Array Array - La ciudad y los perros

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— No se preocupe, mi comandante–lo interrumpió Gamboa–Y nuevamente, — muchas gracias.

Alberto lo vio salir de la cuadra: el Jaguar atravesó el pasillo, indiferente a las miradas rencorosas o burlonas de los cadetes que, en sus literas, fumaban colillas echando la ceniza en trozos de papel o cajas de fósforos vacías; caminando despacio, sin mirar a nadie pero con los ojos altos, llegó hasta la puerta, la abrió con una mano y luego la cerró con violencia, tras él. Una vez más Alberto se había preguntado, al divisar entre dos roperos el rostro del Jaguar, cómo era posible que esa cara estuviera intacta después de lo ocurrido. Sin embargo, todavía renqueaba ligeramente. El día del incidente, Urioste afirmó en el comedor: «yo soy el que lo ha dejado cojo». Pero a la mañana siguiente, Vallano reivindicaba ese privilegio, y también Núñez, Revilla y hasta el enclenque de García. Discutían a gritos de ese asunto, en la cara del Jaguar, como si hablaran de un ausente. El Boa, en cambio, tenía la boca hinchada y un rasguño profundo y sangriento que se le enroscaba por el cuello. Alberto lo buscó con los ojos: estaba echado en su litera y la Malpapeada, tendida sobre su cuerpo, le lamía el rasguño con su gran lengua rojiza.

«Lo raro, pensó Alberto, es que tampoco le habla al Boa. Me explico que ya no se junte con el Rulos, que ese día se corrió, pero el Boa sacó la cara, se hizo machucar por él. Es un malagradecido.» Además, la sección también parecía haber olvidado la intervención del Boa. Hablaban con él, le hacían bromas como antes, le pasaban las colillas cuando se fumaba en grupo. «Lo raro, pensó Alberto, es que nadie se puso de acuerdo para hacerle hielo. Y ha sido mejor que si se hubieran puesto de acuerdo. «Ese día, Alberto lo había observado desde lejos, durante el recreo. El Jaguar abandonó el patio de las aulas y estuvo caminando por el descampado, con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas. El Boa se le acercó y se puso a caminar a su lado. Sin duda, discutieron: el Boa movía la cabeza y agitaba los puños. Luego se alejó, En el segundo recreo, el Jaguar hizo lo mismo. Esta vez se le acercó el Rulos, pero apenas estuvo a su alcance, el Jaguar le dio un empujón y el Rulos volvió a las aulas, ruborizado. En las clases, los cadetes hablaban, se insultaban, se escupían, se bombardeaban con proyectiles de papel, interrumpían a los profesores imitando relinchos, bufidos, gruñidos, maullidos, ladridos: la vida era otra vez normal. Pero todos sabían que entre ellos había un exiliado. Los brazos cruzados sobre la carpeta, los Ojos azules clavados en el pizarrón, el Jaguar pasaba las horas de clase sin abrir la boca, ni tomar un apunte, ni volver la cabeza hacia un compañero. «Parece que fuera él quien nos hace hielo, pensaba Alberto, él quien estuviera castigando a la sección.» Desde ese día, Alberto esperaba que el Jaguar viniera a pedirle explicaciones, lo obligara a revelar a los demás lo ocurrido. Incluso, había pensado en todo lo que diría a la sección para justificar su denuncia. Pero el Jaguar lo ignoraba, igual que a los otros. Entonces, Alberto supuso que el Jaguar preparaba una venganza ejemplar.

Se levantó y salió de la cuadra. El patio estaba lleno de cadetes. Era la hora ambigua, indecisa, en que la tarde y la noche se equilibran y como neutralizan. Una media sombra destrozaba la perspectiva de las cuadras, respetaba los perfiles de los cadetes envueltos en sus gruesos sacones, pero borraba sus facciones, igualaba en un color ceniza el patio que era gris claro, los muros, la pista de desfile casi blanca y el descampado desierto. La claridad hipócrita falsificaba también el movimiento y el ruido: todos parecían andar más de prisa o más despacio en la luz moribunda y hablar entre dientes, murmurar o chillar y cuando dos cuerpos se juntaban, parecían acariciarse, pelear. Alberto avanzó hacia el descampado, subiéndose el cuello del sacón. No percibía el ruido de las olas, el mar debía estar en calma. Cuando encontraba un cuerpo extendido en la hierba, preguntaba: "¿Jaguar?». No le contestaban o lo insultaban: «no soy el Jaguar pero si buscas un garrote, aquí tengo uno. Camán». Fue hasta el baño de las aulas. En el umbral del recinto sumido en tinieblas–sobre los excusados brillaban algunos puntos rojos–gritó: ¡Jaguar! Nadie respondió, pero comprendió que todos lo miraban: las candelas se habían inmovilizado. Regresó al descampado y se dirigió hacia los excusados vecinos a «La Perlita»: nadie los utilizaba de noche porque pululaban las ratas. Desde la puerta vio un punto luminoso y una silueta. — ¿Jaguar? — ¿Qué hay?

Alberto entró y encendió un fósforo. El Jaguar estaba de pie, se arreglaba la correa; no había nadie más. Arrojó el fósforo carbonizado. — Quiero hablar contigo.

— No tenemos nada que hablar–dijo el Jaguar–Lárgate. — ¿Por qué no les has dicho que fui yo el que los acusó a Gamboa?

El Jaguar rió con su risa despectiva y sin alegría que Alberto no había vuelto a oír desde antes de todo lo ocurrido. En la oscuridad, oyó una carrera de vertiginosos pies minúsculos. «Su risa asusta a las ratas», pensó.

— ¿Crees que todos son como tú? — dijo el Jaguar–Te equivocas. Yo no soy un soplón ni converso con soplones. Sal de aquí.

— ¿Vas a dejar que sigan creyendo que fuiste tú? — Alberto se descubrió hablando con respeto, casi cordialmente-. ¿Por qué?

— Yo les enseñé a ser hombres a todos ésos–dijo el Jaguar- ¿Crees que me importan? Por mí, pueden irse a la mierda todos. No me interesa lo que piensen. Y tú tampoco. Lárgate.

— Jaguar–dijo Alberto-. Te vine a buscar para decirte que siento lo que ha pasado. Lo siento mucho. — ¿Vas a ponerte a llorar? — dijo el Jaguar». Mejor no vuelvas a dirigirme la palabra. Ya te he dicho que no quiero saber nada contigo.

— No te pongas en ese plan–dijo Alberto-. Quiero ser tu amigo. Yo les diré que no fuiste tú, sino yo. Seamos amigos. — No quiero ser tu amigo–dijo el Jaguar–Eres un pobre soplón y me das vómitos. Fuera de aquí.

Esta vez, Alberto obedeció. No volvió a la cuadra. Estuvo tendido en la hierba del descampado, hasta que tocaron el silbato para ir al comedor.

EPILOGO … en cada linaje el deterioro ejerce su dominio Carlos Germán Belli Cuando el teniente Gamboa llegó a la puerta de la secretaría del año, el capitán Garrido colocaba un cuaderno en un armario; estaba de espaldas, la presión de la corbata cubría su cuello de arrugas.

Gamboa dijo «buenos días» y el capitán se volvió.

— Hola, Gamboa–dijo, sonriendo-. ¿Listo para partir?

— Sí, mi capitán-. El teniente entró en la habitación. Vestía el uniforme de salida; se quitó el quepí: un fino surco ceñía su frente, sus sienes y su nuca como un perfecto círculo–Acabo de despedirme del coronel, del comandante y del mayor. Sólo me falta usted.

— ¿Cuándo es el viaje?

— Mañana temprano. Pero todavía tengo muchas cosas que hacer.

— Ya hace calor–dijo el capitán–El verano va a ser fuerte este año, vamos a cocinarnos. — Se rió-. Después de todo, a usted qué le importa. En la puna, verano o invierno es lo mismo.

— Si no le gusta el calor–bromeó Gamboa-, podemos hacer un cambio. Yo me quedo en su lugar y usted se va a Juliaca.

— Ni por todo el oro del mundo–dijo el capitán, tomándolo del brazo–Venga, le invito un trago.

Salieron. En la puerta de una de las cuadras, un cadete con las insignias color púrpura de cuartelero, contaba un alto de prendas.

— ¿Porqué no está en clase ese cadete? — preguntó Gamboa.

— No puede con su genio–dijo el capitán, alegremente ¿Qué le importa ya lo que hagan los cadetes?

— Tiene usted razón. Es casi un vicio.

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