Array Array - Los aires dificiles
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–su madre se abalanzó sobre la cuna para coger a su nieta en brazos sin pedir
permiso–. Pero si es guapísima, una monada, una auténtica monada. Mírala,
Dami, qué preciosa es. Fíjate qué ojos, qué boca, qué maravilla. Y el caso es
que…
¿sabes a quién se parece? Ven, Juanito… –él no se movió, pero su madre se
acercó a él llevando a su nieta en brazos–. Es igual que tú cuando naciste, ¿te lo
puedes creer?, pero igualita, igualita, parece que te estoy viendo a ti, hace treinta
años.
—No digas tonterías, mamá –protestó él–. Es clavada a su madre.
—Sí, sí. Es verdad que es clavada a su madre, pero es que también me recuerda
mucho a ti cuando eras recién nacido. Es lógico, siendo hermano de su padre,
¿no? Toma, cógela un momento, anda…
—No.
—¡Pero estás tonto o qué! –su madre se le quedó mirando con ojos de alucinada–. No te va a dar miedo a ti coger a un bebé, siendo médico y todo. Cógemela, que
quiero poner en agua las flores que he traído.
—Que la coja su padre.
—¡Ay! Cógela tú, hijo, no seas memo. Si no es más que un momento…
—Sí, Juanito, cógela…
–Charo, con una mano entre las manos de su marido, que la miraba con la boca,
más que abierta, repleta de una estúpida sonrisa de siervo incondicional, intervino
oportunamente a favor de su suegra–. Eres el único que no la ha tenido en brazos
todavía.
No tendría que haberla cogido, no tendría que haber consentido que su madre la
depositara entre sus brazos con la insensata despreocupación de la ignorancia, no
tendría que haberse levantado al anticipar aquel movimiento, no tendría que
haberla apretado contra sí, y entonces no habría advertido nunca su levedad, la
insignificante magnitud de su peso, de su volumen, el poderoso reclamo de su
olor, la portentosa perfección de sus rasgos. No tendría que haberla cogido, no
tan pronto, no todavía, pero se encontró con ella entre los brazos y dio la espalda
a los demás para mirarla. Ante la ventana, contra el reflejo de la luz elaborada y
blanca de las farolas, estuvieron los dos solos, él y aquella niña tan guapa, que
tenía el pelo negro, más oscuro que el de su madre, igual que el suyo, y los ojos
grisáceos, los labios muy bien dibujados, las manos pequeñas y frías, dos horas
escasas de vida. Es mi sobrina, se dijo, mi sobrina, mi sobrina, pero no acabó de estar muy seguro de que aquel sortilegio silencioso e íntimo hubiera acabado de funcionar bien. Le pasó la yema del dedo índice por la cara y ella reaccionó a la caricia con un mohín casi imperceptible. No tendría que haberla cogido. Cuando se volvió, con el bebé en brazos, hacia el centro de la habitación, Charo, que acababa de pintarse los labios con un lápiz rosa, tan pálido como las cintas de su camisón, los frunció para enviarle un beso mudo.
—Bueno –anunció, sin mirar a nadie en particular, y carraspeó para provocarse un tono distante, profesional–, esta niña tiene que volver a la cuna ahora mismo. Los recién nacidos no controlan satisfactoriamente su temperatura hasta que tienen doce horas, más o menos –acostó a su hija y la arropó muy bien, remetiendo con cuidado los bordes de las mantas por debajo del colchón–. No la estéis cogiendo todo el rato porque va a acabar con una crisis de hipotermia. Cinco minutos más tarde, cuando volvió a respirar el aire de la calle, ya sabía lo que le iba a pasar. Lo había sabido cinco minutos antes, cuando se despidió lo más deprisa que pudo de su madre y de su hermano, y besó a Charo en la frente sólo para molestarla. Lo había sabido ya en el instante en el que recibió aquella revelación que aún desataba una tormenta formidable en un lugar de su conciencia desconocido hasta entonces. Y sin embargo, era todavía más fuerte la necesidad de desmentirse, de abofetearse, de arrancarse como fuera del bucle dulce y maligno de los finales felices, la trampa en la que se había dejado atrapar otra vez por las medias palabras, por los hechos enteros de su cuñada. A eso había quedado reducida su vida, a una insoportable sucesión de tirones que tensaban la cuerda de su ánimo sin llegar a romperla nunca, para demostrarle solamente que todo podía ser peor, y más difícil, que él podía aguantar siempre, sin límite, mucho más de lo que se hubiera creído capaz de aguantar jamás. Al principio no había sido así.
Al principio, Charo desembarcó en su vida como la reina de un castillo de fuegos artificiales, una fábrica de serpentinas de colores, un calendario sin días laborables, un fulgor sólido, circular, que valía por todo, y más que todo, y lo absorbía todo, y lo justificaba todo. Elena se había echado a llorar cuando él le confesó que se había enamorado de otra mujer, que ya no podía seguir con ella. Se echó a llorar en un bar inmenso, bien iluminado, lleno de gente. A él le dio lo mismo. Puso cara de pena, mantuvo un silencio concentrado y circunstancial, pagó las copas antes de marcharse y volvió andando a su casa desde el Círculo de Bellas Artes, porque se encontraba no sólo aliviado, sino también mejor, más contento que cuando había llegado hasta allí en un taxi. No era menos sensible, ni menos consciente, ni peor chico que antes, pero le daba lo mismo. Si se hubiera parado a pensarlo, ni siquiera podría afirmar que se sentía menos comprometido con las consecuencias morales de sus actos, pero al llegar a Callao, paró en una pastelería, se compró una bamba de crema, se la fue comiendo por la calle, y le sentó estupendamente, porque todo le daba lo mismo.
Todo excepto los mensajes del contestador, el timbre de la puerta, Charo. Eso era lo único que le importaba.
Tendría que haber sabido, tendría que haberla temido, la conocía casi tan bien
como a su hermano, llevaba toda la vida conociéndola.
Tendría que haber recordado el sabor de la rabia, la lógica de la traición, el
veneno tenaz de los hilos telefónicos, pero no pudo.
Ella había comprendido y eso bastaba, ella había consentido y él se consintió a
cambio la ilusión de creer que también era responsable de lo que estaba
ocurriendo, y cuando Charo se acurrucaba contra él, y le anclaba a la cama
cruzando un brazo y una pierna sobre su cuerpo en un solo impulso, y cuando se
quedaba solo después, en una habitación donde cada objeto, cada esquina, cada
mota de polvo guardaba una memoria exacta y fértil de la piel de aquella mujer,
de su voz, de su risa, pensaba que ella estaba en una situación más complicada
que la suya, y que debía ser razonable, flexible, paciente, y se complacía entonces
en su propia elevación, en su íntima y callada superioridad. Él era el más
inteligente de los tres, siempre lo había sido. Por eso era capaz de percibir, con
una facultad sentimental pero no completamente desprovista de racionalidad, la
debilidad de Charo, la frágil raíz de sus alardes. Lo que nunca pudo imaginar fue
la dirección que tomaría.
—Esto no tiene por qué cambiar nada.
Cuando el espejo se rompió, Juan Olmedo se hizo daño con todos y cada uno de
sus pedazos, y no encontró nada que decir.
—Ha sido un accidente –Charo le miraba como si no acabara de entender que él
estuviera tan afectado por la noticia–. Yo no lo iba buscando, me lo he
encontrado, ¿lo entiendes? Sólo son unos pocos meses, lo sabes de sobra. Luego,
nace el niño, y a correr. Esto no tiene por qué afectarnos, no tiene nada que ver
con lo nuestro.
Pero es que yo creía que nosotros no éramos una clásica pareja de amantes. Juan
formó esta frase en su cabeza y sintió un sonrojo imaginario, pero fulminante,
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