Array Array - Los aires dificiles
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reacción, volviera a recostarse en su silla.
—Que si es verdad que tu madre va por ahí mirando pisos.
—¡Sí! –Andrés escupía las palabras con sus labios de color escarlata, como si cada
sílaba le hiciera una herida al trepar por su garganta–. Está mirando, ¿qué pasa?
Vamos a comprarnos uno.
—¡Oooh! –y entonces, mientras arqueaba las cejas para improvisar una cómica
mueca de asombro que pretendía ser genuina, incluso amable, fue cuando
Tamara empezó a tenerle miedo de verdad–. ¿Y con qué dinero, si puede
saberse? Porque no creo que tenga bastante con el que sacaron del campo aquel
que tenían en la Ballena. Hay que ver, quitarle el dinero a su propia madre…
Cuando tu abuela me lo contó, no me lo podía creer.
¿Cuánto le dieron al final? ¿Dos millones? ¿Tres?
Andrés no quiso contestar.
—¡Que te estoy hablando!
—Pues con el suyo se lo comprará –contestó después de un rato, cuando Tamara
ya estaba temiendo que su padre empezara a zarandearle otra vez–. Con su
dinero. Con el que gana trabajando.
—Ya… Va a pedir un crédito, ¿no? Pues qué bien, cuánto me alegro por ella –miró
a la mujer que estaba a su lado y le dio un codazo antes de incrementar el tono
festivo de su voz, hasta que logró que cada frase sonara como una carcajada–. Y
que debe de trabajar un montón ahora, ¿verdad? De día y de noche. Sobre todo
de noche, porque ya no la vemos nunca en los bares del puerto, con lo que le
gustaban a ella, antes, los bares…
—De noche está en casa conmigo, ¿te enteras? –Andrés se levantó de golpe, tiró
la silla, se sorbió los mocos, apretó los dedos, se estiró el borde de la camiseta
con las dos manos–. Está conmigo. En casa. Conmigo.
Luego le dio la espalda. Tamara le vio recorrer la acera en tres zancadas y se
levantó ella también, como impulsada por un muelle oculto en su silla.
—¿Ya os vais? –oyeron a sus espaldas, y ninguno de los dos contestó.
Pero aquel hombre tan guapo era también tan ágil como ellos. Por eso, mientras
se montaban en las bicicletas, se lo encontraron delante, con su sonrisa
imperturbable y el índice de la mano derecha levantado en el aire, dispuesto a
decir la última palabra sin esforzarse ya por levantar la voz.
—Pues dile a tu madre que me salude cuando me vea por la calle, ¿entendido?
Aquella frase, que era menos una recomendación que una advertencia pero
sonaba con el timbre exacto de las amenazas, flotó sobre sus cabezas en el breve
trayecto que les separaba de la papelería, y se resistió a disolverse después,
cuando Andrés, sin anunciarle nada, sin consultarle, tomó la delantera para guiar
a Tamara por un pequeño laberinto de calles iguales, bloques de ladrillo rojizo
flanqueados por aceras ajardinadas con árboles muy jóvenes. Ella se dio cuenta
de que estaban dando un buen rodeo, y creyó que Andrés buscaba simplemente
un camino seguro, una ruta por la que volver a la almadraba sin pasar por delante
de aquel bar, y en lugar de reprochárselo, pensó que mejor habría sido tomarlo
también a la ida. Sin embargo, su amigo dobló a la derecha al llegar a una
explanada de tierra batida rodeada por una pista elíptica de asfalto, que los
alumnos del instituto contiguo utilizaban para hacer deporte al aire libre.
Las canastas y las porterías situadas en los extremos de la pista multiuso estaban
desiertas. Era ya bastante tarde, y por eso tampoco había niños pequeños en el
arenero con toboganes y columpios del fondo. Tamara no entendía adónde
pensaba llegar Andrés por esa calle infinita, sin final ni principio, pero dio una
vuelta detrás de él hasta que se cansó de intentar seguir su ritmo. Entonces se
detuvo, apoyó la bici en la estructura metálica que sostenía una de las canastas y
se sentó en el bloque de cemento que la aseguraba. Desde allí, le vio recorrer la
pista en solitario, otra vuelta, y otra, y otra más, cada vez más deprisa, hasta que
empezó a cansarse él también, y aflojó la presión de sus piernas pero ni siquiera
entonces dejó de pedalear.
Mientras no creía hacer nada más que mirarle, Tamara se encontró pensando en
su propio padre.
No le sucedía con mucha frecuencia, quizás porque no necesitaba concentrarse
para recordarlo, quizás porque su recuerdo habitaba en su memoria con la misma
errabunda intermitencia con la que él había intervenido en su vida para hacerla siempre mejor, más feliz, más divertida. Ella le quería mucho, no tanto como a su madre y sin embargo más, porque él le había inspirado siempre otra clase de amor, un sentimiento brillante, estruendoso, explosivo, como un mazo de globos de colores, un paquete envuelto en papel de regalo y asegurado con muchos lazos, el placer de despertarse temprano para volverse a dormir en la mañana de un día de fiesta. Cuando su madre murió, Tamara se encontró echándola de menos con una frecuencia tan absoluta, tan radical, tan vinculada a todos y cada uno de los actos, de los hábitos que determinaban su vida un día tras otro, que se sorprendió pensando que, en realidad, había vivido siempre sólo con ella. Su madre la acostaba por las noches y la despertaba por las mañanas, le hacía el desayuno y le escogía la ropa, la llevaba al colegio y la recogía, la bañaba y se sentaba a su lado en la mesa de la cocina para hacerle compañía mientras cenaba, y lo organizaba todo de tal forma que se las arreglaba para estar presente incluso cuando no estaba, porque tenía rachas de salir mucho por las tardes, por las noches, pero había enseñado a las muchachas a hacerlo todo igual que ella. Lo de su padre era distinto.
Como un hada madrina, un genio de la lámpara, un duende del tesoro, él, casi siempre ausente, podía aparecer en la puerta de su cuarto en cualquier momento, sin razón alguna, sin previo aviso, para obligar al cielo a amanecer en plena noche.
Papá trabajaba mucho, muchísimo, eso era lo que decía mamá y eso era lo que decía él también. Por eso estaba tanto tiempo fuera de casa, comiendo y cenando en restaurantes hasta los fines de semana.
Pero siempre volvía con algo para ella en los bolsillos, los regalos más caros y los más baratos, y se sentaba en el borde de su cama para contarle los chistes que la harían triunfar en el colegio, para imitar el sonido de un banjo con la boca, o para enseñarle a fabricar una figura con palillos entrelazados que saltaba por los aires ella sola, unos segundos después de que la hubiera terminado. Papá era como un niño grande, una especie de colega protector y generoso, y la solución de todos los problemas.
Si la princesa no quiere comerse la verdura, que no se la coma, si no quiere ir al colegio, que no vaya, si no quiere vestirse, que no se vista. Tamara sonreía al recordarlo. Trae, que te lo arreglo en un momento… Y eso hacía. En un momento. Y luego la levantaba en vilo, y la besaba deprisa antes de marcharse, pero sólo después de haber arreglado el juguete. Ése era su padre, y era el mejor, hasta que todo se estropeó.
Quizás por eso no lograba pensar mucho en él, quizás por eso su memoria lo guardaba con avaricia para sí misma y se negaba a compartirlo con su conciencia, porque un día todo se estropeó. Hasta ella estuvo a punto de dejar de quererle cuando empezó a hacer cosas raras, a veces horribles, injustas, cosas que le desfiguraron por dentro y también por fuera, que le hicieron parecer un hombre distinto del que había sido siempre, del que tenía que seguir siendo en realidad. Hasta ella estuvo a punto de dejar de quererle, pero una noche, cuando ninguno
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