Array Array - Los aires dificiles
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sólo de pensar en la posibilidad de decirla en voz alta. Yo creía que nosotros
teníamos una historia seria, estable, yo creía que tu matrimonio no era más que
un problema para el que acabaríamos encontrando una solución, yo creía que
nosotros acabaríamos viviendo juntos, yo quiero que vivamos juntos, quiero vivir
contigo, quiero casarme contigo, yo te quiero… Completó el discurso ideal del
pardillo que por lo visto nunca lograría dejar de ser y ardió hasta consumirse en
las llamas secas de una vergüenza caliente y esencial, ácida, y tan larga como el
resto de su vida.
—¿En qué estás pensando, a ver?
—En nada.
Acababa de recordar a destiempo que no se fiaba de ella. Ésa había sido la
principal conclusión a la que había llegado la primera vez que se acostó con
Charo, sólo después de admitir alegremente que estaba acabado. No era de fiar,
había pensado, porque no lograba creer en la sinceridad de sus afirmaciones y no
existía nada que deseara más, que necesitara más que creer en ellas. No era de
fiar porque no se dejaba comprender, porque hurtaba la mitad de lo que daba,
porque gestionaba sus secretos, sus silencios, con un ánimo frío y especulador,
como si fueran los intereses de una cuenta bancaria. Iba y venía de su casa, de su vida, de sus noches libres y sus mañanas salientes de guardia, y dejaba en el aire invisibles partículas de un espíritu confuso, que se alimentaba a medias de un rencor inconcreto, universal, y de la arrogancia insoportable de las víctimas. Porque, a pesar de que no disponía de ningún argumento que sustentara, ni siquiera lateralmente, su posición de reivindicadora sistemática frente al mundo, Charo siempre guardaba una queja en la recámara. Nada de lo que tenía, de lo que le sucedía, estaba jamás a la altura de lo que se creía con derecho a merecer. Juan había pensado mucho en eso, le había dado muchas vueltas al elaborado destino de insatisfacción en el que ella se envolvía como en un abrigo, una segunda piel, una burbuja transparente que la mantuviera aislada a voluntad de los saldos y las deudas de la vida común de la gente corriente. El reinado de las princesas de barrio apareja un mal futuro, concluía entonces, para hacer responsable también a Damián, sobre todo a Damián, de la crónica decepción de su mujer. Y recreaba escenas imaginarias, intensas, brillantes, Charo en su modesta habitación de hija de familia numerosa, ante el espejo que compartía a la fuerza con sus dos hermanas, mirándose, admirándose, adjudicándose un porvenir tan deslumbrante como el resplandor de sus ojos, de sus labios, como la perfección casi dolorosa de las magníficas desproporciones de su cuerpo. Damián habría sido sobre todo eso, pensaba Juan, una engañosa garantía de esplendor, un triunfo transitorio y prematuro, una fabulosa autopista hacia la gloria que, al desembarcar por un carril lateral en el camino del auténtico poder, de la auténtica riqueza, había resultado una carretera estrecha e irregular, asfaltada apenas a base de parches. Juan pensaba mucho en Charo. La imaginaba también ahora, atrapada en la rutina acomodada y ociosa de una condena de días iguales y mediocres, el destino no menos modesto de esposa representativa por su aplomo, por su belleza, del ingenuo rey del pan de la zona Norte, uno de esos magnates marginales, de clase media, que nunca se asoman, ni siquiera de perfil, ni siquiera en blanco y negro, a las páginas de consolación de las secciones de Sociedad de periódicos y revistas, un hombre vulgar en sus logros y en sus ambiciones, y muy rico, eso sí, cada vez más rico, pero opaco, sin brillos. Eso era lo que ella había querido tener, y eso era lo que tenía, y en las raquíticas rentas de aquella apuesta situaba Juan el origen de su reclamación universal y perpetua de princesa estafada por el futuro.
—Claro, como yo no pude ir a la universidad…
—¿Cómo que no pudiste? –la primera vez, él reaccionó con una sorpresa bienhumorada y burlona, como si ella estuviera gastándole una broma–. Nunca te interesó, ni siquiera lo intentaste. —Bueno, bueno… Eso habría que verlo.
Entonces Juan se dio cuenta de que estaba hablando en serio, y no supo cómo interpretar aquella pintoresca versión de algo que nunca había sucedido, un delirio pequeño, inofensivo, que fue cambiando de sentido, de carácter, al ampliar sus influencias para acabar abarcando casi todas las cosas. —No fui nada feliz de pequeña, la verdad. Mis padres no me querían, no me
tenían mucho en cuenta.
—¿Pero por qué dices eso? No creo que fuera así, yo nunca lo noté, nadie lo
notaba.
—Tú no sabes nada, pero es la verdad. Nunca me perdonaron que fuera más
guapa que mis hermanas.
—Charo… –él se impacientaba, se asustaba, se rebelaba contra aquella obsesión
por engañarse, por engañar a los demás, que no deformaba tanto los hechos de
su vida como a ella por dentro.
—No me mires así. ¿Qué te crees, que soy tonta? Sé muy bien lo que digo, y
tengo razón, aunque todos os pongáis siempre en contra mía.
Él intentaba hablar, discutir, obligarla a razonar, pero ella encontraba siempre un
guisante debajo del colchón, un guijarro en el fondo del zapato, un nuevo
argumento con el que alimentar su inhumana autosuficiencia de víctima.
—En el fondo, yo me casé con Damián por culpa tuya –le dijo una vez, y ni
siquiera aquél fue el colmo–. No luchaste por mí.
—No me digas eso, Charo.
—Pero es verdad. No luchaste por mí, no intentaste reconquistarme, te limitaste a
desaparecer.
—Me fui para no verte, porque no podía soportar verte a todas horas y no poder
besarte, no poder tocarte… Y que tú no me hicieras ni caso. Por eso me fui.
—Ya. Pero eso es muy cómodo, ¿no?
A él le tocaba pagar, y asumía en silencio, con una irritación que no quería
admitir, pero que iba amargando los bordes de las palabras que mordía para no
decirlas en voz alta, el coste de una deuda imaginaria, el precio de una posesión
parcial e insuficiente, el ruinoso alquiler de aquella arbitraria y perpetua agraviada
que jamás aceptaría ser culpable, responsable de nada que llegara a sucederle. E
intentaba comprenderla.
Ferviente, incondicional, desesperadamente, tal y como la amaba, comprenderla,
encontrar el cabo de cualquier hilo que le guiara por los secretos dibujos de su
laberinto, una solución, una razón al menos para desentrañar su infelicidad, el
fracaso largo y ancho que él estaba dispuesto a compartir, que estaría dispuesto a
asumir incluso si algún día llegaba a comprender sus reglas, sus exigencias, sus
motivos. La felicidad de aquella mujer era muy importante para él, porque él la
amaba, seguía amándola, seguía sintiéndose capaz de hacer por ella cualquier
cosa, cualquiera, siempre y todavía, y sentía vértigo, un pánico negro,
indescriptible, al pensar que pudiera llegar a despreciarla alguna vez.
Aquella vez llegó, después de muchas trampas, de muchos silencios, de muchas
mentiras que nunca fueron tan dañinas por la voluntad de engaño que
encerraban como por el implacable engranaje de la máquina que parecía
producirlas sin sentir, sin pensar, sin descansar.
Pero antes, Juan Olmedo aprendió cosas que ignoraba de sí mismo, y ninguna de
ellas le gustó. Cuando Charo le contó que estaba embarazada, le advirtió que no
estaba dispuesto a seguir adelante en aquellas condiciones, que se había dado
cuenta de que todo había sido un error, desde el principio, que aquel cambio, por
más que fuera accidental, no sólo lo modificaba todo, sino que le había obligado a comprender que nunca debería haber empezado, y se reconoció en cada palabra, en cada frase, en cada juicio que formulaba con la voz clara, serena, de quien suele pensar lo que dice. Pero ella no se dejó impresionar. —Tú no puedes dejarme, Juan, no puedes. Tú y yo estamos en lo mismo, y estamos juntos, encerrados con el mismo candado de la misma cadena, aunque no lo creas, aunque no te guste. No puedes dejarme, no vas a poder –y abrió una pausa para sonreírle–. ¿Qué te apuestas?
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