– ¿Es suficiente?
– Es suficiente para llegar a la convicción de que mi hijo no pudo inventar semejantes pruebas. -Miró a William-. Es imposible imaginar o creer que mi hijo haya escrito Vortigern .
***
En cuanto salieron de Warwick Lane, William se volvió hacia su padre y lo increpó:
– ¿Por qué mentiste en lo referente a mi mecenas?
– ¿Acaso tú no mentiste? Dudo mucho de que nadie haya viajado a Alsacia.
– Da igual el sitio al que haya ido. No responderá ante el comité. -Caminaron unos instantes en silencio-. Padre, no tendrías que haber mentido. Es muy poco habitual en ti.
– William, quería ayudarte. Me exoneraste tal como correspondía y deseaba mostrarte mi apoyo.
– Sólo conducirá a más mentiras. Tendrías que haber permanecido al margen de todo esto.
– Este asunto también me atañe.
– No hasta el extremo de la falsedad. Padre, deberías reflexionar antes de hablar. Has arrojado todavía más dudas sobre esta cuestión. ¿Qué es eso de un hombre con una cicatriz en la cara y tartamudo? Tendré que hacer frente a una persona totalmente ficticia. Para mí, ello no es más que una complicación, un estorbo. -Se tapó la cara con las manos-. ¿No te das cuenta de lo espantoso que es eso? -No se percató de que acababa de suspirar.
– William, lamento haberte alarmado.
– Tengo la sensación de que no sé dónde piso. Si eres capaz de mentir en mi nombre, ¿en qué puedo apoyarme?
– Vamos, vamos. Seguro que no es tan grave.
– Padre, ¿crees que los papeles son auténticos?
– Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?
– En ese caso, ¿para qué mezclar lo auténtico y lo falso? ¿Para qué llevar barro al pozo? ¿No te das cuenta? Si lo haces, todo se convierte en un infierno.
Samuel Ireland se notaba cada vez más encolerizado por lo que consideraba la impertinencia de su hijo; después explicaría a Rosa que William lo había tratado como a un niño.
– William, mi mente es un auténtico torbellino. Este asunto me perturba hasta el extremo de que no tengo reposo de noche ni de día.
– Lo siento muchísimo. No deseo ofenderte. Te respeto.
– No es suficiente. William, con esas críticas me hieres, me resultan insoportables.
William lanzó un grito en plena calle. Fue un aullido, un alarido que alarmó a los que pasaron con prisas a su lado.
Estupefacto, Samuel miró a su hijo y preguntó:
– ¿Qué te pasa?
– ¡Y pensar que lo hice para que estuvieses satisfecho! -Desesperado e impaciente, William hizo señas al conductor de un tílburi-. Padre, ven conmigo…, ahora mismo.
Durante el corto trayecto, el joven Ireland no habló; se limitó a mirar las calles y los pasajes conocidos. En cuanto llegaron a Holborn Passage, William entró como una tromba en la librería y subió la escalera hasta su habitación. Dio un portazo mientras su padre lo esperaba en la tienda. Samuel sudaba ligeramente y acarició un estante de libros antiguos que incluían la palabra «incunables». Por algún motivo inexplicable, repitió de viva voz el estribillo de la opereta titulada El carbonero musical :
– «Casita, casita, ¿quién vive en esta casita?»
Fue entonces cuando oyó el estrépito de las pisadas de su hijo en la escalera de madera. William entró en la librería esgrimiendo una hoja de papel viejo, amarillento y manchado.
– Padre, ¿ves esto? Se trata de un auténtico documento shakespeariano.
– Pero no hay nada escrito en él.
– Ni más ni menos, ahí quería llegar. -William tuvo dificultades para respirar-. Hay algo que hace tiempo que pretendo decirte.
– Claro, el nombre. Dime el nombre de tu benefactora.
– No hay nombre, ni benefactora. -William aferró del brazo a su padre-. Yo soy el nombre.
– Me parece que no… -Samuel estudió la expresión ansiosa y suplicante de su hijo.
– ¿Todavía no te has dado cuenta? Yo soy la benefactora. La dama de la cafetería no existe. La inventé.
– En nombre de Dios, ¿qué estás diciendo? -De repente, a Samuel se le había secado la garganta.
William se arrodilló.
– Te imploro perdón con toda la humildad posible. Actué así movido por el placer inocente y la total embriaguez con mis dotes. Lo hice para que estuvieses contento conmigo…
– ¡Arriba, señor! Levántate.
Samuel forcejeó con su hijo y poco a poco lo obligó a ponerse de pie.
– Padre, te he causado muchos problemas y lo lamento.
– Ya lo sé, pero todo se aclarará si me dices el nombre de tu benefactora.
– No has entendido una sola palabra de lo que te he dicho. Padre, escucha con atención. La benefactora no existe. Soy el único responsable de los papeles shakespearianos.
– ¿Estás diciendo que los encontraste?
– No, estoy diciendo que los escribí, los creé.
– William, déjate de chanzas y acertijos.
– Te aseguro que no es nada de eso. Yo fabriqué todos los documentos que estás convencido que proceden de la pluma de Shakespeare.
– No estoy dispuesto a seguir escuchándote. -Samuel le volvió la espalda y se dedicó a observar el estante de incunables.
William lo cogió de los hombros y lo obligó a darse la vuelta.
– Te mostraré hasta el último truco de mi falsificación, de la tinta al lacre. ¿Te gustaría saber cómo se elabora tinta como la de antes? Mezclé los tres líquidos que los encuadernadores emplean para vetear las tapas de piel de becerro y que, cuando fermentan, adquieren un tono marrón oscuro.
– Sigues protegiendo a tu mecenas. Es un gesto muy noble de tu parte.
– Decoloré los papeles con agua en la que había remojado tabaco. Mira esta hoja. -Samuel Ireland se negó a darse por enterado-. Luego los ahumé. ¿Por qué crees que encendí la chimenea en pleno verano?
– No quiero saber nada más. Me niego a creerte.
– Conseguí el papel por mediación del señor Askew, de Berners Street. Me dio las guardas de viejos volúmenes en folio y en cuarto. El pobre está tan entrado en años que no tuvo la más mínima sospecha de mis intenciones.
– No hay una sola palabra sincera en lo que dices.
– Padre, lo que te digo es la verdad.
– ¿Te atreves a plantarte ante mí y decirme que tú sólito, pese a ser nada más que un muchacho, has producido tal cantidad de papeles? ¡Es ridículo! ¡Es irrisorio!
– Pero es la verdad.
– No, no es verdad, sino fantasía. Este asunto te ha derretido los sesos. Ya no distingues lo verdadero de lo falso. William, te conozco.
– No me conoces en lo más mínimo.
– Sé que no existe manera ni método mediante los cuales hayas podido falsificar el estilo de Shakespeare.
– Lo haré ahora mismo, en este instante. Padre, te demostraré que soy el falsificador. Acompáñame.
– No pienso ir contigo. Estas falsedades y disparates no convencerán a nadie.
– Escribiré para ti versos de Shakespeare que luego el señor Malone dictaminará que son auténticos.
William se volvió al oír un ruido repentino. Alguien acababa de cerrar la puerta de la librería y se alejaba a toda velocidad.
***
Mary Lamb había decidido entregar personalmente la carta a William Ireland. Convenció a Charles de que manifestase su pesar y sorpresa por la investigación de los papeles shakespearianos así como su confianza en su autenticidad.
Mary le había dicho a Charles que esperaba que eso no fuese demasiado pedir, ironizando acerca de que su tiempo se había vuelto muy precioso.
Charles le había dado largas hasta que, aquel domingo por la mañana, su hermana se presentó en su alcoba con pluma y tinta. Él todavía no se había levantado. Mary anunció que había llegado la hora, que no quería seguir esperando porque deseaba poner fin al tormento de William.
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