Array Array - La ciudad y los perros
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— No se mueva aunque le arda–dijo el enfermero-. Porque si le entra al ojo, va a ver a judas calato. Alberto vio venir hacia su rostro la gasa empapada en una sustancia ocre y apretó los dientes. Un dolor animal lo recorrió como un estremecimiento: abrió la boca y chilló. Después, el dolor quedó localizado en su rostro. Con el ojo sano, veía por encima del hombro del enfermero, al Jaguar: lo miraba indiferente, desde una silla, al otro extremo de la habitación. Su nariz absorbía un olor a alcohol y yodo que lo mareaba. Sintió ganas de arrojar. La enfermería era blanca y el piso de losetas devolvía hacia el techo. La luz azul de los tubos de neón. El enfermero había retirado la gasa y empapaba otra, silbando entre dientes. ¿Sería tan doloroso también esta vez? Cuando recibía los golpes del Jaguar en el suelo del calabozo, donde se revolcaba en silencio, no había sentido dolor alguno, sólo humillación. Porque a los pocos minutos de comenzar, se sintió vencido: sus puños y sus pies apenas tocaban al Jaguar, forcejeaba con él y al momento debía soltar el cuerpo duro y asombrosamente huidizo que atacaba y retrocedía, siempre presente e inasible, próximo y ausente. Lo peor eran los cabezazos, él levantaba los codos, golpeaba con las rodillas, se encogía; inútil: la cabeza del Jaguar caía como un bólido contra sus brazos, los separaba, se abría camino hasta su rostro y él, confusamente, pensaba en un martillo, en un yunque. Y así se había desplomado la primera vez, para darse un respiro. Pero el Jaguar no esperó que se levantara, ni se detuvo a comprobar si ya había ganado: se dejó caer sobre él y continuó golpeándolo con sus puños infatigables hasta que Alberto consiguió incorporarse y huir a otro rincón del calabozo.
Segundos más tarde había caído al suelo otra vez, el Jaguar cabalgaba nuevamente encima suyo y sus
puños se abatían sobre su cuerpo hasta que Alberto perdía la memoria. Cuando abrió los ojos estaba sentado en la cama, al lado del Jaguar y escuchaba su monótono resuello. La realidad volvía a ordenarse a partir del momento en que la voz de Gamboa retumbó en la celda.
— Ya está–dijo el enfermero–Ahora hay que esperar que seque. Después lo vendo. Estése quieto, no se toque con sus manos inmundas.
Siempre silbando entre dientes, el enfermero salió del cuarto. El Jaguar y Alberto se miraron. Se sentía curiosamente sosegado; el ardor había desaparecido y también la cólera. Sin embargo, trató de hablar con tono injurioso:
— ¿Qué me miras?
— Eres un soplón–dijo el Jaguar. Sus ojos claros observaban a Alberto sin ningún sentimiento–Lo más asqueroso que puede ser un hombre. No hay nada más bajo y repugnante. ¡Un soplón! Me das vómitos.
— Algún día me vengaré–dijo Alberto- ¿Te sientes muy fuerte, no? Te juró que vendrás a arrastrarte a mis pies. ¿Sabes qué cosa eres tú? Un maleante. Tu lugar es la cárcel.
— Los soplones como tú–prosiguió el Jaguar, sin prestar atención a lo que decía Alberto-, deberían no haber nacido. Puede ser que me frieguen por tu culpa. Pero yo diré quién eres a toda la sección, a todo el colegio. Deberías estar muerto de vergüenza después de lo que has hecho.
— No tengo vergüenza–dijo Alberto–Y cuando salga del colegid, iré a decirle a la Policía que eres un asesino.
— Estás loco–dijo el Jaguar, sin exaltarse–Sabes muy bien que no he matado a nadie. Todos saben que el Esclavo se mató por accidente. Sabes muy bien todo eso, soplón.
— Estás muy tranquilo, ¿no? Porque el coronel, y el capitán y todos aquí son tus iguales, tus cómplices, una banda de desgraciados. No quieren que se hable del asunto. Pero yo diré a todo el mundo que tú mataste al Esclavo.
La puerta del cuarto se abrió. El enfermero traía en las manos una venda nueva y un rollo de esparadrapo. Vendó a Alberto todo el rostro; sólo quedó al descubierto un ojo y la boca. El Jaguar se rió.
— ¿Qué le pasa? — dijo el enfermero-. ¿De qué se ríe?
— De nada–dijo el Jaguar.
— ¿De nada? Sólo los enfermos mentales se ríen solos, ¿sabes?
— ¿De veras? — dijo el Jaguar–No sabía.
— Ya está–dijo el enfermero a Alberto-. Ahora venga usted.
El Jaguar se instaló en la silla que había ocupado Alberto. El enfermero, silbando con más entusiasmo, empapó un algodón con yodo. El Jaguar tenía apenas unos rasguños en la frente y una ligera hinchazón en el cuello. El enfermero comenzó a limpiarle el rostro con sumo cuidado. Silbaba ahora furiosamente.
— iMierda! — gritó el Jaguar, empujando al enfermero con las dos mano s» ¡Indio bruto! ¡Animal!
Alberto y el enfermero se rieron.
— Lo has hecho a propósito–dijo el Jaguar, tapándose un ojo-. Maricón.
— Para qué se mueve–dijo el enfermero, aproximándose–Ya le dije que si entra al ojo, arde horrores. — Lo obligó a alzar el rostro–Saque su mano. Para que entre el aire; así ya no arde.
El Jaguar retiró la mano. Tenía el ojo enrojecido y lleno de lágrimas. El enfermero lo curó suavemente.
Había dejado de silbar pero la punta de su lengua asomaba entre los labios, como una culebrita rosada.
Después de echarle mercurio cromo, le puso unas tiras de venda. Se limpió las manos y dijo:
— Ya está. Ahora firmen ese papel.
Alberto y el Jaguar firmaron el libro de partes y salieron. La mañana estaba aún más clara y, a no ser por la brisa que corría sobre el descampado, se hubiera dicho que el verano había llegado definitivamente. El cielo, despejado, parecía muy hondo. Caminaban por la pista de desfile. Todo estaba desierto, pero al pasar frente al comedor, sintieron las voces de los cadetes y música de vals criollo. En el edificio de los oficiales encontraron al teniente Huarina.
— Alto–dijo el oficial- ¿Qué es esto?
— Nos caímos, mi teniente–dijo Alberto.
— Con esas caras tienen un mes adentro, cuando menos.
Continuaron avanzando hacia las cuadras, sin hablar. La puerta del cuarto de Gamboa estaba abierta, pero no entraron. Permanecieron ante el umbral, mirándose.
— ¿Qué esperas para tocar? — dijo el Jaguar, finalmente Gamboa es tu compinche.
Alberto tocó, una vez.
— Pasen–dijo Gamboa.
El teniente estaba sentado y tenía en sus manos una carta que guardó con precipitación al verlos. Se puso de pie, fue hasta la puerta y la cerró. Con un ademán brusco, les señaló la cama:
— Siéntense.
Alberto y el Jaguar se sentaron al borde. Gamboa arrastró su silla y la colocó frente a ellos; estaba sentado a la inversa, apoyaba los brazos en el espaldar. Tenía el rostro húmedo, como si acabara de lavarse; sus ojos parecían fatigados, sus zapatos estaban sucios y tenía la camisa desabotonada. Con una de sus manos apoyada en la m5jilla y la otra tamborileando en su rodilla, los miró detenidamente.
— Bueno–dijo, después de un momento, con un gesto de impaciencia–Ya saben de qué se trata. Supongo que no necesito decirles lo que tienen que hacer.
Parecía cansado y harto: su mirada era opaca y su voz resignada.
— No sé nada, mi teniente–dijo el Jaguar–No sé nada más que lo que usted me dijo ayer.
El teniente interrogó con los ojos a Alberto.
— No le he dicho nada, mi teniente.
Gamboa se puso de pie. Era evidente que se sentía incómodo, que la entrevista lo disgustaba.
— El cadete Fernández presentó una denuncia contra usted, ya sabe sobre qué. Las autoridades estiman que la acusación carece de fundamento. — Hablaba con lentitud, buscando fórmulas impersonales y economizando palabras; por momentos su boca se contraía en un rictus que prolongaba sus labios en dos pequeños surcos–No debe hablarse más de este asunto, ni aquí ni, por supuesto, afuera. Se trata de algo perjudicial y enojoso para el colegio. Puesto que el asunto ha terminado, ustedes se incorporan desde ahora a su sección y guardarán la discreción más absoluta. La menor imprudencia será castigada severamente. El coronel en persona me encarga advertirles que las consecuencias de cualquier indiscreción caerán sobre ustedes.
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