Los señores Ritson y Stevens estaban sentados detrás de una estrecha mesa de roble. El señor Ritson era un hombre impaciente, animado y muy dado a adoptar expresiones faciales de asombro o incredulidad; William calculó que no superaba los treinta y cinco años y se fijó en que llevaba la corbata elegantemente anudada. El señor Stevens era mayor y presentaba un aspecto de mayor seriedad; más tarde William comentó que parecía un hombre a punto de ahogar una camada de cachorrillos. Junto a ellos se sentaban dos hombres más, uno de los cuales comenzó a tomar notas en cuanto William entró. La habitación olía a tinta, polvo y, ligeramente, a peras.
– Antes de empezar me gustaría hacer una declaración exacta y precisa.
Tras haber rechazado una silla, William permaneció en pie ante los miembros del comité y miró la cúpula de Saint Paul a través del ventanuco con parteluces.
– Señor Ireland, no somos un tribunal de justicia. -Ritson extendió las manos como si se defendiera-. Nos limitamos a realizar una investigación. No hay recompensas ni castigos.
– Sus palabras me alegran, ya que mi padre cree que lo castigan.
– ¿Por qué?
– Es sospechoso de falsificar vilmente los documentos. ¿Acaso me equivoco?
– No se lo ha acusado de nada.
– No es eso lo que he dicho. No mencioné la palabra acusado, sólo dije sospechoso.
– El mundo está plagado de recelos. -Stevens, que había observado con atención a William, se decantó por romper su silencio-. Señor Ireland, no somos perfectos, sino falibles. Ni siquiera hemos llegado a la conclusión de que los papeles sean inventados. No lo sabemos.
– Tiene usted la oportunidad de disipar hasta la más pequeña de las dudas -añadió Ritson.
– En ese caso, debo prestar declaración.
– Señor Ireland, ¿responderá a una pregunta antes de tomar la palabra? Le aseguro que es muy sencilla.
– Por supuesto.
Ritson apoyó las manos en la mesa y recitó:
– William Henry Ireland, ¿jura que, según su mejor saber y entender, a partir de las circunstancias por usted conocidas en relación con el descubrimiento de los mentados papeles, éstos pueden considerarse expresiones auténticas de la pluma de William Shakespeare?
– Perdone, ¿me autoriza a leer mi declaración?
– Ya lo creo.
William retrocedió un paso y sacó un papel del bolsillo interior de su chaqueta:
– «Se ha sostenido en distintos impresos públicos que el presente comité se ha creado para investigar la participación de mi padre en el descubrimiento y la presentación de los documentos shakespearianos. A fin de liberarlo de las mentiras que lo rodean, juro que Samuel Ireland recibió los papeles de mi persona como textos propios de Shakespeare y que nada sabe acerca del origen ni de la fuente de los que proceden.» -Volvió a guardar el papel en el bolsillo-. ¿Es suficiente?
– Sí, es suficiente en lo que a su padre se refiere -replicó Stevens-, pero no ha respondido a nuestra pregunta. ¿Podemos preguntar qué papel ha desempeñado usted en este asunto?
– Por supuesto.
– En ese caso, ¿puede esclarecernos la naturaleza del origen o fuente?
– Señor, ¿le molestaría ser más concreto?
– Veamos. ¿Se trata de una persona, un lugar, un legado o un regalo? ¿Qué es?
– Sin temor a equivocarme, puedo decir que se trata de una persona.
– ¿De quién?
– En este punto he de manifestar que me encuentro en situación desventajosa.
– ¿Qué quiere decir?
– Me es del todo imposible nombrar o identificar de cualquier otra manera a dicha persona.
– ¿Por qué?
– Porque he prestado juramento ante un determinado individuo.
– ¿Quiere decir ante el individuo que le entregó los papeles?
– Ni más ni menos.
Stevens miró a Ritson, que enarcó las cejas y simuló sorprenderse.
Ireland carraspeó y volvió a mirar por el ventanuco con parteluces.
– ¿No puede poner nombre al susodicho benefactor?
– No puedo decir nada más. ¿Pretende usted que viole una sagrada promesa?
– Me parece que no lo entiendo.
– He jurado que jamás revelaré el nombre de mi mecenas. ¿Pretende que falte a mi palabra?
– ¡Dios no lo permita!
Airado, William miró a Stevens como si hubiese detectado cierta ironía en su respuesta, pero Ritson intervino sin perder un segundo:
– Señor Ireland, ¿ese caballero no está dispuesto a hablar discretamente con los miembros del comité?
– Yo no he dicho en ningún momento que fuera un caballero.
– ¿No es un caballero?
– No se confunda. Simplemente afirmo que, hasta ahora, no he dado a conocer el género de mi mecenas.
– Sea del género que sea, ¿esa persona está dispuesta a presentarse ante este comité que garantiza la más estricta reserva?
– Mi mecenas está en el extranjero, se ha marchado a Alsacia.
– ¿Con qué motivo?
– Este asunto le ha causado tal perturbación mental, que Londres se le ha vuelto insoportable.
– Señor Ireland, todo cuanto nos dice es muy insatisfactorio.
– Señor Stevens, le guste o no, es así.
Alguien llamó a la puerta.
– ¿Puedo pasar? -Samuel Ireland entró y saludó con una reverencia a los miembros del comité-. Soy su padre. No estamos ante un tribunal, por lo que tengo derecho a estar aquí. -Se detuvo junto a su hijo y sonrió-. William Ireland ha borrado hasta la menor sombra de duda en lo que se refiere a mi participación en este asunto. -Samuel había oído hasta la última palabra pronunciada por William-. ¿También ha hablado de su mecenas?
– Su hijo se ha referido a dicho individuo, pero todavía no ha tenido la amabilidad de proporcionarnos un nombre -repuso Stevens.
– Señor, yo no puedo darle un nombre, pero estoy en condiciones de confirmar la existencia de dicho caballero. Lo he visto con mis propios ojos. -William miró a su padre y meneó la cabeza-. Es de estatura media y presenta una cicatriz en la mejilla izquierda que, según me contó, se debe a un concurso de tiro con arco. Tiene ligeras dificultades al hablar, dificultades que atribuyo a su timidez.
– ¿Dónde vive ese interesante caballero?
– Tengo entendido que su alojamiento se encuentra en el Middle Temple, pero no estoy seguro…
– Señor…
– Sin lugar a dudas, mi hijo ya le ha dicho que es de lo más esquivo. En este momento no está en el país. Si mal no recuerdo, mencionó que tenía que viajar a Alsacia.
A renglón seguido, Ritson interrogó a Samuel Ireland sobre la naturaleza y la procedencia de los documentos shakespearianos; por su parte, Ireland refirió que su asombro y contento fueron cada vez mayores ante la multitud de papeles que su hijo trasladó a la librería.
– Caballeros, parecía maná divino. Superó con creces toda satisfacción.
– Señor, ese comentario es muy shakespeariano.
– Provocó hambre en los ojos que alimentó y, cuanto más ofreció, mayor fue el deseo.
– Señor Ireland, quiero que nos diga algo sin ostentaciones. -Durante la conversación, Ritson no había quitado ojo a William, pero en ese momento se volvió hacia Samuel-. En su opinión, ¿los documentos son lo que pretenden ser? ¿Se trata de auténticos textos shakespearianos?
– No es una pregunta para un librero.
– Perdone, ha sido una falta de delicadeza por mi parte.
– Señor, no puedo decir que tenga autoridad sobre estas cuestiones… -Samuel pareció titubear-. Claro que, pensándolo bien, considero que los papeles son verdaderos y auténticos. Me enorgullezco de ser una persona detallista y reparé, en particular, en el hilo que unía el fajo de manuscritos. Es muy antiguo. Reconozco que tal vez se trata de un detalle simbólico, aunque es…
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