Array Array - Los aires dificiles
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—Pues… –ella le miró con esa sonrisa odiosa que quería decir yo sé que tú sabes que yo sé que follas con otras, y tú sabes que yo sé que tú sabes que follo con otros, y mira qué bien, qué estupendos, y qué perversos, y qué maduros somos, y qué bien nos lo pasamos, y él sintió un deseo repentino, brutal, de partirle la cara de una hostia–, la verdad es que no. No mereció la pena. Contigo me lo habría pasado mejor. Tú eres con el que mejor me lo paso, ya lo sabes. Intentó cogerle la mano por encima de la mesa pero él la retiró a tiempo.
—Estás celoso, ¿eh?
No quiso contestar a esa pregunta, pero la llegada del camarero disfrazó su
silencio, que se hizo más denso, más llamativo, cuando se marchó.
—Por el amor de Dios, Juan –siguió Charo después de un rato–.
Parece mentira que después de ocho años no tengas todavía las cosas claras, que
te den ataquitos, como a un crío. No sé lo que te pasa, estás muy raro
últimamente.
Juan sirvió vino en las dos copas y siguió callado, no sólo porque no tenía ganas
de hablar, nada que decir, que repetir ya, a aquellas alturas, sino porque además
se dio cuenta de que aquella noche Charo digería mal su silencio, de que estaba
poniéndose nerviosa, a punto quizás de cometer un error.
—En realidad, bien mirado, es lógico que tengas celos –ella siguió hablando con
un acento calculadamente despreocupado, un remedo de ingenio frívolo,
mundano, como si quisiera quitarle importancia a lo que iba a decir–. En el fondo,
es como si tú fueras mi marido, porque, la verdad, hace tanto tiempo que no me
acuesto con él…
—Vete a la mierda, Charito.
Había hablado bajo, en realidad hablaba consigo mismo, pero no tanto como para
que ella no le hubiera oído con nitidez.
—¿Qué? –Charo le miraba con ojos desorbitados, más furiosa que asombrada–.
¿Qué has dicho?
Juan Olmedo se levantó sin precipitarse, sacó un billete de diez mil pesetas de su
cartera, lo depositó encima de la mesa con un gesto tranquilo, controlado, y elevó
la voz.
—He dicho que te vayas a la mierda –ella enrojeció, los comensales de las mesas
más próximas los miraban con interés, el camarero que les traía otra botella de
vino se detuvo con el brazo levantado en el aire, congelado en el ademán de
enseñársela–, Charito.
Cuando salió del restaurante miró el reloj. Veinte minutos después, el timbre de
su puerta empezó a sonar sin interrupciones, como si alguien hubiera apoyado el
dedo en él con todas sus fuerzas. Charo, despeinada y llorosa, con un aspecto
mucho peor que el peor con el que Juan la hubiera visto nunca, intentó meterle
un billete de diez mil pesetas en la boca antes de abalanzarse contra él con los
puños cerrados, para empezar a pegarle sin calcular la dirección de sus golpes,
chillando como un animal feroz, pero asustado.
—¡Tú me dejarás a mí cuando yo te diga! ¿Te enteras? –tenía el rímel corrido,
empastado con las lágrimas en un engrudo negruzco que se desparramaba en
líneas verticales sobre sus mejillas, se le caían los mocos de la nariz, escupía las
palabras a gritos, como si sus dientes fueran a salir despedidos tras ellas de un
momento a otro–. ¡Cuando yo te lo diga, me dejarás! Cuando yo quiera, imbécil,
cabrón, imbécil, ¿qué te apuestas?, sólo cuando yo quiera…
Él no fue capaz de frenarla, de detenerla, de obligarla a recapacitar, a
recuperarse, a reunir las últimas hebras que le quedaban de aquella chica tan
guapa y tan especial que tenía labios de caramelo cuando él la besaba en los
semáforos de Francos Rodríguez después de hacer su turno en la panadería, pero
tampoco pudo sujetarse a sí mismo, no logró oponerse, resistirse al deseo que
crecía en cada ataque, en cada rasguño de sus uñas, en cada mordisco, en cada
bofetada.
Él, que la había deseado tanto en lo mejor, sintió que la deseaba todavía más en
lo peor, y no la inmovilizó para neutralizarla, sino para partirle la cara de una
hostia, y ella se echó a reír en vez de devolvérsela, y él entonces la besó, y la
abrazó, y la acarició, y la poseyó desde un lugar donde no había estado nunca
antes, sintiendo que el suelo se abría debajo de sus pies para que una sima
honda y rojísima le reclamara con la voz cantarina de una madre joven, inocente,
y aceptó que no quería hacer nada sino caer, hervir en el magma precipitado y
denso de aquel infierno sucio, helado, donde Charo le estaba enseñando a
despreciarla, para que Juan Olmedo aprendiera que nunca había sabido lo que
era despreciar a nadie hasta el momento en que empezó a despreciarse a sí
mismo.
Y sin embargo, la quería. La seguía queriendo. Ferviente, incondicional,
desesperadamente, tal y como la despreciaba, la quería, y la quería para él, y la
quería para siempre, todavía. Sin comprenderlo, sin controlarlo, sin poder
creérselo, la quería, pero estaba muy cansado, agotado, arruinado, exhausto,
incapaz ya de dar un paso más, de tender otra vez una mano hacia ella. Por eso
fue Charo quien empezó a moverse, a humillarse más, a trabajar más, a mostrar
más interés por conservarle.
Juan no la entendía, pero ya estaba acostumbrado a no entenderla, y la veía dar
vueltas y vueltas a su alrededor mientras aparentaba que no pasaba nada, que
estaban muy bien, que tenían algo, y que ese algo era bueno, sin intentar siquiera
recobrar la mirada de antes, la inocencia de aquel pardillo que se había disuelto
en los ojos rapaces que anticipaban, con la sagaz malevolencia del rencor, cada
uno de los movimientos de aquella mujer que le instalaba en la soledad más
completa cuando le hablaba, cuando le tocaba, cuando se acostaba a su lado.
El final llegó sin hacer ruido, discretamente, sin señales, sin presentimientos.
Estaban en la cama, dispuestos a dormir, ella se quedaba a dormir con él muchas
veces entonces, derrochando sobre su indiferencia aquel don del sueño que tan
arteramente le escatimaba antes, cuando era para él un bien absoluto, y le
hablaba de sus otros amantes para espolearle quizás, para intentar devolverle
siquiera la vitalidad sincera y dolorosa de los celos.
—Damián no sabe nada –él ni siquiera la miraba, quizás por eso eligió aquel
momento para contárselo–. Él sólo sabe lo tuyo.
—¿Qué? –Juan se incorporó en la cama, se volvió hacia ella, la agarró de un
brazo–. ¿Cómo que lo mío?
—Pues eso, lo tuyo. Bueno, que seguimos liados no, pero que tuvimos algo sí lo
sabe.
—¿Y cómo se enteró?
—Porque yo se lo conté, un día que me sacó de quicio. Él lo ha hecho siempre,
siempre, desde el principio, siempre ha andado enrollado con unas y con otras,
sin disimular, sin cortarse un pelo…
Aquella noche, Juan Olmedo no pudo dormir, porque aprendió que nunca, nunca,
ni siquiera cuando Charo cerró la puerta a sus espaldas por primera vez, había
llegado a saber lo que era estar verdaderamente solo.
—No puedo más, Charo –se despidió de ella en el desayuno, mirándola de frente,
sin titubear, sin esconderse–. No puedo más.
Esta vez va en serio. No pienses en volver, no me llames, no te molestes en
prepararme un número nuevo porque ya no puedo más. No puedo seguir contigo.
No puedo.
Charo se dio cuenta de que estaba hablando en serio, porque no lloró, no chilló,
no se desnudó, no se abalanzó sobre él, ni intentó arrastrarle a la cama.
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