Array Array - Los aires dificiles
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ella.
—No me llames de usted, Maribel –se había acordado de pedirle al fin, la tercera
vez que se acostaron juntos.
—¿Por qué? –ella estrechó su abrazo debajo de las sábanas, como una forma de
agradecerle esa petición que no pensaba atender–. ¿Le molesta?
—Pues no, no es eso. No me molesta, pero me parece absurdo.
No tiene ningún sentido. Es ridículo, ¿no?, que me llames de usted… –hizo un
gesto con los labios y se quedó mirándola, sonriéndole con una expresión que
valía por el resto de la frase, el que no quiso decir en voz alta, con la misma boca
con la que me chupas la polla.
—Puede ser, pero es que…
–ella se paró a pensar, a encontrar las palabras que necesitaba–. Es que si
empiezo a llamarte de tú, a estas alturas, me voy a acostumbrar porque, claro,
eso pasa siempre, y entonces, antes o después se me escapará, cuando le cuente
a Andrés algo de lo que hayamos estado hablando, o cuando hable de usted con
alguien. Y si Andrés me escucha, pues se dará cuenta de todo y acabará
acostumbrándose también, y si se entera mi madre…
—¿Qué?
Ella no quiso contestarle, pero le miró, él sintió que abrochaba, que estrechaba su
mirada, y leyó en ella la parte de explicación que Maribel había preferido callarse,
y aceptó sus razones. Ésta no es una historia fácil, le dijeron sus ojos, no puede
serlo porque fuera de esta cama tú y yo no somos iguales, y si se entera mi
madre, empezará a sospechar enseguida por qué me ha dado por tutearte, y
acabaré metiendo la pata y todo el mundo lo sabrá, y no será bueno para nadie,
porque nadie aceptará que en esta historia difícil los dos salimos ganando, nadie
creerá que las cosas son como han sido de verdad, nadie comprenderá lo que
pasa en esta cama, y mi fama será peor, y la tuya empezará a ser mala, y a ti te
dará lo mismo porque tú puedes pasarte la opinión de este pueblo por los
cojones, pero a mí no, porque los tiempos han cambiado, y han cambiado las
cosas, pero no de la misma manera, no en todas partes, no a la misma velocidad
para todo el mundo, y para las mujeres como yo, para los hijos de las mujeres
como yo, las cosas cambian poco, y muy despacio, por eso esta historia que es
tan fácil aquí dentro, se vuelve tan difícil fuera de esta cama, porque aquí dentro
tú y yo somos iguales, pero fuera no lo somos, y tú eres usted, pero yo sigo
siendo yo, y soy muy poco.
—Yo, la verdad, si no le importa… –dijo por fin, después de un rato–. Yo preferiría
seguir llamándole de usted.
Entonces él la besó en la boca durante mucho tiempo, con muchas ganas, una
repentina necesidad de mezclarse con ella, de absorberla en sí mismo y
mantenerla dentro, pegada a su cuerpo, a salvo, y no volvió a sacar el tema
aunque lo tenía siempre presente, hasta el punto de que logró mentir a Elia con
una naturalidad tan fluida, y tan barroca a la vez, que estuvo seguro de haberla
convencido para siempre.
—Y tercero, yo no me estoy follando a Maribel. Y la verdad es que no me
importaría, ¿sabes?, pero ni siquiera he tenido la oportunidad de intentarlo. No la
veo nunca.
—¡Pero si trabaja en tu casa!
–ella le miraba con más astucia que desconfianza, en una proporción que
revelaba el discreto alcance de su inteligencia.
—Sí, pero desde la una hasta las cinco de la tarde. Y a esas horas, yo también
estoy trabajando.
Y a veintisiete kilómetros de mi casa, por cierto. En el hospital de Jerez, ya lo
sabes.
—¡Ah! –aquella chica tan guapa que tenía los dientes tan feos, se los enseñó al
morderse el labio inferior como una forma de castigarse por haber metido la
pata–.
Es que, yo creía… Como ya no vienes nunca a verme, Andrés me dijo que, a lo
mejor…
—He estado muy liado últimamente.
Él no juzgó necesario dar más explicaciones, y ella desde luego no se atrevió a
pedírselas. A cambio, volvió a enroscarse a su alrededor como una serpiente
amaestrada y hambrienta antes de tirar de él para arrastrarle sin palabras por el
pasillo del fondo.
Juan Olmedo, que había llegado muy tarde a aquel mundo en apariencia complejo
y problemático para descubrir que era un lugar sencillísimo, una línea tan recta,
tan abrumadoramente simple como la única regla que imperaba en sus dominios,
suponía que Elia se iba a esmerar. Y acertó. Su piel encontró motivos para
agradecerle tanto esmero y, sin embargo, por debajo de esa primaria aunque
costosa gratitud, la dosis de placer que le debía, una satisfacción domesticada,
convencional, lógica, no acabó de saciarle, ni le calmó por dentro. Al día
siguiente, se levantó nervioso y no dejó de estarlo en ningún momento, hasta
que, a las dos y media de la tarde y absolviéndose de antemano por todos sus
errores pasados y futuros, empujó la puerta del despacho del jefe de servicio. El
cielo relucía como si alguien lo hubiera pintado de azul cielo, el sol calentaba más
allá de los cristales, y el demonio del levante perfeccionaba sin descanso algún
método nuevo para atravesar todas las barreras, porque se había deslizado
dentro de su cuerpo y lo mantenía en vilo, inquieto, distraído, e incapaz de
concentrarse completamente en ninguna cosa.
—Oye, Miguel –su amigo le miró por encima de sus gafas de leer, tras una mesa
en la que se desparramaba un montón de gráficas–. Es que he pensado… Bueno,
la planta está muy tranquila, no tenemos a nadie en quirófano, ningún ingreso
previsto, y tampoco tengo pacientes citados para esta tarde, así que, si no te
importa, me vendría muy bien cogerme un par de horas para asuntos propios.
Miguel Barroso, en un gesto mucho menos acorde con su categoría laboral que
con la amistad que le unía a Juan desde hacía tantos años, se quitó las gafas, se
recostó en su butaca, y mientras movía la mano en el aire para invitarle a
sentarse, le dirigió una sonrisa maliciosa.
—¿Para qué? –le preguntó después, frunciendo la nariz como si no hubiera
comprendido bien las palabras que acababa de escuchar.
—Para asuntos propios –al contemplar su expresión, Juan Olmedo no logró
reprimir del todo el inicio de una carcajada–. Es un derecho laboral consolidado.
Viene en el convenio.
—¿A estas horas?
—Pues sí. Para hacer gestiones es una hora buenísima.
—Ya. Vas a ir al notario, ¿no?
Justo.
—¿Y cómo se llama?
—¿El notario?
—No. El asunto propio ese que te has buscado.
—Bueno… –Juan Olmedo, que se había dado cuenta desde el principio de que su
jefe no creía ni una sola palabra de las que estaba escuchando, se echó a reír
abiertamente cuando comprendió que ya no podía seguirle la broma–. La verdad
es que no lo andaba buscando, ¿sabes? Más bien me lo he encontrado.
—Ya –repitió su amigo, poniendo los ojos en blanco–. ¿Y quién es?
—Pues… –hizo algún tiempo para buscar una buena excusa, pero no la encontró–. Es que es complicado, la verdad. Preferiría no contártelo. De todas formas, te da
igual porque no la conoces, ni la vas a conocer.
—¡No jodas! –Miguel, que había llegado a aprenderse casi de memoria el relato
de la pasión de Juan por su cuñada, improvisó una mirada de alarma–. ¿Otra
impresentable?
Él hizo un gesto escéptico con los labios, se quedó un rato pensando, sonrió.
—Pues sí. Digamos que es un incesto técnico.
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