Array Array - Los aires dificiles

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avidez, el mismo brío con el que solía aniquilarle en los tiempos de su cintura breve, su cuerpo dócil, flexible. Había entrado ya en la semana treinta y nueve, estaba muy avanzada, él habría preferido dejarlo, tenía miedo, pero bueno, ella se había reído de él, si no pasa nada, si tú deberías saberlo, el sexo es beneficioso hasta el final porque fortalece la musculatura y puede llegar a provocar naturalmente el parto, me lo han contado en el cursillo ese que te empeñaste en que hiciera… Era verdad. Charo no quería preparar el parto pero él insistió, y se puso tan pesado que la convenció. Aquella mañana no logró ser tan convincente porque su cuñada le atacaba con el tipo de argumentos a los que él solía recurrir para desarmarla, y no encontró a tiempo ninguna idea afilada, ni un solo recurso con el que contraatacar, por eso se dejó desarmar por ella, pero no llegó a estar tranquilo ni relajado en ningún momento, y cuando la vio al final, inclinándose por encima de su vientre ya inmenso, tan bajo, para mirar con extrañeza los dedos de su mano derecha, y acercarlos a su nariz, y volverlos a mirar con la misma terrorífica curiosidad, comprendió que de todo lo que podía ocurrir, lo peor había ocurrido.

Ella se negó a ir directamente al hospital. Estaba muy tranquila, y tan segura de lo que sabía que insistió en que la llevara antes a su casa a recoger la maleta. Tenemos tiempo de sobra, le dijo, dos horas de margen, eso también lo he aprendido en el cursillo. Juan se sentía tan culpable que no acertó a oponerse, pero mientras conducía sin saber muy bien quién manejaba el volante, quién pisaba los pedales de su coche y lo detenía en los escasos semáforos de las diez de la mañana, veía un ojo abierto en todas partes, en la mitad del cielo, en las rayas del asfalto, en el cristal del parabrisas, un ojo abierto que le miraba, que le escrutaba en el umbral de la visión, en el presentimiento inminente de aquello en lo que consistiría ver.

Sabía de sobra que los fetos no miran, que no ven, que no saben, que no pueden saber, que carecen absolutamente de conciencia, de experiencia, de capacidad para interpretar lo que sucede a su alrededor, pero lo veía, veía ese ojo abierto y diminuto mirándole, acusándole a través del agujero que había roto su equilibrio, el pequeño mundo de paz y ecos acuáticos, de felicidad fácil, primigenia, en el que había nadado como un pez adormilado y satisfecho hasta que una irrupción enemiga lo desbarató sin piedad y sin remedio. Aquel ojo le miraba, peor de lo que había sido, de lo que se había sentido, de lo que se había sospechado nunca, y él no podía decirle nada, no podía defenderse, explicarse, ni esconderse de él. Sabía que era una tontería, pero no pudo esquivarla. Se dijo que era además un signo, un símbolo, una metáfora, pero cuando se le cayó encima pesaba, y le hizo daño.

—¿Damián? Hola, oye, que soy yo…

La maleta estaba preparada y esperándoles en el vestíbulo, pero cuando Juan la cogió y se dio la vuelta, dispuesto a volver al coche, Charo estaba ya entrando en el salón.

—Pues nada, que ya está. Que he roto el saco… El saco amniótico… Vale, pues que he roto aguas, para que me entiendas, y me voy al hospital… No, no estoy

de parto todavía, no tengo contracciones, Juan me ha dicho que cuando me

ingresen me pondrán algo para provocármelas… ¿Qué? No, si tu hermano está

aquí, conmigo. Es que cuando he visto que me empezaba a salir líquido, me he

asustado un poco, porque no sabía lo que era, y le he llamado, y estaba en casa y

ha venido corriendo, el pobre…

Bueno, pues que me lleve él, seguro que no le importa… Vale, pues te veo allí…

Que sí, que sí, tonto, un beso, hasta ahora.

Por el camino, Juan Olmedo empezó a llorar.

—Pero bueno… ¿y ahora qué te pasa? –Charo resopló con impaciencia cuando se

dio cuenta–.

¿Tú estás tonto o qué?

Juan Olmedo lloraba, porque era todo tan feo, tan sucio, tan injusto, que la

conciencia de su amor por aquella mujer sólo podía empeorarlo, empeorarle a él,

hacerle más mezquino, más pequeño, más infeliz, y empeorarla a ella, que en el

momento más difícil había vuelto a ser quien no comprendía.

Él nunca había querido vivir así, en una zozobra perpetua, en el naufragio

irreparable de sus propios deseos, de sus propias acciones, él la quería, quería ser

feliz, ser feliz con ella, y todo lo que había conseguido cabía de repente dentro de

su coche, un ojo abierto que le miraba y aquella situación infame, vergonzosa, a

eso le había llevado tanto amor, una ambición tan alta, la variedad más triste de

la locura.

—Para ya, Juan, por favor, no llores más –era la primera vez que lloraba delante

de ella, y cuando la miró, fue la primera vez que la vio llorar–. Estate quieto ya,

por favor, no me hagas esto ahora, joder, ahora no.

Cuando llegaron al hospital, ninguno de los dos se había recobrado del todo, pero

la recepcionista de Urgencias no les prestó atención, no hizo preguntas.

—No me dejes sola –Charo tenía ya el formulario del ingreso en la mano–. Por

favor, no me dejes sola.

Así que fue con ella hasta la habitación, esperó a que se cambiara, a que dejara

las cosas, y la acompañó hasta la sala de dilatación. Damián llegó enseguida, y

también le pidió que se quedara.

Juan entró con ellos en el paritorio, y fue el único que resistió el parto hasta el

final, porque obligó a salir a su hermano cuando se dio cuenta de que se estaba

mareando.

La rutina del hospital, aquella atmósfera tan familiar de aroma a desinfectante y

batas verdes, le abrigó por dentro, devolviéndole cierta seguridad, la confortable

compañía de un paisaje propio, conocido. Pero cuando salió de aquel edificio por

la puerta principal, en el umbral de una noche que parecía distinta, su ánimo

había cambiado por razones diferentes, más peligrosas, más arriesgadas, más

profundas. Porque, aunque desde el primer momento hubiera sabido que era eso

lo que le iba a pasar, y que no le convenía sucumbir en ningún grado al bucle

dulce y maligno de los finales felices, Juan Olmedo ya sabía que aquella niña era

su hija, y sentía, aun sin querer saberlo, que su ojo le llamaba en lugar de

acusarle. Le aterraban los límites, pero también el tiempo, una dimensión que de

repente parecía haber encogido, haber empezado a codiciar una frontera, estar a punto de acomodarse quizás al vertiginoso crecimiento de los hijos que no han nacido de la casualidad, sino del vientre de una mujer que ha planeado meticulosamente su nacimiento. Una lógica oculta anima todas las cosas. Juan Olmedo se cansó de negar con la cabeza mientras esa sentencia anónima, que no quería reconocer entre los frutos de su propio deseo, retumbaba entre sus sienes, y cedió a una punzada de alegría insensata y purísima porque aquella tarde Charo le había dado esperanzas, para que él aprendiera que nunca había sabido lo que era tener esperanzas.

Se equivocó otra vez, y fue peor, ésa era la condición de todas sus equivocaciones. Durante meses repasó cuidadosa, minuciosa, literalmente, todas las palabras que Charo había pronunciado desde su cama del hospital, tú no sólo eres el más inteligente de los tres, también eres el mejor, nadie se merece un padre como tu hermano, yo quería que lo supieras por si acaso, frases como imágenes que envejecen despacio en un mazo de fotografías olvidado en un cajón, como una baraja de naipes marcados y desgastados en las esquinas por falta de uso, como un rezo incansable, repetido en vano hasta hacerse inservible ya de puro inútil. Tamara crecía, se desprendía deprisa de esa fisonomía borrosa que hace parecidos a todos los bebés, se convertía en una niña morena y única al mismo ritmo que impulsaba a su madre a volver a ser ella misma, con la misma ropa, el mismo aspecto, la misma barra de labios sangrando en su boca, y no ocurría nada, no pasaba nada, no se abría ningún camino que comunicara entre sí los compartimentos cerrados y paralelos en los que transcurría su vida dividida. Juan Olmedo no podía comprender que su cuñada le hubiera elegido como padre para su hija sólo porque en el momento en el que se le ocurrió quedarse embarazada, él le cayera más simpático que su marido. Era algo demasiado salvaje, demasiado insensato, demasiado feroz hasta para una víctima vocacional, una ilusa princesa destronada, la déspota caprichosa y miope que nunca había pagado precio alguno por situarse a sí misma encima de todo, y por encima de todos los demás. No podía aceptar que aquélla hubiera sido una elección irracional, arbitraria, azarosa, porque, además, Charo adoraba a su hija y a su manera siempre peculiar, y peculiarmente egocéntrica, vivía para ella. Juan ya había calculado que sería así, y no sólo porque aquélla fuera una actitud natural, la más previsible, sino porque ella siempre se había comportado como una madre suplente con su cuñado Alfonso, con sus sobrinos pequeños, con los enfermos, con los más débiles. Damián se burlaba de ella, ridiculizaba su generosidad, la abnegación a menudo excesiva con la que se ofrecía cuando juzgaba que alguien la necesitaba de verdad, pero su hermano no habría podido vivir sin el consuelo de aquellos extravagantes excesos.

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