Array Array - Los aires dificiles

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—Te vas a arrepentir de esto, Juan –le advirtió después de un rato, los labios

firmes, los ojos secos–. Te vas a arrepentir de haberme hecho esto. Seguro que

te vas a arrepentir. ¿Qué te apuestas?

Aquél fue su último desafío, pero lo ganó con facilidad, como había ganado todos

los demás. Porque Juan Olmedo no volvió a estar a solas con ella hasta que la

encontró tumbada en un arcén de la antigua carretera de Galapagar, cubierta con

una de esas mantas gruesas, pardas, que usa la Guardia Civil de Tráfico para

ocultar los cadáveres, y entonces aprendió que nunca había sabido lo que era

estar arrepentido.

Un levante optimista, moderado y valiente, precipitó el verano a mediados de mayo, infiltrando en los cuerpos una alegría salada de brazos al aire y mejillas tostadas por el sol que contaba como una victoria sobre la incertidumbre tenaz de todos los inviernos. En el Sur, la llegada del calor es siempre una certeza, una garantía de estabilidad, una espontánea demostración científica que empieza y termina en los dos puntos. La ambigüedad que vuelve locos a los percheros durante meses de intermitencia, de los abrigos a las cazadoras, de las cazadoras a las chaquetas gordas, de éstas a las finas y de vuelta a los abrigos para empezar otra vez, cesa abruptamente, sin flexibilidad, sin transiciones, con el primer golpe de calor verdadero. A partir de ahí, sólo habrá calor y, para matizarlo, apenas un aire benévolo, refrescante, extranjero, u otro más difícil, más seco y cargado de desierto.

El cuerpo de Juan Olmedo celebró el verano antes de que su cerebro tuviera tiempo para ordenarle que lo hiciera. Eso fue al menos lo que pensó él cuando logró identificar por fin el insistente hormigueo que desataba olas nerviosas, amortiguadas pero incesantes, un milímetro por debajo de la piel de su nuca, de sus piernas, de sus brazos. Era un jueves por la tarde y no estaba cómodo mientras conducía de vuelta a casa por una carretera que el sol hacía brillar como un espejo. Tenía calor. Se quitó la chaqueta, encendió el aire acondicionado del coche, y la situación mejoró, pero no lo suficiente. Pasó el resto de la tarde procurando cansarse. Regó las macetas, ordenó su mesa, reorganizó el trastero, colgó en orden y en el tablero de la pared todas las herramientas que se habían

ido dispersando por la casa durante los últimos meses, vació las papeleras,

transportó un par de bolsas de basura hasta el contenedor y, después del último

viaje, renunció a un paseo casi nocturno por la playa para dirigirse directamente a

la mesa del teléfono.

La ATS desempleada se puso muy contenta de oírle. En las últimas semanas

apenas había recurrido a ella tres o cuatro veces, siempre por compromisos

sociales relacionados con compañeros del hospital, esas cenas de fraternidad

laboral a las que se había ido acostumbrando y en las que al final se divertía

aunque su convocatoria le diera más bien pereza, exactamente igual que le había

ocurrido siempre antes, en Madrid. Pero esas citas casi rutinarias de algunos

viernes, algunos sábados, no eran el único aspecto en el que su vida se estaba

estabilizando, un proceso cuya dirección principal le asombraba tanto que el

propio asombro le impedía disfrutarlo completamente, porque una desconfianza

súbita, tan antipática como si fuera ajena, un regalo envenenado de otro tiempo,

de otra memoria, le impulsaba a dudar de todo cuanto le ocurría cuando se

quedaba solo, desposeyendo a su tacto, a su olfato, a sus ojos y sus oídos, de la

facultad de confiar en sí mismos.

Fue la necesidad de recuperar ese control, la fe de sus sentidos, lo que le empujó

aquella noche hacia Sanlúcar, y ella le guió a través de un camino de tierra

apisonada que le resultó sorprendentemente extraño cuando se dio cuenta de que

no hacía ni ocho semanas que lo había recorrido por última vez.

Sin embargo, los neones que ejecutaban una previsible secuencia de destellos

sobre el tejado lo recibieron como viejos amigos.

—¡Dichosos los ojos! –Elia improvisó un pequeño papel de novia dolida y

abnegada cuando lo vio venir desde la barra–. Ya creía que se te había tragado la

tierra.

—Si quieres me voy –contestó él con mucha calma, sólo después de llegar a su

lado.

—No. Mejor quédate.

Pasó del enfurruñamiento a un desaforado acceso de cariño en un instante, y

Juan, aun sin querer, empezó a comparar su simpleza, una sabiduría superficial

de gestos rentables y bien aprendidos, con la entregada codicia de Maribel, esa

intuición suicida del abismo que la favorecía incomparablemente incluso en la

distancia, y hasta delante de una mujer más joven y que estaba más buena que

ella. Mientras Elia ronroneaba y se enroscaba a su alrededor, le echó un vistazo al

local, que estaba lleno como no solía estarlo los jueves. Será el levante, concluyó

para sí, y entonces, y porque al mismo tiempo no había dejado de pensar en su

amante, aprovechó la imprescindible pausa que impuso la llegada de las copas

para deshacer el abrazo de aquella chica y acodarse con los dos brazos en la

barra, de cara al bar, antes de hacerle una pregunta en el intranscendente tono

de las ocurrencias.

—¿Conoces a un tío de mi pueblo que se llama Andrés y le llaman el Panrico

porque antes era repartidor de pan de molde?

Ella le sonrió con una esquina de la boca y entornó los ojos un momento, como si

le hubiera estado esperando.

—Sí, claro que le conozco –contestó–. Pero no le llamaban así por ser repartidor

de pan de molde, sino porque estaba muy bueno.

—Ya, en fin, es lo mismo –Juan sonrió, ella le devolvió la sonrisa–. ¿Y no estará

aquí, por casualidad?

—Siempre está aquí. Viene casi todas las noches. A tomarse una copa, solamente,

no creas.

Suele estar tieso, no tiene trabajo fijo, aunque de vez en cuando engancha algo y

organiza unas que para qué… Es ése de ahí, el que está apoyado en la columna,

¿lo ves?, el de la camisa rosa.

Juan Olmedo le miró sin sospechar que el objeto de su observación llevaba ya un

rato observándole. El hombre que le devolvía una mirada tan directa como la que

recibía de él tendría poco más de treinta años, el pelo rubio oscuro, un cuerpo

mediano, ni delgado ni musculoso, y ese tipo de cara de muñeco grande, cejas

muy dibujadas, ojos redondos, nariz pequeña, labios carnosos, que es tan

frecuente entre los modelos publicitarios.

Se había hecho demasiado mayor para seguir cargando airosamente con esa cara

de seductor adolescente, pensó Juan, mientras calculaba que debía de ser más

bajo que Maribel y que, en consecuencia, su cabeza no debía llegar mucho más

allá del nivel de sus propios hombros. Lo justo para impresionar a una niña de

once años. Y sonrió, para que él volviera la cabeza y dejara de mirarle.

—Te estás follando a su mujer, ¿no?

Aquel comentario le sobresaltó, y ella se dio cuenta. Por eso bebió un trago largo

de su copa, y meditó su respuesta antes de hablar.

—Primero, no es su mujer. Segundo, a él no le importa una mierda con quién esté

follando o dejando de follar. Y tercero…

Sí, me la estoy follando, ¿qué pasa? Llegó a componer esa frase en su cabeza,

pero no la dijo, porque se acordó a tiempo de las cautelas de Maribel, esa

precaución severa y universal que le desconcertaba tanto, sobre todo porque se

parecía mucho a la vergüenza que ella tal vez hubiera podido esperar de él, y que

él no sentía, pero que sin embargo a él nunca se le hubiera ocurrido esperar de

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