Array Array - Los aires dificiles

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llevó medio millón de pesetas.

Una señora de Huelva tuvo menos suerte, y se quedó en las cien mil.

La ruleta había vuelto a girar cuando sonó el timbre de la puerta.

Charo se le tiró encima sin darle la oportunidad de hacer preguntas. Cruzó los

brazos alrededor de su nuca para impulsarse, rodeó su cintura con las piernas, y

tapó su boca con la suya mientras él se tambaleaba, a medias por la sorpresa y a

medias por la necesidad de equilibrar el peso. Sólo después, cuando estaban en la

cama, desnudos y hartos el uno del otro, quiso explicarle por qué había venido.

—No saldría bien, Juanito –se acercó a él, se acopló a su cuerpo, lo miró de cerca,

sus narices casi rozándose, sus alientos entremezclándose en una distancia

mínima, pero estable, que el tiempo se encargaría de agigantar–. Sería un

desastre.

Él no quiso decir nada, ella le miró como si necesitara escucharle, cerró los ojos,

siguió hablando.

—Ya sé lo que te pasa. Estás follando con otras. Es eso, ¿no?

Te conozco muy bien, Juan, muy bien. Me di cuenta desde el principio.

—Y no te importa.

—Mira… Esto es lo que tenemos, y es lo mejor que podemos tener. Tú eres muy

importante para mí, mucho, porque eres la única persona que me quiere, aparte

de mi hija, aparte de Alfonso, que no es más que otro crío, tú eres el único, y no

sé por qué, la verdad, porque yo soy una mierda –hizo una pausa, pero él no

quiso añadir nada–. Soy una mierda, y lo sé, y no entiendo cómo puedes estar

enamorado de mí, no lo entiendo, pero no quiero que se te pase. Si viviéramos

juntos, dejarías de quererme, Juan, no me soportarías, estoy segura, lo he

pensado muchas veces.

Es mejor así, hazme caso, es mucho mejor así.

—No.

—Sí –le sonrió de una manera especial, con la misma tristeza con la que había

renunciado muchos años antes a repetir una porción de tarta de chocolate–. Sí.

Yo te conozco mejor que tú a mí. Tú no tienes ni idea de lo que yo puedo llegar a

hacer, de lo que puedo llegar a ser. Yo te quiero, Juan, pero no puedo querer a

nadie más de lo que te quiero a ti. Y no sé por qué. Pero sé que no es bastante,

que para ti no sería bastante.

Esas palabras acompañarían a Juan Olmedo durante el resto de su vida. Nunca podría desprenderse de ellas, ni siquiera cuando se hizo lo suficientemente duro, lo suficientemente fuerte, y cínico, y seco, y experto en su desgracia, como para comprender que no eran más que el esbozo de una explicación parcial, insuficiente, una trampa más, otro plazo del engaño interminable. Aquella noche, él compartió con Charo más de lo que jamás habían tenido juntos, su propio dolor, su impotencia, su angustia, al descubrir con un estupor egoísta, pero gozoso, que ella también era capaz de sufrir, que ella también sufría. No pudo recordar entonces hasta qué punto le había conmovido el dibujo roto y gastado de sus labios, su mirada perdida en el barullo de la Gran Vía, aquella tarde de domingo en la que le confesó sin palabras que no era feliz. Pero perdida toda esperanza en su propia felicidad, la infelicidad de aquella mujer le consolaba, le acompañaba, le unía a ella con un lazo distinto, una fraternidad atroz en la derrota común, en la tristeza invencible, en las hilachas sucias, desteñidas, de lo que habría podido llegar a ser la bandera del futuro.

Juan Olmedo intentó acomodarse a otra ilusión, un horizonte pequeño de beneficios pequeños, inmediatos, de riesgos conocidos, calculados. Tampoco duró mucho. Aquella noche en blanco de confesiones graves y misterios templados, acogedores, no fue un principio, sino un final, el vértice de la montaña rusa, el pico de la cuesta arriba, la cúspide de una aguja en la que habría preferido quedarse ensartado, porque la caída fue brutal, y sin red. Charo no guardó la memoria de sus palabras. Todos los espejos se fueron rompiendo, y Juan siguió hiriéndose los pies y las manos con sus pedazos, y su historia empezó a ser la de una ruptura intermitente y eterna, la crónica de un fracaso mil veces repetido, un propósito que nunca logró cumplir, porque ella seguía ganando todas sus apuestas aunque cada vez tuviera que darle más a cambio para lograrlo. En algún momento, sin darse mucha cuenta de cómo sucedía, Juan empezó a distinguir ribetes histéricos, penosos, casi cómicos, en las histriónicas apariciones de su cuñada. En algún momento, fue él quien empezó a ironizar, a sonreír con labios simpáticos y comprensivos, a usar el diminutivo del nombre de su amante, a quedarse sentado en una silla cuando ella se marchaba. No pensó mucho en ello porque cada vez tenía menos ganas de pensar, pero intuía que la clave de aquel proceso no estaba en Charo, sino en sí mismo. A veces sentía que sus arterias se estaban secando, que sus huesos pesaban como si fueran de piedra, que la humedad huía de su cuerpo acartonado y fósil, fosilizado en las esperas interminables, en las concesiones inconcebibles, en la provisionalidad implacable de su vida, en la disolución absoluta de su orgullo.

Y sin embargo, no podía dejarla, no podía resistirse a ella, a su cuerpo, a su olor, a su voz, a los decretos de su incomprensible y tiránica voluntad. No pudo hacerlo ni siquiera aquella noche, cerca ya del final, cuando había empezado a medir el tiempo por los años de su hija, que tenía ya cinco, y no por las promesas de su madre. Había quedado con Charo en el mismo restaurante donde ella le había dejado plantado dos noches antes, y volvió a ser el primero en

sentarse a la mesa.

Aquella situación había empezado a repetirse con tanta frecuencia que se había convertido casi en una costumbre, un ritual que ejercía una ambigua y misteriosa influencia sobre él. Por eso había escogido el mismo restaurante, donde los mismos camareros le miraban con la misma cara de pena que cuarenta y ocho horas antes, ofreciéndole una compasión muda y solidaria que al principio le molestaba mucho. Ya no. Ahora sentía una cierta y misérrima complacencia al exhibir en público sus heridas, como si la conciencia universal de que no era más que un pedazo de imbécil le resultara agradable, placentera, positiva. No entendía bien lo que le estaba ocurriendo, no le gustaba, y sin embargo se estaba acostumbrando a machacarse a sí mismo con más tenacidad, con menos piedad que ella, y a extraer un sabor dulzón y malsano de sus propios pedazos. Se relamía los labios entre golpe y golpe, y no se reconocía, y no le gustaba, pero estaba empezando a gustarle, porque ya no estaba muy seguro de ser él, y tal vez ya era otro, más duro, más infeliz, y peor, pero acaso más de acuerdo con el orden del universo.

Aquella noche, sin embargo, Charo apareció. Con tres cuartos de hora de retraso, cuando él ya se había bebido más de media botella de vino tinto, cuando había acabado con el pan, y con la mantequilla, y con las aceitunas, pero apareció, y todos los camareros se la quedaron mirando al mismo tiempo, con los mismos ojos deslumbrados, súbitamente sagaces. Juan casi pudo sentir una catarata de palmaditas en su espalda y la miró también, la vio venir andando despacio, cargando la suerte, sentarse enfrente de él, mirarle a su vez. Estaba muy guapa, pero no tenía buena cara.

Quizás por eso estaba tan guapa, por las ojeras, tenues y estratégicas como una sombra de ojos, por la delgadez afilada de sus pómulos casi macilentos. Parecía mayor, sin embargo. Aquella noche Juan se dio cuenta de eso, de que Charo estaba empezando a aparentar más años de los que tenía, de que envejecía deprisa, de que tampoco le había dejado tomar ventaja ante el espejo del cuarto de baño.

—Lo siento –le dijo cuando estuvo claro que él no iba a saludarla–. Se me ha hecho un poco tarde. —Sí. Dos días. Ella se echó a reír. —Bueno, pues lo siento más. Mucho más. Me muero del sentimiento. ¿Vale así? —Espero que por lo menos haya merecido la pena.

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