dominaba. Era el Boa.
— Baja, baja maricón–gritó el Boa–Baja.
Estaba junto al ropero, su cabeza enmarañada vacilaba como un penacho a pocos centímetros de los botines semiocultos por las medias azules.»Ya sé, pensó Alberto. Lo va a coger de los pies y lo va a tirar al suelo.» Pero el–Boa no levantaba las manos, se limitaba a desafiarlo:
— Baja, baja.
— Fuera de aquí, Boa–dijo Arróspide, sin mirarlo–No estoy hablando contigo. Lárgate. No te olvides que tú también dudaste M Jaguar.
— Jaguar–dijo el Boa, mirando a Arróspide con sus ojillos inflamados-. No le creas. Yo dudé un momento pero ya no. Dile que todo eso es mentira y que lo vas a matar. Baja de ahí si eres hombre, Arróspide.
«Es su amigo, pensó Alberto. Yo nunca me atreví a defender así al Esclavo.»
— Eres un soplón, Jaguar–afirmó Arróspide–Te lo vuelvo a decir. Un soplón de porquería.
— Son cosas de él, Jaguar–clamó el Boa–No le creas, Jaguar. Nadie piensa que tú eres un soplón, ni uno solo se atrevería. Dile que es mentira y rómpele la cara.
Alberto se había sentado en la cama, su cabeza tocaba la varilla. El ojo era un ascua, debía tenerlo cerrado casi todo el tiempo; cuando lo abría, los pies de Arróspide y la erizada cabeza del Boa aparecían muy próximos.
— Déjalo, Boa–dijo el Jaguar; su voz era siempre tranquila, lenta–No necesito que nadie me defienda.
— Muchachos–gritó Arróspide–Ustedes lo están viendo. Ha sido él. Ni se atreve a negarlo. Es un soplón y un cobarde. ¿Me oyes, no, Jaguar? He dicho un soplón y un cobarde.
"¿Qué espera?», pensaba Alberto. Hacía unos momentos, bajo la venda, había brotado un dolor que abarcaba ahora todo su rostro. Pero él lo sentía apenas; estaba subyugado y aguardaba, impaciente, que la boca del Jaguar se abriera y lanzara su nombre a la cuadra, como un desperdicio que se echa a los perros, y que todos se volvieran hacia él, asombrados y coléricos. Pero el Jaguar decía ahora, irónico:
— ¿Quién más está con ese miraflorino? No sean cobardes, maldita sea, quiero saber quién más está contra mí.
— Nadie, Jaguar–grito el Boa–No le hagas caso. ¿No ves que es un maldito rosquete?
— Todo–dijo Arróspide–Mírales las caras y te darás cuenta, Jaguar. Todos te desprecian.
— Sólo veo caras de cobardes–dijo el Jaguar–Nada más que eso. Caras de maricones, de miedosos.
«No se atreve, pensó Alberto. Tiene miedo de acusarme.»
— ¡Soplón! — gritó Arróspide- ¡Soplón! ¡Soplón!
— A ver–dijo el Jaguar-. Me enferma lo cobardes que son. ¿Por qué no grita nadie más? No tengan tanto miedo.
— Griten, muchachos–dijo Arróspide–Díganle en su cara lo que es. Díganselo.
«No gritarán, pensó Alberto. Nadie se atreverá.» Arróspide coreaba «soplón, soplón», frenéticamente, y de distintos puntos de la cuadra, aliados anónimos se plegaban a él, repitiendo la palabra a media voz y casi 1 sin abrir la boca. El murmullo se extendía como en las clases de francés y Alberto comenzaba a identificar algunos acentos, la voz aflautada de Vallano, la voz cantante del chichayano Quiñones y otras voces que sobresalían en el coro, ya poderoso y general. Se incorporó y echó una mirada en torno: las bocas se abrían y cerraban idénticamente. Estaba fascinado por ese espectáculo y súbitamente desapareció el temor de que su nombre estallara en el aire de la cuadra y todo el odio que los cadetes vertían en esos instantes hacia el Jaguar se volviera hacia él. Su propia boca, detrás de los vendajes cómplices, comenzó a murmurar, bajito, «soplón, soplón». Después cerró el ojo, convertido en un absceso ígneo, y ya no vio lo que ocurrió, hasta que el tumulto fue muy grande: los choques, los empujones, estremecían los roperos, las camas rechinaban, las palabrotas alteraban el ritmo y la uniformidad del coro. Y, sin embargo, no había sido el Jaguar quien comenzó. Más tarde supo que fue el Boa: cogió a Arróspide de los pies y lo echó al suelo. Sólo entonces había intervenido el Jaguar, echando a correr de improviso desde el otro extremo de la cuadra y nadie lo contuvo, pero todos repetían el estribillo y lo hacían con más fuerza cuando él los miraba a los ojos. Lo dejaron llegar hasta donde estaban Arróspide y el Boa, revolcándose en el suelo, medio cuerpo sumergido bajo la litera de Montes e, incluso, permanecieron inmóviles cuando el Jaguar, sin inclinarse, comenzó a patear al brigadier, salvajemente, como a un costal de arena. Luego, Alberto recordaba muchas voces, una súbita carrera: los cadetes acudían de todos los rincones hacia el centro de la cuadra. Él se había dejado caer en el lecho, para evitar los golpes, los brazos levantados como un escudo. Desde allí, emboscado en su litera, vio por ráfagas que uno tras otro los cadetes de la sección arremetían contra el Jaguar, un racimo de manos lo arrancaba del sitio, lo separaba de Arróspide y del Boa, lo arrojaba al suelo en el pasadizo y a la vez que el vocerío crecía verticalmente, Alberto distinguía en el amontonamiento de cuerpos, los rostros de Vallano y de Mesa, de Valdivia y Romero y los oía alentarse mutuamente — "¡Denle duro!»,”¡Soplón de porquería!», "¡Hay que sacarle la mugre! — , «Se creía muy valiente, el gran rosquete — y él pensaba: «lo van a matar. Y lo mismo al Boa». Pero no duró mucho rato. Poco después, el silbato resonaba en la cuadra, se oía al suboficial pedir tres últimos por sección y el bullicio y la batalla cesaban como por encanto. Alberto salió corriendo y llegó entre los primeros a la formación. Luego se dio vuelta y trató de localizar a Arróspide, al Jaguar y al Boa, pero no estaban. Alguien dijo: «se han ido al baño. Mejor que no les vean las caras hasta que se laven. Y basta de líos».
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