Array Array - Los aires dificiles
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prohibidas, clandestinas, y ninguno de sus inconvenientes. Cuando Maribel se acercaba a su casa a última hora de la tarde para recoger a Andrés, si los colegios habían dado vacaciones en una jornada que era laborable para los adultos, o al encontrarse en casa de Sara en algún momento del fin de semana, casi siempre con los niños como pretexto, los dos estaban igual de nerviosos, igual de tensos, igual de atentos a la oportunidad de aprovechar cualquier coyuntura favorable, por mínima que pareciera, para despistarse a la vez, o para hacerlo en un intervalo de tiempo tan breve y tan bien sincronizado como si lo hubieran ensayado previamente, pero no se arriesgaban a nada, no engañaban a nadie, no se exponían a un contratiempo mayor que el desconcierto de Sara mientras repetía que lo de la persiana le daba igual, que no solía subirla del todo, para que Juan insistiera en ir un momento a su casa a buscar un destornillador, y Maribel se acordara en aquel instante de que en el congelador debía de haber una barra de pan que le vendría muy bien para la cena de aquella noche, siempre que Juan no la necesitara, por supuesto. Por supuesto, Juan nunca la necesitaba, entre otras cosas porque la barra de pan ni siquiera existía, y los dos cruzaban la calle con pasos calmosos, tranquilos, como si pretendieran ahorrar velocidad para desplegarla sobre sí mismos en el instante en que la puerta se cerrara a sus espaldas.
Juan Olmedo, que había arriesgado mucho más, durante muchos años, nunca había follado tan deprisa, ni había sospechado que ocho, diez, doce minutos pudieran estirarse hasta tal punto. Tampoco había conocido a ninguna mujer que sonriera siempre justo después de correrse, y le gustaba ver la sonrisa de Maribel flotando sobre su cara como un velo autónomo, estable y transparente, cuando volvían a casa de Sara, los dos callados, guardando las distancias y andando todavía más despacio que antes. Todo eso era importante, y sin embargo, Juan Olmedo sabía que la consistencia de aquella historia insensata, que crecía contra todas las lógicas de semana en semana, dependía precisamente de su precariedad, de los días que espaciaban sus guardias entre sí, de las barreras que les separaban fuera de esas pocas mañanas fértiles y desiertas como islas, de las horas siempre escasas, a veces escasísimas, que ambos exprimían sobre sí cuando estaban juntos, de la absoluta ignorancia que cada uno de ellos tenía del mundo del otro.
Ésa era su fuerza, y ése era su riesgo, y el tiempo, el mismo que los bendecía con una complicidad elástica y desmedida en algún momento de ciertos sábados, ciertos domingos que parecían desprenderse entonces de su naturaleza clásica, ociosamente rutinaria, era a la vez su principal y quizás su único enemigo. Él sabía de sobra todo eso, pero aquella tarde se encontraba bien sin entender por qué, sin sentir siquiera la necesidad de comprenderlo. Por eso completó el contenido de la bandeja con una tableta de chocolate con almendras, su favorito, y se abandonó otra vez, después de tantos años, a la confortable relatividad de las verdades que prefería, y esa música muda que nacía del centro de sí mismo no quiso dejarle a solas con lo que sabía. Comieron en la cama, recostados sobre las almohadas, y aunque Maribel insistió
mucho en que le dejara hacerla otra vez, él se limitó a sacudir la sábana de arriba
un par de veces para desalojar las migas.
—Le advierto que no he acabado de limpiar abajo –dijo ella, sin insinuar la menor
intención de levantarse.
—Da igual –él la abrazó–. Te lo perdono.
Se quedaron dormidos sin darse cuenta. Maribel se despertó antes que él, se
acordó de mirar el reloj a tiempo, se asustó, y soltó un grito. Cuando Juan logró
abrir los ojos, ya estaba medio vestida.
—Son las cinco y cuarto. No nos ha pillado su sobrina de milagro.
Tamara habría salido ya del colegio, pero Juan se sintió preso en una especie de
nostalgia perezosa que le impedía levantarse. Desde la cama miró a Maribel, que
al terminar de vestirse entró un momento en el baño, y salió enseguida con el
pelo en orden para empezar a andar hacia la puerta, y a mitad de camino se
arrepintió, y desanduvo el camino, se sentó en el borde de la cama, le besó en los
labios y volvió a marcharse.
—Maribel… –estaba ya en la puerta cuando su voz la detuvo–.
Creo que te voy a contar una cosa porque, total, te vas a enterar de todas
formas.
Ella aferró el picaporte con la mano y no dijo nada, pero le miró con cara de
miedo, como si estuviera segura de que cualquier noticia que pudiera salir de sus
labios sería una mala noticia. Él comprendió que había escogido sin querer una
fórmula alarmante, y no la hizo esperar, pero decidió ser muy escueto, para
comprobar si esa Inteligencia especial que había creído detectar otras veces
funcionaba también en esta ocasión.
—Anoche estuve en Sanlúcar.
Sólo necesitó un instante para cambiar de cara. Después, disuelto ya hasta el
menor recelo, cerró los ojos y sonrió con los labios fruncidos al principio, luego
abiertos en un ángulo amplísimo, definitivo, para mirarle por fin.
—Eres un pedazo de cabrón, ¿sabes?
Era la primera vez que le llamaba de tú, la primera vez que él lo escuchaba en voz
alta, y quizás por eso volvió a hablar sin meditar mucho, sin conceder a sus
palabras una importancia que, después de todo, tal vez sí tenían.
—Me gustas mucho, Maribel.
Volvió a cerrar los ojos, pero ya no los abrió. A él ni siquiera se le ocurrió pensar
que ella pudiera haber vuelto a comprender primero.
III
Los aires difíciles
El agua estaba helada, pero Sara Gómez resistió el mordisco del frío moviendo los brazos y las piernas como una cría descontrolada y eufórica hasta que estuvo segura de que, al salir del mar, se encontraría con que la mayor parte de su cuerpo se había vuelto de color púrpura. Entonces se zambulló del todo para salir
del agua un instante después tiritando como un pollo mojado, la piel de punta y una vaga sensación de felicidad en las yemas de los dedos. En el largo periodo de indecisión que había consumido de pie, en la orilla, mientras se acercaba y se alejaba sucesivamente de la tentación del primer baño, el joven sol de mayo había calentado la toalla, que derramó generosidad sobre su espalda para garantizarle un calor que, al cabo de un tiempo no tan largo, la animaría quizás a repetir la experiencia más puntiaguda del año. Entretanto, y apenas recuperó el control de su temperatura, Sara se sentó, y miró la playa. El mar se movía, rompiendo un silencio limpio de transistores y conversaciones con el fragor rítmico, impecable, de la espuma que se fabrica a sí misma sólo para destruirse deprisa y después, en una danza absurda, y por absurda, fascinante siempre para quienes fueron niños de secano.
Volvió a casa a la hora de comer, cansada y contenta, aunque en la última cuesta tuvo que tirar de sus piernas, que parecían haber perdido la memoria del camino. Tenía hambre, pero aún más necesidad de descansar. Tras franquear el traicionero y póstumo obstáculo de las escaleras, bajó las persianas y se tumbó en la cama con los ojos cerrados. En la fresca oscuridad de su habitación, se dio cuenta de que aquella primera mañana de playa había reinaugurado un rito anual que, por una vez, había escogido por y para sí misma. La repetición de un acto tan simple aseguraba la consistencia de una vida que ya no era nueva, y por eso era a cambio más suya que un año antes. Era un buen momento para hacer balance, y Sara lo concluyó satisfecha. Luego se quedó dormida. Cuando comió por fin, a la veraniega hora de la merienda, decidió volver a la playa a la mañana siguiente con una silla, una sombrilla y un libro, para estrenar en condiciones una estación de vida asilvestrada, placeres pequeños, calor y movimiento constante. Las vacaciones de los niños acentuaron esa sensación de libertad recuperada, como si su complicidad con ellos le diera derecho a sentirse, ella también, de vacaciones. Tamara aprobó el curso con unas notas que habrían sido hasta muy buenas si las de Andrés no hubieran sido mucho mejores, pero las celebró con el mismo entusiasmo. Tenían por delante cien días sin clase para ellos solos, y en los primeros parecían tan perdidos, tan incapaces de gestionar tantas horas de ocio absoluto, que de vez en cuando hasta se atrevían a declarar que estaban aburridos. Sara, que los llevaba con ella a la playa por la mañana, les tomaba el pelo cuando les veía dar vueltas por la urbanización a media tarde, y procuraba acostumbrarse a la idea de que la dejarían sola cuando acabaran de hacer sus propios planes.
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