Array Array - Los aires dificiles
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aprender.
La pérdida de aquel hijo que no había buscado, que no había previsto, que ni siquiera deseaba hasta que cedió a la imperdonable debilidad de convertirlo en una trinchera, le dolió mucho más de lo que ella misma habría considerado razonable. Aquel proyecto injusto y egoísta que, una vez deshecho, se complacía casi malignamente en condenar con una dureza que quizás ni siquiera merecía, encerraba mucho más que una accidental promesa de maternidad. Ésa había sido su ocasión para romper el cerco, y se había malogrado por sí sola, como si no existiera en el mundo ninguna baraja en la que sus cartas no estuvieran marcadas desde antes de su nacimiento. El guión de su vida nunca fue tan escueto, tan obvio, tan certero. Sara Gómez Morales, vida prestada, hija de más, madre de nadie, nada del todo, no llegaría a ser ninguna otra cosa durante el resto de su vida.
Echaba de menos a Vicente.
Mucho. Muchísimo. Sus brazos y sus palabras, los viajes y las citas, las rupturas y las reconciliaciones. Había tenido siempre tan pocas cosas que nunca había aprendido a despedirse de ninguna. Llegaría a echar de menos hasta el sabor de la decepción, la compañía de sus propias lágrimas, el intermitente escalofrío de aquellas ilusiones truncadas que hasta en el instante de disolverse se afirmaban capaces de renacer de sus cenizas.
Tras las pacientes y enigmáticas sonrisas con las que había tratado de calmar la perplejidad de su padre, la inquietud de su madre por el destino del niño equivocado que no quiso crecer hasta el final, había menos soberbia y más esperanza de lo que parecía. Ella no contaba con Vicente, pero seguía estando enamorada de él, y aquel niño era su hijo, y con esos tres simples elementos, las posibilidades de la ecuación eran infinitas. Y sin embargo, cuando Vicente vino a buscarla, no pudo marcharse con él, porque sin haberla convertido en nadie distinto de quien había sido siempre, la derrota la había arrasado por dentro, le había arrebatado la fe, había confundido sus números, le había robado las palabras, la había cambiado para siempre. Echaba mucho de menos a Vicente. Se arrepentía de haberlo echado de su vida y sin embargo sabía que no existía otro camino, que no habría podido hacer otra cosa, que no le quedaban fuerzas para reengancharse a la decepción como forma de vida, que de la ceniza estéril de la ilusión no nacería nada ya, excepto ceniza.
Cuando sus ahorros comenzaron a agotarse, se convenció de que ya estaba recuperada también por dentro y empezó a buscar trabajo. No encontró gran cosa. Tenía treinta y cinco años, un montón de humildes diplomas por correspondencia pasados de moda y ninguna titulación superior, un perfil que empeoraba sorprendentemente sus posibilidades con respecto a la última vez que cambió de empleo, como si en los nueve años que habían pasado desde entonces, las universidades hubieran explotado igual que una máquina de hacer palomitas para llenar de licenciados las aceras y las casas, las empresas y las fábricas. Se quedó con el puesto mejor pagado pero más incómodo, una plaza de contable en las oficinas de una gran superficie comercial de horario continuado
que la obligaba a reciclarse constantemente, sacrificando un sábado tras otro a sucesivos cursos de informática aplicada, y a cambiar de turno cada semana. Ésa fue la única novedad reseñable de su vida hasta que la salud de su padre, aquel hombre que una vez fue tan fuerte que, pese a su condición de enfermo pulmonar crónico, se seguía manteniendo en unas condiciones aceptables, empeoró definitivamente.
Arcadio Gómez Gómez murió en la primera madrugada de 1984. Sara pensó que la muerte había escogido una buena fecha para él, porque estuvo consciente casi hasta el final y pudo despedirse de todos sus hijos y de casi todos sus nietos, un privilegio que no hubiera estado a su alcance si su agonía no hubiera coincidido con las vacaciones de Navidad. Sebastiana se hundió de tal manera, sin embargo, que no aceptó siquiera el consuelo de su propia familia. En contra de lo que sus propios hijos podían prever, se encerró en su dormitorio y desde allí les fue advirtiendo a todos, uno por uno, que ella no vería otra Nochevieja, que no empezaría ningún año después de aquel que la había dejado viuda. Se equivocó, pero por muy poco.
Sólo sobrevivió a su marido dieciséis meses. Sara se la encontró muerta en su cama una mañana de abril, las sábanas en orden sobre el cuerpo y una expresión plácida en la cara, los ojos cerrados, los labios entreabiertos, como roncándole a la muerte. En la mitad de la noche, su corazón había dejado de latir pero no había querido despertarla. Aquel final limpio y amable, secreto y compasivo, era el mejor que ella habría podido desearle y sin embargo en un primer momento le pareció cruel, y más duro que esa agonía larga y seca que había desmenuzado sin prisa ni piedad las últimas semanas de vida de su padre. Ante el cadáver tranquilo, imprevisto, de esa mujer sin vocación de viuda que había logrado salirse con la suya, Sara empezó a temblar, los dedos de sus manos agitándose solos en el aire, las rodillas blandas, desarticuladas, buscándose entre sí, mucho calor de golpe, y luego frío. Cuando se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse, se sentó en el borde de la cama, en ese lado que su padre también había dejado huérfano al morir, y el mareo la venció, jugó con ella, desordenó sus sentidos en una náusea que le pareció eterna y lo fue casi. Después, mucho después, pudo llorar. Ya había llamado al trabajo, ya había avisado a sus hermanos, ya venía de camino el coche fúnebre, pero aún estaba sola en casa. Entonces, sin saber muy bien por qué, fue a la cocina, se sentó en una silla, apoyó los codos en la mesa, se tapó la cara con las manos y lloró, por su madre y por su padre pero también por ella misma, por el sufrimiento que los había separado y por el que los reunió después, por los cuentos que nunca le habían contado y por los que había escuchado a cambio de otros labios, por aquel diminutivo tan feo que nadie usaría ya para llamarla y por aquel otro que nunca había vuelto a oír, por las estaciones del metro de los domingos y por las rayas verdes y negras de un mandil de pescadero, por las trampas y los túneles de una memoria doble y mentirosa, por las arcadas de la Plaza Mayor en blanco y negro, por las aceras de la calle Velázquez a todo color, Sara lloraba. Por la suerte de sus padres, tan negra, tan injusta, y por su propia suerte, que había sido peor, Sara
Gómez Morales lloró durante mucho tiempo.
En el vértigo confuso y narcótico de los primeros días, entre el barullo de las visitas inesperadas y el programado hachazo de las pastillas para dormir, se preguntó muchas veces por qué aquella segunda muerte la estaba afectando tanto, y mucho más profundamente que la primera. Ella siempre se había parecido más a su padre. Tenía el mismo carácter, el mismo orgullo terco e inservible, la misma ira fermentando dentro, entre los pliegues de un estómago torturado, harto, insensible ya, incapaz de albergar tanta rabia con cada dosis del aire que respiraba. Había heredado las palabras y los silencios, la voluntad, la determinación de Arcadio, y con ellas, el derecho a sufrir más, y a no contarlo. Le habría ido mejor con el carácter de su madre, pensaba a veces, más flexible, más blando, más austero también en el fondo, por debajo de las apariencias. Sebastiana se adaptaba mejor a los golpes, pero también a las caricias del destino. En ella, el odio era una exigencia del amor. En su marido, el amor había sido siempre una manifestación del odio. Y sin embargo, los dos se habían querido igual, y se habían querido hasta el final. Sara, que sólo había querido de prestado, se asombraba al comparar su biografía de camas de alquiler y secretos culpables con la simplicidad apabullante del amor de sus padres, que en toda su vida no habían hecho más que una guerra y la habían perdido, pero habían sobrevivido juntos a la derrota para morirse sin sospechar que aquélla era una manera de vencer a la historia con sus propias armas. Ella los quería a los dos, a cada uno a su manera, pero quizás siempre un poco más a su igual, a su padre. Se había sentido culpable muchas veces por esa mínima preferencia que sus actos y sus gestos no llegaron a revelar jamás, y sin embargo, su duelo por Arcadio había sido más breve, más fugaz, y su recuerdo un dolor extenso e íntimo, agudo y ancho, irreparable pero misteriosamente activo, que no llegó a paralizarla como lo logró la muerte de su madre.
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