Peter Ackroyd - Los Lamb de Londres

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Esta es la historia de una familia londinense, los Lamb, poco conocida en España pero cuya importancia en la recuperación y valorización de Shakespeare es indiscutible.
Charles Lamb intenta hacerse un sitio en la sociedad literaria del siglo XIX (al tiempo que frecuenta en exceso los pubs), y Mary busca el modo de huir de una casa en la que convive con unos progenitores al borde de la locura. La pasión que comparten por la obra de Shakespeare es para ambos un perfecto modo de evasión. Sin embargo, cuando un joven y ambicioso librero les asegura haber encontrado diversos manuscritos de Shakespeare e incluso una obra teatral inédita, se sumergen en una estremecedora investigación que les puede llevar a la inmortalidad o al más estrepitoso de los ridículos.
Peter Ackroyd nos recrea con todo lujo de detalles, el ambiente literario y la sociedad del Londres del siglo XIX en esta intersante novela.

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– También podría destruirme. -William se acercó a la ventana y miró al barrendero que limpiaba la calle de punta a punta-. Esta noche ponen la última función de la obra.

– ¿De Vortigern ?

– Ha estado seis noches en cartel. Me figuré que continuaría…

– ¿Estabas seguro de que seguiría en cartel?

Ireland se volvió e inquirió:

– ¿Qué quieres decir?

De Quincey quedó momentáneamente desconcertado.

– Shakespeare es un gusto adquirido, no es para el público moderno.

– Pero si hemos tenido defensores… Este recorte es de la Evening Gazette .

William sacó un papel del bolsillo y leyó en voz alta:

Del profundo olvido arrebatada aparece la obra mentada.

Exige respeto, ya que el nombre de Shakespeare trae aparejada.

Ese nombre, fuente de asombros y de ciencia,

tiene derecho, como mínimo, a una justa audiencia.

De Quincey rió.

– Los versos son en verdad lamentables.

– En eso coincidimos. Yo lo habría hecho mejor. -Ireland estudió con atención al de Manchester-. Por otro lado, lo que expresa tiene sentido.

– Por supuesto.

William pareció tranquilizarse.

– Tom, le diré algo que sólo un puñado de personas conoce. Confío en su discreción. -De Quincey hizo un ligerísimo asentimiento-. Entre la cantidad de papeles que mi mecenas me dio he encontrado otro Enrique.

– ¿Qué dice?

– Lo que oye, Enrique II . ¿No le parece extraordinario?

De Quincey se acercó al arcón de nogal que tenía junto a la cama y extrajo una botella de oporto. Al otro lado del lecho había un lavamanos y un aguamanil; De Quincey cubrió esa distancia y retiró dos vasos del armario de la parte inferior. Reparó por primera vez en que el esmalte del lavamanos estaba desportillado y ennegrecido.

– ¿Se lo ha mostrado a alguien?

– Mi padre lo ha visto y se lo ha pasado al señor Malone, que lo ha identificado como obra del bardo.

– ¿Alguien más ha leído el manuscrito?

– Nadie, todavía no lo ha leído nadie más. Aguardamos el momento oportuno, en el que todos comprendan el verdadero valor de Vortigern . ¿Brindamos?

De Quincey sirvió el oporto y levantaron los vasos.

– Por Enrique -auguró Ireland.

– Por Enrique. Que gane el mejor.

– ¿Por qué has dicho eso?

– Por nada, sólo es una frase.

– Mi padre quiere verlo publicado, pero le he aconsejado que espere, ya que si viera la luz tan poco después de Vortigern

– ¿Parecería demasiada casualidad?

– Exactamente. En Pericles hay un verso sobre el inmenso mar de gozos que se abalanza sobre él.

– «Alcanza las orillas de mi mortalidad y me ahoga con su dulzor.» ¿Es éste?

– Veo que lo conoces. Hay quienes dicen que Pericles no salió de la pluma de Shakespeare.

– Hay quienes dicen cualquier cosa.

– Ése es mi dilema. -Ireland apuró el oporto-. ¿Me permites? -Se sentó en el borde de la cama-. La marea de visitantes ha crecido tanto que mi padre ha impreso tarjetas de entrada -apostilló cuando De Quincey le llenó el vaso-. Tal como predijo, nuestro modesto museo se ha convertido en un santuario. ¿Ya le he contado que una mañana se presentó el príncipe de Gales?

– ¡No!

– Iba vestido de azul cielo. Era la imagen misma de la sempiterna corrupción. Un cortesano cabeza hueca entró a la carrera y nos pidió que nos preparásemos. ¿Qué pretendía? ¿Quería que vistiéramos ropa de la corte? Poco después, Su Alteza Gorda entró contoneándose como un pato. La reverencia de mi padre fue tan profunda que se le vio el… -A Ireland se le escapó la risa-. Mejor no decirlo.

– ¿Qué hizo el príncipe?

– Pidió los papeles, tomó asiento en la silla que el cortesano le acercó y, a continuación, según sus propias palabras, los «examinó atentamente» durante un par de minutos. La librería quedó impregnada del olor a su agua de colonia.

– ¿Qué opinión le merecieron los papeles?

– Repetiré sus palabras exactas. -Aunque De Quincey no se apercibió, Ireland imitó a la perfección la voz y la actitud del príncipe de Gales-. «Los documentos guardan un claro parecido con los de su época, aunque sería injustificable decidirlo de forma concluyente y a partir de una inspección tan superficial.» A lo que mi padre replicó: «Por supuesto. Su Alteza, sería impensable».

– ¿Qué más pasó?

– Su Alteza Gorda añadió: «Confío…, confío en que la nación inglesa experimente la gratificación que espera obtener de dichos papeles».

– ¿Qué quiso decir?

– Sólo Dios lo sabe. Cuando se fue mi padre me explicó que la realeza tiene prohibido manifestar su opinión. Repliqué que disentía y cité las guerras americanas.

– ¿Permaneció mucho rato en la librería?

– En absoluto. Se levantó dispuesto a irse y mi padre revoloteó a su alrededor. Que si gracioso señor, que si era un privilegio inimaginable, que si poseía un entusiasmo desbordante y toda la pesca. En cuanto el príncipe se marchó, mi padre besó la silla que había utilizado y juró que nadie volvería a sentarse en ella.

– Pero tú no te quedaste tan impresionado.

– ¿Impresionado con ese charlatán? Prefiero hacer una reverencia al barrendero que, por el simple hecho de haber nacido, ya tiene más dignidad.

– Y trabajo.

– Ni más ni menos. -William dejó el vaso y cogió el paquete con el que había salido de Askew-. Debo regresar a casa. Nunca se sabe lo que puede pasar en el trayecto entre Berners Street y Holborn.

***

Su padre lo aguardaba. Se encontraba detrás del mostrador y William supo enseguida que estaba inquieto.

– Han formado un comité investigador -informó Samuel.

– Perdona, padre, ¿qué has dicho?

– Han creado un comité investigador para analizar tus papeles.

– Creía que eran nuestros papeles. ¿A qué comité te refieres?

– Los señores Stevens y Ritson, enemigos del señor Malone, han convencido a terceros para que los ayuden en la investigación del material que has encontrado. El señor Malone me ha enviado una carta en la que hace referencia a la malicia de esos hombres y a la pretensión de mancillar su reputación.

– ¿Su reputación? ¿Qué hay de la mía y de la tuya? -A Samuel Ireland se le encogió el corazón-. Es espantoso, escandaloso. Prácticamente le están diciendo al mundo entero que sospechan que jugamos sucio. -William se desternilló de risa-. Como si eso fuera posible.

– No hay motivos para reírse.

– Padre, reírse es imprescindible. ¿De qué forma esperas que reaccione?

– Supongo que ya sabes lo que debes hacer. Tienes que sacar a la luz a tu benefactora.

– ¿Por qué tendría que mostrar el más mínimo respeto hacia esos caballeros? Para mí no significan nada.

– Pues lo son todo. Se convertirán en tu juez y jurado. Debes conducirlos a la fuente de los papeles.

– No puedo hacerlo.

– William, lamento presionarte, pero debes tomar en consideración al resto del mundo. Se lo debes al público inglés. Esos papeles son su patrimonio.

– Ya te he dicho que mi mecenas no será mencionada ni identificada. Me ha dado esos papeles con órdenes severas de guardar el secreto. Existe la posibilidad de que, en presencia de esos caballeros, mi benefactora declare que no me conoce ni tiene idea de mis actos. Padre, ¿lo habías pensado?

– Debes convencerla…

– No hay manera de convencerla.

– William, reflexiona sobre las consecuencias que supone eso para mí.

– Padre, ya sabías en qué condiciones te entregaba los documentos.

– Eres muy cruel con tu progenitor.

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