En Pentecostés me trajeron
rosas y azucenas para mi alegría colmar;
también violetas me ofrecieron
para con mis cabellos dorados entrelazar.
Ante la mención del tono del pelo, en el patio sonaron risas, pero la actriz continuó con voz clara y resuelta. William observó que, al finalizar el acto, la señora Siddons abandonaba el escenario hecha un mar de lágrimas; se refugió en los brazos de su ayudante, una anciana a la que todos llamaban «Golpetón», que la condujo al camerino.
Cuando se inició el segundo acto, el estado de ánimo del público había cambiado. Vortigern estaba en escena y se disponía a reunir las tropas antes de entrar en lucha con los romanos. Pronunció un largo discurso que al final incluyó un apostrofe a la Parca como modo de animar a los soldados:
Oh, abre de par en par tus horrorosas fauces
y con burdas risas y trucos fantásticos
apoya los temblorosos dedos a los lados de sus cuerpos.
Cuando esta burla solemne toque a su fin…
Una vez pronunciado ese verso, William oyó que del patio brotaba un único chillido de mofa. Una vez expresada, la burla resultó contagiosa. Kemble repitió las palabras. La totalidad del público se mondó de risa. Al cabo de dos o tres minutos, Kemble reanudó su parlamento:
Cuando esta burla solemne toque a su fin
nos encargaremos…
Fue imposible controlar al público. Para asombro de William, se produjo un ataque generalizado e interminable de histeria, que se prolongó durante varios minutos. Oyó golpes secos y dedujo, con acierto, que era el sonido de la fruta que los asistentes arrojaron al escenario.
William permaneció muy tranquilo, casi indiferente. Con profunda concentración se estudió la palma de la mano y se preguntó si en su línea de la vida aparecía una ligera interrupción o desvío.
Los actores se esforzaron por llegar al final del segundo acto, que en varias ocasiones se vio interrumpido por carcajadas y descaradas mofas. La señora Jordan recorrió el escenario a la manera clásica: con una zancada seguida de un paso corto. De modo incomprensible, movió las manos ante el rostro, como si contemplase un objeto lejano a través de un velo, lo que llevó a un asistente a gritar: «¡Está en esa esquina!». Por otro lado, había insistido en llevar muselina blanca, como corresponde a una matrona romana, pero en mitad del escenario una punta de la tela se enganchó en un arbusto. Con el pretexto de apartar una hojas, el señor Harcourt se arrodilló a fin de liberar los ropajes de su compañera de reparto. Harcourt también era célebre como actor cómico y no pudo abstenerse de adoptar una de sus más famosas «caras cómicas». En esa representación exhibió lo que denominaba su «rostro de orgía romana», mezcla de lascivia, cinismo y hastío, que consistía en inclinar la boca hacia abajo y enarcar las cejas hacia arriba. Siempre que adoptaba esa expresión el público se lo agradecía.
La batalla entre romanos y britanos tuvo lugar en el tercer acto y no fue lo que se dice éxito. El índigo que cubría las pieles de los antiguos británicos empezó a correrse y, en el desesperado combate cuerpo a cuerpo, salpicó con generosidad las caras y las armaduras de madera de los soldados de la infantería romana. Terminada la función, uno de los caballeros ambulantes comentó que «parecíamos papagayos». Para rematar, en pleno fragor de la batalla, el señor Harcourt cayó herido de muerte en el instante preciso en que se disponían a bajar el telón; tuvo la desgracia de quedar justo en el medio del escenario, por lo que el telón dividió su cuerpo. La cabeza y el torso del señor Harcourt quedaron del lado de los actores, mientras que la mitad inferior de su cuerpo permaneció a la vista del público. Intentó cambiar de posición porque, como explicó después del estreno a la señora Siddons, «no podía agonizar en escena toda la noche». Las risotadas se oyeron incluso en Bow Street y Covent Garden.
William permaneció impasible incluso cuando Sheridan lo abordó:
– Supuse que Shakespeare había escrito una tragedia pero, por lo que parece, ha creado una comedia.
– Señor, me he quedado sin palabras.
– ¿Usted? Es imposible.
– Sinceramente, no sé qué decir.
– Nada, señor Ireland, no diga nada. No se trata de un humor muy sutil, aunque ha surtido el efecto deseado. Lo felicito.
– Señor Sheridan, no tiene motivos para alabarme.
– Tengo todos los motivos del mundo. Al fin y al cabo, nos ha porporcionado…, ¿cómo expresarlo? ¡Nos ha proporcionado una novedad fantasiosa!
– No es de mi factura. Shakespeare…
– Es el apellido ideal en el cartel. Lo conservaremos.
– ¿Mantendrá la obra en cartel?
– Siempre y cuando el público inglés siga teniendo sentido del humor.
Los dos últimos actos transcurrieron con más tranquilidad; sonó alguna que otra risa, pero también aplausos al final de varios monólogos. En la última escena, Vortigern y Edmunda se reúnen entre los muertos de ambos bandos. Exhaustos tras los acontecimientos de la velada, Kemble y la señora Siddons permanecieron juntos y se cogieron las manos en una actitud de perdón mutuo antes de caer sobre el escenario y expirar. La señora Siddons recitó:
Mientras te beso, pienso que el dulce amor
reposa en tu frente y agita tus cabellos plateados.
Kemble respondió:
Sonríes como si un ángel besase tus labios
y te hablara al oído de goces venideros.
Cuando el telón cayó por última vez, sonaron aplausos y los vítores se mezclaron con unos pocos abucheos y silbidos. Los actores se congregaron en el escenario mientras se levantaba el telón y saludaron. Cuando entregaron un gran ramo de azucenas a la señora Siddons, numerosos espectadores llamaron a gritos al autor, lo que desató risas en el patio. Tras la conmovedora interpretación del himno nacional por parte de los actores y del público, el telón volvió a bajar y la señora Siddons corrió hacia el camerino sin mirar a William Ireland. Por su parte, Kemble se acercó y le rodeó los hombros con el brazo.
– Señor, hemos sobrevivido. ¡Encontramos aguas procelosas y quedamos atrapados bajo cubierta, pero navegamos al retumbo de los cañones! ¡Dios bendiga el teatro londinense!
William se mostró singularmente indiferente ante aquel transcurso de la velada. El temor y el asombro experimentados al reparar en las primeras manifestaciones de ridículo lo habían abandonado y se sentía muy cansado.
***
Samuel Ireland y Rosa Ponting aguardaban a William en el pasillo que conectaba la parte trasera del escenario con los camerinos.
– Ahora sé lo que significa de verdad estar orgulloso -declaró su padre-. Has superado con creces todas mis expectativas.
– Ha sido una verdadera delicia. -Rosa Ponting lo miró con expresión de curiosidad y comprensión-. No hagas caso a los cuatro que rieron.
– No ha sido nada -corroboró Samuel Ireland-, una nimiedad, una claque puesta adrede.
– Los Lamb se acercaron a felicitar a tu padre.
– ¿Los Lamb?
William ya no se acordaba de que los había visto entre el auditorio; tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad.
– Charles y Mary estaban junto a la orquesta, en compañía de un peculiar caballero entrado en años. Miraron a su alrededor y nos vieron. Nos asignaron un palco muy bonito. Todos se fijaron en tu padre.
– ¿Dónde está Sheridan? -quiso saber Samuel Ireland-. Me gustaría estrecharle la mano. Es un gran creador. Habría que organizar una celebración y brindar.
– Disculpa, padre. Quédate a saludar al señor Sheridan. Yo volveré andando a casa.
Samuel Ireland no necesitó más alicientes para permanecer en los pasillos del teatro. Ataviada con un vestido de raso y encaje primorosamente confeccionado por su modista y confidente de Harley Street, Rosa se mostraba impaciente por conocer a las señoras Siddons y Jordan. William se alejó en solitario del Drury Lane. Al llegar a la esquina de Catherine Street con Tavistock Street reparó en un hombre de levita y sombrero raídos que repartía octavillas entre los que salían del teatro; su actitud era inquieta y ansiosa, y se movía entre los corrillos de personas para depositar en sus manos las hojas. Se acercó a William, que cogió la octavilla y leyó el titular en negrita que decía «Flagrante falsificación».
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