Array Array - Los aires dificiles

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—¡Espera, Andrés! Te están llamando. Ahí hay alguien que te conoce. Él movió la cabeza de una manera ambigua, que igual podía expresar fastidio como asentimiento, y clavó los ojos en el semáforo mientras estrujaba las empuñaduras del manillar para encabritar las tripas de una moto imaginaria, pero no quiso decir nada. Tamara, desconcertada por el elaborado rigor de aquella indiferencia, miró hacia atrás y llegó a tiempo de ver cómo aquel desconocido dejaba de correr, seguro de poder alcanzarlos caminando antes de que se encendiera la luz verde.

—¡Pero bueno! –dijo en voz muy alta mientras rodeaba por la derecha la bici de Andrés, antes de cogerla por el manillar con las dos manos para inmovilizarla–. ¿Qué prisas tienes? Cada vez que te veo, sales pitando…

Tenía el pelo rubio y de un color muy especial, que era dorado y sin embargo oscuro, aunque a veces, cuando movía la cabeza, se envolvía en un reflejo amarillo, brillante. Era un pelo muy raro, tan bonito, tan perfecto que parecía artificial, y lo mismo pasaba con el resto de su cara. Tamara se dio cuenta de que sus ojos castaños y alargados, grandes y profundos, sombreados por unas pestañas que no serían más largas, ni más espesas, ni más negras si estuvieran maquilladas, podrían ser los ojos de una mujer, y lo mismo ocurría con su nariz, pequeña y recta, y con sus labios gruesos, como dibujados con uno de esos lápices pastosos y finísimos que tanto le gustaban a su madre. Y sin embargo, y a pesar de la dulzura, de la delicadeza aislada, solitaria, de cada uno de aquellos rasgos, tenía cara de hombre, la cabeza grande, las mandíbulas cuadradas, la barbilla ancha de los hombres, y una piel morena y lisa, sin granos, sin arrugas, sin imperfecciones, que sería muy suave para quien la tocara. No era alto, pero tampoco demasiado bajo, y los vaqueros le sentaban igual de bien que a los modelos de los anuncios de la televisión. Llevaba una camisa blanca con la mitad de los botones abiertos que dejaba ver una medalla de oro de El Rocío y un bronceado misterioso, tan dorado y tan oscuro a la vez como su pelo, y botas de piel de serpiente terminadas en punta. Tamara se dijo que aquél era el hombre más guapo que había visto en su vida, y no encontró a nadie con quien compararle.

—¿Qué quieres? –Andrés contestó sin levantar la vista ni dejar quietas las manos, acelerando siempre su moto imaginaria, y Tamara se preguntó quién sería para que le tratara de esa manera. Nunca habría sido capaz de adivinar la respuesta por sí sola.

—Pues no sé… ¿Qué voy a querer? –tenía un acento fortísimo, muy marcado, y

una voz grave, honda, que habría resultado más natural en un hombre más

grande que él–. Verte un momento, saludarte, enterarme de qué tal estás, de

cómo te va… Al fin y al cabo soy tu padre, ¿no?

Andrés contrajo los labios en una mueca burlona, pero ya no quiso contestar a

esa pregunta.

—Preséntame a tu amiga, por lo menos –insistió él, volviéndose hacia Tamara

para volcar su crujiente sonrisa sobre ella.

—Se llama Tamara, vamos juntos al colegio –el padre de Andrés se le acercó y la

besó en las dos mejillas–. Éste es mi padre, se llama igual que yo.

—Más bien serás tú el que te llamas como yo, ¿no? –y se echó a reír–. Venga, os

invito a tomar algo.

—Es que vamos a la papelería de ahí al lado, a comprar…

—Podéis ir luego, ¿no? Es pronto todavía.

Giró sobre sus talones y empezó a andar hacia el bar como si estuviera más que

seguro de que ellos lo seguirían, y así fue, pero antes de la primera pedalada,

Tamara miró a Andrés y recibió a cambio una mirada especial, distinta de todas

las que él le hubiera dirigido antes. Aquellos ojos se clavaron en los suyos como

una llamada de socorro, como un grito, como una súplica, y en ellos había rabia,

pero también recelo, e indignación, incertidumbre, extrañeza, y una resignación

helada, antigua. Tamara no comprendió bien su mensaje, tal vez ni siquiera

Andrés fuera capaz de comprenderlo completamente entonces, pero sintió un

mordisco de miedo, el destello de una luz roja, el estruendo de una alarma.

Su amigo lo estaba pasando mal.

Eso era lo que podía adivinar, y eso no le gustaba. Por eso le siguió sin decir

nada, apoyó la bicicleta en la misma farola donde él había dejado la suya, y le

puso una mano en el hombro para andar junto a él hasta la mesa donde aquel

hombre tan guapo, que era su padre, seguía sonriéndoles al lado de una mujer

gorda, el pelo teñido de negro azulado, la cara muy pintada, el cuerpo embutido

en un vestido corto de una tela que parecía terciopelo barato, y dos muslos

inmensos tras las medias de malla, los hilos incrustándose con esfuerzo en la

carne para crear una penosa cuadrícula de bultitos regulares, romboidales,

simétricos.

Cuando se sentó en la silla, Tamara se dio cuenta de que Andrés tenía la cara

blanca. Estaba tan pálido como si se la hubiera embadurnado con esos polvos que

se ponen los mimos que trabajan en la calle, pero su padre le dio una palmada en

la pierna, y luego le sacudió con suavidad, como una manera de demostrar que

no estaba dispuesto a desanimarse.

—A ver, ¿qué queréis tomar?

Aquella mujer se le desplomó encima, se dejó caer sobre su costado mientras

aferraba su brazo derecho con las dos manos, pero él se la sacudió enseguida,

quita, dijo, sin volverse a mirarla, y ella se enderezó para cruzar de nuevo las

manos sobre la mínima extensión de su falda, sin dejar nunca de mirar a Andrés.

—¿Qué pasa? –insistió al rato–. ¿Os habéis quedado mudos?

—Yo, una coca–cola –respondió Tamara enseguida.

—Yo otra –murmuró sin ganas su amigo.

Pero su padre pidió además patatas fritas, y cuando las tuvieron delante, ni

siquiera él resistió la tentación de alargar la mano hacia el plato.

—Va bien la bici, ¿eh? –dijo aquel hombre entonces, como estimulado por su

apetito, y sus ojos se volvieron hacia Tamara–. Era mía.

Yo se la regalé.

—La ibas a tirar –su hijo habló despacio, con la vista fija en las patatas.

—¿Y qué? Era mía igual, de todas formas. La iba a tirar pero te la regalé a ti.

—No la querías –Andrés no levantó la vista, pero el color regresó de golpe a su

cara, roja ahora, tirante–. Eso no es un regalo.

Su padre le dirigió una mirada furiosa, pero cuando Tamara temía que se pusiera

a chillar, dejó escapar una carcajada larga y aguda, entrecortada y seca, como la

risa de un loco.

—Eres igual de borde que tu madre, hijo mío, pero igualito, un puto higo chumbo

–su acompañante celebró el comentario con una risa de rata que él ya no se

molestó en reprimir–. Y por cierto, ¿cómo está? Tu madre, digo. Hace mucho que

no la veo, o mejor dicho, hace mucho que ella no me ve a mí, o mejor dicho

todavía, que hace como que no quiere verme… –Andrés se puso un poco más

rojo, pero no despegó los labios, ni levantó la cabeza–. Parece que se le han

subido mucho los humos, ¿no?, y ya me está tocando un poco los cojones, te

advierto… –Ella no es tu mujer, pensó Tamara, no es tu mujer, volvió a pensar,

ya no es tu mujer, pero no se atrevió a decirlo en voz alta–. Me han contado que

va por ahí, mirando pisos, con la vieja loca esa del BMW… –la pausa que se abrió

a continuación fue más breve, porque aquel hombre se abalanzó hacia delante,

agarró por la barbilla a su hijo y le obligó a levantar la cabeza–. ¡Que me hables,

coño!

—¿Qué? –gritó él a su vez para que su padre, satisfecho de la violencia de su

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