Array Array - Los aires dificiles
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parecía, y la probeta estalló, y una mancha verdosa de bordes hirvientes puso
perdida la pared mientras las esquirlas de cristal le saltaban a la cara. Su padre se
había puesto como una fiera y le había obligado a pintar la pared entera, pero
nada había podido borrar la diminuta cicatriz que le recordaba cada mañana,
desde el párpado inferior de su ojo derecho, la tarde en la que había estado a
punto de quedarse tuerto.
No puede ser, se dijo, no puede ser. No podía ser, y sin embargo era, y era
verdad. De alguna forma, supo enseguida que era verdad.
Por eso sintió un frío tan repentino, su cuerpo vaciándose, ahuecándose de
pronto, el tumulto de la sangre cobarde que huía despavorida de sus venas para
dejarlo a solas con aquella insensatez y, cuando pudo hablar, la boca seca, el
paladar abierto, los labios agrietados por la indignación, por una clase inefable de
vergüenza, un terror diferente a todos los que había conocido antes.
—No sé si echarme a reír o mandarte a la mierda –dijo, y fue Charo la única de
los dos que rió.
—Puedes hacer lo que quieras, porque nada de lo que hagas va a cambiar las
cosas –y señaló la cuna con un dedo–. Es tuya, Juanito.
—No puedes hacerme esto, no puedes, no tienes derecho a hacerme esto –la
miró con toda la dureza que pudo reunir y la encontró más tranquila que antes,
como si su confesión la hubiera descargado de otras responsabilidades–. Ningún
derecho.
—No, eso es verdad –aceptó ella, hablando con una serenidad desconcertante–.
No tenía derecho.
Lo que no es verdad es que no haya podido hacerlo. Sí que podía. Y lo he hecho.
Estoy absolutamente segura de que la niña es tuya. No hay ninguna posibilidad
de que no lo sea. Si quieres, te cuento los detalles.
—No, gracias. Ahórramelos, mejor.
—Como quieras.
Juan dejó de mirarla y paseó la vista por la habitación antes de levantarse y
empezar a andar hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—No es asunto tuyo –cuando se dio la vuelta, tenía ya la mano en el picaporte y
se esforzó por hablar con serenidad él también, y despacio, pronunciando con
cuidado las palabras–. No lo acepto, Charo. No tengo por qué aceptarlo y no
pienso hacerlo. No quiero saber nada de este tema. Ni ahora, ni nunca.
—Mírame, Juan –su voz sonó a la vez tan firme y tan desesperada que él no pudo
evitar obedecerla–.
Mírame a mí, y mírala a ella, y piensa un poco, anda… Tú no sólo eres el mejor
de los tres, eres también el más inteligente. Mira a tu hija. Ella no se merece
tener una madre como yo y un padre como tu hermano, nadie se lo merece.
¿Es que no lees los periódicos?
Todo se hereda, todo. La estatura y el color de los ojos, sí, pero también lo
demás, la gordura o la delgadez, el talento para pintar o para la música, la voz, la
fuerza de voluntad, la capacidad intelectual, todo, todo, todo es genético, el
carácter, los gustos, las manías, la agresividad, hasta la bondad y la maldad se
heredan.
—Estás diciendo un montón de tonterías, Charo, no tienes ni idea…
—Sí que la tengo –se incorporó otra vez, y ya no se rindió al dolor–. Estoy
diciendo la verdad.
Lo he leído un montón de veces, lo he hablado con gente que sabe, me he
informado.
—Te has vuelto loca –Juan lo murmuró primero para sí mismo, y luego levantó la
voz–. Tienes que haberte vuelto loca. Un brote psicótico de puta madre, eso es.
No se me ocurre otra explicación, así que ahora mismo tienes que estar loca, pero
como una cabra…
—¡No! –chilló–. Sé muy bien lo que hago. He hablado hasta con un genetista,
¿sabes?, una genetista, para ser más exactos. Tenía miedo de Damián, ésa es la
verdad, no sé por qué, porque él no tiene ni idea de nada, pero se me ocurrió
pensar que a lo mejor le daba por… Pero ella me dijo que en este momento nadie
puede averiguar quién es el padre de un niño si los candidatos son hermanos de
padre y madre. Los genes, o lo que sea, son demasiado parecidos. Si Damián se
mosquea, que no se va a mosquear, pero en fin, si se mosquea, las pruebas
darán positivo, el mismo positivo que si te las hicieras tú. Eso me dijo, hasta eso
he preguntado, para que veas –se recostó por fin para seguir hablando, más
serena–. Dentro de diez años seguramente ya se podrá saber. Así que
recuérdamelo y le hacemos un análisis a la niña, para que te quedes tranquilo.
—Eres una imbécil.
En otras circunstancias, él mismo se habría sorprendido de la fórmula que escogió
para sentenciarla, y del desprecio que tembló entre sus labios mientras la
pronunciaba, pero aquella vez habló sin pensar, sin valorar las palabras que decía.
Con la misma sensación de impropiedad, de estar actuando por error en la vida
de otro hombre, se alejó de la puerta y desanduvo el camino con pasos tan
cansados como si estuviera invirtiendo en ellos las últimas fuerzas que le
quedaban. Al llegar a la butaca se sentó, miró a su cuñada, la reconoció, y se
felicitó por el terror que veía en sus ojos. Después de haberse pasado la vida
temiéndola, aquélla era la primera vez que Charo tenía miedo de él, pero ni eso,
ni ninguna otra cosa, servían ya para nada.
—Eres una imbécil –repitió, y esta vez fue consciente del sonido de cada letra–.
Yo no estaré tranquilo nunca. Ya no. Nunca podré estar tranquilo. Pero dentro de
diez años, esta niña tendrá un padre, que por supuesto será mi hermano, y yo
seré su tío, un señor muy simpático que va a su casa a comer de vez en cuando y
le hace regalos el día de su cumpleaños.
Y punto: Eso es lo que va a pasar. Eso es lo que vale, y eso es lo mejor, y es lo
único justo, además. Que no se te olvide, porque ningún genetista del mundo
puede cambiarlo.
—Sí –Charo volvió a sonreírle, esta vez con dulzura, una enigmática satisfacción
que él no se propuso resolver–. Eso es verdad, pero la niña es tuya.
—Eso no significa nada.
—No, pero es tuya, Juanito.
—¿Y qué?
—Y nada. Pero es tuya.
—Lo que no entiendo… –Juan Olmedo no tenía ganas de hablar, y sin embargo
no podía dejar de hacerlo–. Lo que no entiendo es por qué me lo has contado.
Eso supongo que no lo habrás leído en los periódicos, ¿no?, y no te lo habrá
aconsejado ningún genetista, tampoco. Si lo único que querías es que la niña
fuera hija mía, podrías haberlo hecho igual sin decirme una palabra. Habría sido
menos arriesgado, ¿no?, mejor para ti.
—¡Juanito! –Charo se echó a reír, y él se preguntó cómo era posible que siempre,
desde siempre, ella lograra crecerse con cada palabra que él pronunciaba.
—¿Qué?
—Sé perfectamente quién eres, cómo eres. Sé de lo que eres capaz, y de lo que
no. Tú nunca me chantajearías, nunca harías nada que fuera malo para mí, para
la niña. Por eso quería que lo supieras. Y pensaba decírtelo antes de que naciera,
pero como esta mañana te has puesto… como te has puesto, pues…
—Pero ¿por qué? Eso es lo que no entiendo. ¿Por qué?
—Por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—Por si acaso por si acaso.
En ese instante, volvió a abrirse la puerta. Cuando Damián, con una sonrisa
radiante y un enorme cesto de azaleas, apareció en el umbral, Juan desvió la vista
hacia la ventana, porque se dio cuenta de que le hacía daño mirarle.
—¡Ay, por Dios, por Dios!
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