– No, sólo soy honesto.
William subió la escalera y se acostó.
***
Por la mañana llegó una carta para el señor W. H. Ireland. La remitía el señor Ritson y en ella le preguntaba con suma amabilidad si estaba dispuesto a responder a las preguntas que ciertos caballeros instruidos se habían planteado después de examinar los papeles recientemente atribuidos al señor William Shakespeare. También manifestaban su deseo de interrogar a los señores Edmond Malone y Samuel Ireland…
– Incluir mi nombre en la misiva es abominable -intervino Samuel Ireland.
La carta también decía que querían interrogar a los señores Edmond Malone y Samuel Ireland en el transcurso de sus pesquisas, que se llevarían a cabo sin la más mínima sospecha de reprobación o culpabilidad. Abrigaban la esperanza de que el señor William Ireland aceptase la invitación con el mismo espíritu con el que ésta se planteaba, es decir, el de un debate abierto y sin restricciones.
– Su sintaxis no es nada del otro mundo -decretó William después de leer la carta a su padre-. Se atragantan con sus propias palabras.
– Como decía lady Macbeth, las conciencias culpables suelen dar esa impresión.
– Ella no pecó por envidia o celos, sino por ambición. ¡Esos hombres son tontos de capirote! No les interesa probar ni refutar nada, sólo quieren destruir.
– ¿Qué responderás?
– Padre, ¿qué me sugieres?
– ¿Sugerir? No sugiero nada. Ya te aconsejé anoche. No tengo nada más que decir.
– Pues entonces los ignoraré. Pasaré por encima de ellos. Los venceré.
***
Dicha decisión se puso a prueba el día siguiente, cuando en la Pall Mall Review apareció un suelto titulado «Shakespeare e Ireland»; en él se hacía referencia a que «el desdichado hijo» había de cargar con «los pecados del padre» y citaba la parábola de Abraham e Isaac. Concluía de la siguiente guisa: «¿Al comité se le ofrecerá el sacrificio del joven Ireland en el altar de las ambiciones de su padre?».
– ¡Es intolerable! -exclamó Samuel Ireland, y arrojó el periódico-. ¿Por qué la reprobación cae sobre mi cabeza?
– Padre, no puedo ni imaginármelo.
– No hay derecho. No es justo. Ni tan siquiera conozco a tu benefactora. Jamás he estado en la casa donde se guardan los papeles.
Rosa Ponting había bajado la escalera y escuchaba en silencio.
– Sammy, ¿de qué te acusan?
– Rosa, me acusan de falsificar los papeles de Shakespeare.
– Padre, no estoy para nada de acuerdo con lo que dices. Simplemente sospechan que los has utilizado…
– No lo creo, William. Insinúan con claridad que soy un falsificador y un criminal.
– ¡Dios nos libre! -Rosa ya se había imaginado la cárcel y el patíbulo-. ¡Sammy un delincuente!
– Rosa, no llegará a esos extremos -aseguró William, que parecía empeñado en mantener la calma.
– William Ireland, nada sucederá si cumples con tus deberes y obligaciones. Debes contarle todo al comité.
– ¿Por qué soy yo el que tiene que sentarse en el banquillo? -El joven se volvió hacia su padre-. Yo no te pedí que mostrases los papeles a los señores Malone y Sheridan. Me daba por satisfecho con que saliesen de forma gradual al mundo. Eres el único responsable de que se haya desencadenado esta vorágine pública.
– No puedes dirigirte a tu padre en esos términos. -Rosa se mostró muy severa-. Ya está bastante agobiado.
– Me limito a decir la verdad. Padre, por pura curiosidad, déjame que te haga una pregunta. ¿Y si los papeles no fueran los manuscritos auténticos de William Shakespeare?
– Eso es imposible. -Samuel Ireland negó con la cabeza-. Si ahora mismo el presunto falsificador se plantase ante mí y confesara, no le creería.
– ¿Ésa es tu solemne opinión y conclusión definitiva?
– Los documentos son demasiado voluminosos y muestran todas las huellas de su época.
– Está bien, sólo planteaba una hipótesis. Ya está decidido. Como sé que eres inocente, responderé al señor Ritson para comunicarle que estoy de acuerdo y acepto su petición.
– ¿Qué será de tu pobre padre? -inquirió Rosa-. ¿No merece un mínimo de consideración?
– Cuando me presente ante esos caballeros, lo exoneraré de toda culpa.
– ¿Culpa?
– Quiero decir, responsabilidad.
***
– Mary, mira esto.
Charles Lamb dobló el periódico y, por encima de la mesa del desayuno, le mostró a su hermana un suelto referente a la inminente comparecencia de William Ireland ante el comité investigador.
Mary leyó deprisa.
– ¡Esto es una persecución! -Dejó caer la taza sobre el plato y sobresaltó a su padre-. ¿William será interrogado y difamado por todo aquel que se considera una autoridad? -Charles quedó sorprendido ante la vehemencia de su hermana; en las últimas semanas parecía haber perdido el interés por William Ireland y se mostraba muy serena y reservada-. ¿Quién se atreve a poner en duda que se trata de obras auténticas? Charles, ¿le escribirás para manifestarle nuestro apoyo?
– No sé si lo necesita…
– Está bien, yo me encargaré. Si no tienes valor para ser leal con un amigo, ocuparé tu lugar. -Mary se levantó de la mesa-. Le escribiré ahora mismo, en este instante.
El señor Lamb miró a su hija.
– Hoy no hay mermelada. Mañana habrá mermelada.
– Señor Lamb, no te inquietes. -La señora Lamb miró con desagrado a su hija-. Mary, haz el favor de sentarte. Estoy segura de que Charles escribirá encantado al señor Ireland.
– No puedes hablar en nombre de Charles.
– ¡Tizzy! Más agua caliente.
– Mamá, ¿me has oído?
– Mary, siempre te escucho, aunque a veces preferiría no hacerlo.
– Claro que le escribiré. -Charles se alarmó ante el tono estridente de su hermana-. Le expresaré nuestra preocupación.
Mary se sentó al tiempo que Tizzy se presentaba con el agua caliente.
– Debes decirle que creemos a pies juntillas en la autenticidad de los papeles.
– ¿Debo decírselo?
– Se trata de algo de suma importancia.
La señora Lamb miró con parsimonia a su hijo.
– Charles, con eso no harás ningún daño a nadie y alegrarás a tu hermana. -Mary se dedicó a lustrar el cuchillo de la mantequilla con el chal-. Mary, ¿no crees que lo que estás haciendo es una grosería?
– Mamá, estuve leyendo La consolación de la filosofía , de Boecio.
– Y eso, ¿qué tiene que ver?
– La urbanidad no es más que un mero juego. Debemos vivir en el mundo eterno.
– Dios mediante, es allí donde moraremos, pero todavía no nos ha llegado la hora.
Convencido de que la tormenta había amainado, Charles recuperó el periódico y leyó una gacetilla sobre un asesinato reciente en la White Hart Inn. La víctima era una lavandera entrada en años, cuyo cuerpo apareció boca abajo en un barril de cerveza; aún no habían detenido al homicida. Comenzó a leer en voz alta, pero Mary lo interrumpió:
– No soporto tanta violencia. Vaya por donde vaya, en Londres sólo veo barbarie y crueldad.
– Mary, las ciudades son lugares de muerte. -Charles todavía albergaba en su seno un duendecillo perverso con el que le gustaba tomar el pelo a su hermana-. Hace poco leí que las primeras ciudades se construyeron sobre cementerios.
– Por lo tanto, somos muertos andantes. Papá, ¿lo has oído?
El señor Lamb imitó el sonido de una trompeta y rió.
Una semana después de aceptar la invitación, William Ireland fue citado ante el comité Shakespeare. La reunión tuvo lugar el domingo por la mañana en una dependencia situada sobre la cafetería de Warwick Lane; se trataba del despacho de la Caledonian Society, cuyas paredes estaban decoradas con diversos grabados de los regimientos de los Highlands. William se presentó con su padre, quien se quedó a su espera en el rellano. Samuel Ireland pidió de inmediato café, tostadas y aguardiente al local que había debajo y, en el preciso momento en el que William se disponía a prestar testimonio, entreabrió la puerta para oírlo.
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