Peter Ackroyd - Los Lamb de Londres

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Esta es la historia de una familia londinense, los Lamb, poco conocida en España pero cuya importancia en la recuperación y valorización de Shakespeare es indiscutible.
Charles Lamb intenta hacerse un sitio en la sociedad literaria del siglo XIX (al tiempo que frecuenta en exceso los pubs), y Mary busca el modo de huir de una casa en la que convive con unos progenitores al borde de la locura. La pasión que comparten por la obra de Shakespeare es para ambos un perfecto modo de evasión. Sin embargo, cuando un joven y ambicioso librero les asegura haber encontrado diversos manuscritos de Shakespeare e incluso una obra teatral inédita, se sumergen en una estremecedora investigación que les puede llevar a la inmortalidad o al más estrepitoso de los ridículos.
Peter Ackroyd nos recrea con todo lujo de detalles, el ambiente literario y la sociedad del Londres del siglo XIX en esta intersante novela.

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– Me crucé con el señor Drinkwater por la calle.

– ¿Ha visto a Flauta? ¡Pobre Flauta! Carece de musicalidad.

William no supo qué responder, así que dijo:

– Enviaré entradas para la familia.

– ¿Entradas?

– Señorita Lamb, entradas para ver Vortigern .

– Oh, ¿por qué no me llama Mary?

La mujer se echó a llorar con desconsuelo.

Horrorizado, William comprobó que Tizzy regresaba corriendo al salón.

– Vaya, vaya, señorita, parece que no fue muy buena la idea de abandonar el lecho, ¿eh? Ha pillado frío y ahora se resiente.

La criada hizo señas a William para que se retirase. Éste dirigió una mirada de impotencia al señor Lamb sentado en la alfombra, y franqueó la puerta.

CAPÍTULO XI

Por fin llegó la noche del estreno de Vortigern . El teatro Drury Lane estaba lleno hasta los topes, del patio a los palcos. Desde un hueco entre bastidores y el telón, William escrutó los rostros de los conocidos. Cerca del escenario se encontraban Charles y Mary Lamb con su padre. Samuel Ireland, Rosa Ponting y Edmond Malone ocupaban el palco Hamlet. Tom Coates y Benjamin Milton estaban en el patio y detrás se distinguía a Selwyn Onions y Siegfried Drinkwater. Thomas de Quincey acababa de franquear una entrada lateral y buscaba un sitio libre. Dos parlamentarios acompañados por sus esposas se habían instalado en el palco Macbeth y habían reservado el Otelo para la innumerable parentela de Kemble. En el palco Lear se sentaban el conde de Kilmartin y su querida. Por lo visto, todo Londres había hecho acto de presencia. William fue incapaz de mezclarse con ellos y, presa de un terror absoluto, optó por quedarse entre bastidores. Habría sido tan incapaz de asistir a la representación en tanto público como de interpretarla en persona. La sentía demasiado próxima.

La zona que se extendía tras el telón era un hormiguero. El director de escena centraba un canto rodado de grandes dimensiones, a la vez que el primer utilero acomodaba las ramas de un árbol artificial. El escenario representaba la arboleda de un bosque de la antigua Britania y varios ayudantes se afanaban en colocar arbustos y piedras cubiertas de musgo sobre las tablas de madera. Con ayuda de una polea izaban la luna, lo que llevó al director de escena a entonar una de sus melodías favoritas: ¿Por qué no hay monos en la Luna? William tuvo un recuerdo repentino y rememoró la imagen de su padre cantándola mientras se desplazaban en un bote de remos cerca de Hammersmith; la tarde era bochornosa y William evocó el sudor de su padre mientras remaba.

– Señor Ireland, será una noche inolvidable. -Sheridan estaba justo a espaldas de William, a la sombra de un roble nudoso-. Tengo grandes expectativas.

– ¿Cree que el público nos será favorable?

– Por descontado. ¿Existe inglés incapaz de emocionarse ante una nueva obra de Shakespeare? Señor Ireland, aplaudirán, lanzarán vítores y hasta es posible que reclamen la presencia del autor.

– Pero el autor no saldrá.

– Señor, sólo era una broma. De todos modos, podría saludar en tanto que su descubridor.

– Claro que no, eso es impensable.

– ¿Ni siquiera está dispuesto a explicar las circunstancias del descubrimiento?

– Soy incapaz, señor Sheridan, no puedo. -La propuesta del empresario pareció aterrar al joven-. No tengo palabras para dirigirme a este público. Es demasiado… es demasiado imponente.

– De acuerdo, señor Ireland. Si lo prefiere, quédese en los camerinos. Recaerá en mí la tarea de hablar en su nombre, un joven que, gracias a la buena fortuna, se ha topado con una colección de papeles hasta ahora desconocidos e inéditos de Shakespeare, etcétera, etcétera, etcétera. El material es insuperable. Podría convertirlo en epílogo para una última actuación. ¿Le parece bien así? -preguntó, y adoptó una postura estudiada.

Las palabras, otrora mi oficio, ansían alabar

al más grande de nuestros poetas y a su osado amigo.

Shakespeare y Ireland están ahora unidos

y despiertan los aplausos de un país agradecido.

– ¿Le parece adecuado?

– Señor, a continuación podría añadir:

¿Dónde están los sucesores de su estirpe?

¿Qué traen para satisfacer la fama del poeta?

Débiles y efímeros temas de una era bastarda

alimento apenas suficiente para el bautismo en las tablas.

– Señor Ireland, no cabe duda de que tiene dotes. De todas maneras, no debemos quejarnos de la era bastarda, no sería bueno para los negocios. Creo que en su lugar podríamos condenar a los críticos. ¿Está de acuerdo con algo del estilo?

Y la malicia en los críticos tanto arrecia

que por nimios errores obras enteras desprecian.

William apostilló de su cosecha:

Jueces ecuánimes de la totalidad seréis,

de los que juzgan sólo la mitad porque sólo fallos ven.

– ¡Felicitaciones, señor Ireland, es usted todo un poeta!

– Señor, no albergo semejantes ambiciones.

– Déjese de tonterías. Estoy convencido de que algún día escribirá una obra de teatro.

El director de escena se acercó a Sheridan y declaró que la utilería era «fascinante» y «asombrosa».

– Señor Sheridan, el público se derretirá. La utilería es selvática y de antaño.

– ¿Han dejado espacio para que Kemble se despliegue?

– Dispone de una meseta pedregosa.

– ¿Y la señora Siddons? Me preocupa que se enganche la peluca en las ramas. ¿Recuerda el desastre de Los mellizos de Tottemham ?

– No correrá esa suerte. He colocado las ramas a cierta altura.

– ¿Hay anchura suficiente en el escenario para los guerreros, incluidos los escudos y las lanzas?

– Señor, resultarán aterradores. Los hemos pintado con índigo. El trabajo ha corrido a cargo de uno de los acuarelistas.

Había llegado el momento de la salida del escenario de todos los trabajadores: los encargados de vestuario, los tramoyistas, los ayudantes y los responsables de los decorados. William se dirigió a la zona de los camerinos, en la que los guerreros ya se habían congregado; en el teatro los apodaban «los caballeros ambulantes» y no tenían texto propio. Los susurros y parloteos cesaron cuando la orquesta entonó los primeros compases de la obertura especialmente compuesta por el director Crispin Bank, titulada El sueño de Vortigern . Caracterizado como Vortigern, Charles Kemble se dirigió a los bastidores que se hallaban a oscuras. Vestía una falda escocesa, peto de bronce y casco de plata coronado con un penacho rosa y azul. Dirigió una mirada a William, pero imbuido en su papel de Vortigern pareció no verlo. Carraspeo y echó un vistazo a la tramoya. Al otro lado del escenario maquillaban y empolvaban a la señora Siddons. La obertura concluyó. El público guardó silencio. William reculó un poco más entre los taburetes y la utilería arrinconados. No soportaba ese silencio.

El telón se levantó con gran estrépito y sonó un coro de vítores y hurras que cogió a William por sorpresa. El público aplaudió el decorado. Al cabo de unos segundos, Ireland oyó con claridad la voz de Vortigern, que regañó a su hija por prometerse en secreto con el general romano Constancio. Envuelta en ropajes de una época imprecisa, la señora Siddons ocupó su sitio en el centro del escenario. Extendió los brazos, con lo que impidió que la mayor parte del público viese a Kemble, y enumeró las virtudes de su amado:

No existe frente tan arrugada que deje de alisarse ante la suya

ni tan tormentosa que no reaccione ante la dulzura

que, intensa como el sol cuando asoma por el este,

espanta la noche. Empero, ¿por qué imploro así?

William percibió la satisfacción del público; resultó palpable la sensación de contento y hasta de sorpresa ante la calidad de los versos. Se aproximaba el fin del primer acto cuando la señora Siddons se puso a cantar:

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