Array Array - Los aires dificiles

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Mientras Ramón Martínez estrujaba su memoria, la de Sara le puso un nombre en los labios. —¿Nicanor?

—¡Justo! Nicanor, eso es. ¿Cómo lo sabes?

—Porque Tamara y Alfonso me han hablado de él alguna vez –hablaba despacio, explicándose con una cautela instintiva–. Es verdad que es policía, y también que es amigo de la familia. Sobre todo del hermano de Juan, del padre de la niña. —Bueno, pues no lo parece. No parece un amigo, quiero decir. Más bien lo contrario. Me breó a preguntas, ¿sabes?, y mirándome atravesado, entornando los ojos de mala manera, porque, la verdad, yo no tenía ni idea de la mitad de las cosas que quería saber. Me preguntó sobre todo por el tonto, Alfonso se llama, ¿no?, que si iba a algún centro, que si dónde estaba, que si lo llevaba su hermano o iba en autobús, que si era público o privado, que si solía estar en casa los fines de semana, que si lo cuidaba alguien… Pues no lo sé, le dije yo, porque era la verdad, que no lo sabía. Que va a alguna parte, a un colegio o algo así, pues sí, porque a veces lo he visto esperando el autobús, pero de todo lo demás, ni idea… Él lo apuntaba todo en un cuadernito, y cuando terminó, me le quedé mirando y pensé para mí, éste tiene que ser un hijo de puta de muchísimo cuidado. Bueno, pues como si me hubiera leído el pensamiento, porque me largó un rollo del copón, que si no podía anticiparme nada pero aquella conversación podía llegar a formar parte de una investigación oficial, que si no había ningún motivo para que me preocupara pero quería recordarme que mi deber cívico era colaborar con él, que si esto y que si lo otro, y que si las responsabilidades y las obligaciones y la cooperación y la rutina policial y la hostia en verso… Total, que no le contara a nadie que había venido ni que había estado hablando conmigo.

Eso fue lo que me dijo, en resumidas cuentas, pero poniéndose al final en plan amiguete, que eso fue casi lo que más me molestó.

Y yo, la verdad, pues de entrada me acojoné, qué quieres que te diga, porque

estas cosas es lo que tienen, que de entrada acojonan.

Pero he estado unos días pensándolo y… —Has venido a contármelo. —Pues sí. Porque, no sé…

No es que yo no me fíe de nadie, no es eso, tú lo sabes, pero fue todo muy raro. Yo ni siquiera estaba seguro de que ese tío fuera policía de verdad, porque podía ser todo un lío, ¿no?, una trampa, hasta un truco para entrar un día en casa de los Olmedo a robar, yo qué sé. Y hasta sabiendo que es verdad, pues… Que sea policía no significa nada, porque los hay buenos y malos, como de todo. El caso es que a mí el Nicanor éste no me gusta. No me gusta un pelo.

Y me jode que un tío como él, sólo por tener ese oficio que tiene, pueda ir por ahí

metiéndose en la vida de la gente, sin motivos, sin papeles, sin dar explicaciones.

Si pasa algo, pues que lo diga, y si no dice nada, pues será que no pasa nada,

¿no?, eso digo yo, por lo menos…

El café se había quedado frío en las tazas; pero se lo bebieron igual, sin hablar, y cuando terminaron, Sara Gómez Morales sentía una presión nueva y agobiante encima de los hombros.

—¿Y no hizo nada más? –preguntó entonces, asumiendo explícitamente una responsabilidad que no había buscado–. ¿No entró en la casa, no dejó una nota para Juan, no se le ocurrió preguntar por la niña, ir a buscarla, nada? —No. Yo creo que vino solamente a localizarlo, y más que a él, a su hermano, pero que no quería que supieran que les ha localizado. Pero no sé por qué. Por eso te he dicho al principio que a lo mejor es una cosa importante, pero a lo mejor no. Ése igual no vuelve por aquí en su vida, vete a saber, y lo único que quiere es la dirección, para escribirles una carta, notificarles un embargo, una multa, o algo por el estilo. Ya sé que parece un poco raro, pero qué va a querer la policía con el pobre Alfonso, si no. Será una herencia, o una cosa así, ¿no?, eso he pensado yo, porque otra cosa, con un retrasado por medio, pues tú me contarás, qué van a investigar… Y si el tío es así de chulo siempre, pues a lo mejor es que no sabe tratar a nadie de otra manera, que no me extrañaría, porque a esa gente le pasa eso, que son así y tienes que aguantarlos te guste o no, pero por cojones, vamos… Ahora, que lo que no entiendo es que, si de verdad los conoce, no se fuera derecho a verlos, o a decirles en persona lo que fuera. No sé, yo le he dado muchas vueltas y no se me ocurre nada más. Y el caso es que, cuando se marchó, salí a la puerta de la oficina a despedirle. Tenía el coche aparcado en la misma acera, un poco más allá, así que no le quedó más remedio que pasar por delante de mí para volver a salir a la carretera. Iba con una mujer, una chica joven, rubia de bote, que llevaba un vestido de playa de esos desteñidos, con flecos por abajo, y la cara colorada por el sol, así que era verdad que estaban en Chipiona, o donde fuera, pero de vacaciones, eso seguro.

Y yo no tengo confianza con tu vecino como para contarle una cosa así, pero creo

que convendría avisarle, aunque a lo mejor es ponerle nervioso para nada, o ni

siquiera eso, porque igual él ya sabe que ese tío le anda detrás, y hasta para

qué…

La verdad es que no tengo ni idea.

Por eso he pensado que lo mejor era contártelo a ti, que le ves mucho más, que

sabes mucho más de él. Así que tú verás lo que haces.

Aquella frase hecha resonó en los oídos de Sara como una profecía, y fue

acertada. Estaba tan aturdida por el peso de aquellas noticias que, cuando Ramón

se levantó, le costó trabajo reaccionar, levantarse para acompañarle. Tal vez por

eso no se dio cuenta de que, al terminar de hablar, él parecía sentirse todavía

incómodo, como si su propio discurso le hubiera sonado un tanto forzado, incluso

sospechoso, poco convincente.

Pero eso sólo lo comprendió después, cuando Ramón, ya en el umbral de la

puerta, se volvió y no quiso despedirse todavía.

—Yo nací aquí, en este pueblo, ¿sabes?, pero mi madre nació en Benalup, como

toda su familia.

Benalup de Sidonia. ¿Te suena?

–Sara negó con la cabeza y se preguntó a qué venía todo aquello–.

Antes se llamaba Casas Viejas.

Eso te sonará más, ¿no?

—Sí –y entonces empezó a entender–, claro que me suena.

—Al pueblo le cambiaron el nombre, de la vergüenza que les daba lo que habían

hecho allí, pero a mi familia no pudieron cambiarle los apellidos, y eso que sólo

dejaron vivas a las mujeres. Y no es que yo esté traumatizado, que haya hecho

una promesa, que sueñe con la venganza ni nada por el estilo, pero no colaboro

con las fuerzas del orden porque no me sale de los cojones colaborar. Igual me

equivoco, no te digo que no, pero no colaboro.

Sara Gómez Morales miró a Ramón Martínez, le sonrió, le cogió de las dos manos,

se las apretó y le dio las gracias. Luego, llenó hasta la mitad una copa del mejor

coñac que tenía en casa y regresó a la misma butaca donde había estado

sentada. Durante la siguiente hora y media sólo se levantó una vez, para rellenar

su copa con una cantidad más discreta.

Cuando salió a la calle, comprendió que hacía demasiado calor para dar un paseo

por la playa, pero necesitaba moverse, y volvió sobre sus pasos para coger las

llaves del coche. Había bebido bastante, y sin embargo no sentía el menor

síntoma de ebriedad. Las dudas, y una inquietud repentina, tan parecida al miedo

que no acertó a bautizarla con otro nombre, la mantenían concentrada y

despierta. Así condujo hasta El Puerto, dio la vuelta y siguió conduciendo hasta

Sanlúcar, sin hallar ningún camino durante tantos kilómetros.

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