Array Array - Los aires dificiles

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Aquel momento llegó muy pronto, pero los niños no dejaron de contar con ella. No les veía tanto como el verano anterior, y sin embargo su relación con ellos mejoró, porque aparte de seguir recurriendo a su, tradicional mecenazgo para hacer cosas que no podían hacer solos, empezaron a invitarla a que los acompañara cuando no la necesitaban, estableciendo una dinámica que acabó arrastrando también a Juan Olmedo, e incluso a Maribel, a una placentera vorágine de cine de verano, partidos de voleibol playero y funciones de teatro improvisadas en un jardín.

Junio fue bueno. Julio, mucho mejor de lo que Sara se había atrevido a esperar y

que la mayor parte de los meses que recordaba.

En el centro de lo que cada vez se parecía más a una extravagante sociedad, la

irregular familia de seis miembros que se habían adoptado los unos a los otros en

casi todas las direcciones posibles, con la libertad de las decisiones arbitrarias y

por el puro deseo de estar juntos, ella se convirtió en el peso que equilibraba

todas las balanzas, en el juez que dirimía los conflictos de intereses, en la

organizadora de los planes más complejos, y se divertía –igual en la playa y en–la piscina, en el cine y al pie de la barbacoa, en el salón de juegos recreativos

donde Andrés y Tamara morían una y otra vez en lucha desigual con los

extraterrestres y en las largas sobremesas que Juan y ella apuraban a solas, con

una copa en la mano.

La vida parecía fácil, y además lo era en aquel blando calendario de citas

espontáneas y planes imprevistos, en los gestos de afecto y las risueñas

conversaciones sobre las que, algunas veces, ella creía percibir un ingrediente de

más, una razón aglutinante y oculta, una sombra que se repartía para flotar por

igual sobre todas sus cabezas y marcarlos con la señal de un pasado común,

como una convalecencia universal e imprescindible donde la generosidad que

todos, incluso los niños, derrochaban para complacerse entre sí, naciera de una

feroz determinación a escapar de su propia soledad, a curarse en compañía y

mutuamente sus heridas. Cuando Sara se encontró pensando así, se dijo que a la

fuerza tenía que equivocarse, que no disponía de ningún motivo para atribuir a

sus vecinos, a sus amigos, a los legítimos miembros de su familia adoptiva, las

conclusiones a las que la empujaba su propia historia. Y sin embargo, en la

primera semana de agosto sucedió algo que la heló por dentro.

El pueblo se había puesto imposible de gente, de coches, y de colas interminables

en los bares, en las gasolineras, en las tiendas, pero eso no echó a perder su

humor.

Ni siquiera lo logró el levante que, sin acabar de decidirse a entrar del todo, había

desencadenado el infierno completo, insoportable, de sus asfixiantes

prolegómenos.

Por eso, la sonrisa con la que recibió a Ramón Martínez, aquel agente de la

inmobiliaria con el que había trabado una amistad peculiar un año antes, al

comprar su casa, fue genuinamente sincera, a pesar de que había elegido la hora

de la siesta, la peor en un día tan caluroso como aquél, para llamar a su puerta.

—¡Hombre, Ramón! –exclamó al verle–. Pues sí que has escogido un buen día

para venir a tomarte una cerveza… Y una buena hora, por cierto.

—Sí –él parecía encogido, nervioso, y no sonrió ante aquel recibimiento–. Tendrá

que ser más bien un café.

—Claro –Sara ya se había dado cuenta de que aquella visita no era ni espontánea

ni informal–, y estás de suerte, porque lo acabo de hacer. Pasa y siéntate, anda.

Ahora mismo lo traigo.

A solas en la cocina, mientras preparaba la bandeja, Sara intentó adivinar qué

podría haber pasado para que Ramón hubiera ido a verla con esa cara. Cada vez

que se encontraban, con menos frecuencia de la que podría esperarse de los cien metros escasos que separaban la oficina de la inmobiliaria de la puerta de la urbanización, ambos insistían en que deberían verse más, quedar a tomar una copa y hablar un rato. Pero él, que no tendría más de treinta y cinco años, y un horario laboral agotador, y una casa donde vivían una mujer y dos hijos pequeños que apenas le veían de noche, solía andar con muchas prisas y algún cliente al que convencer entre caña y caña, y Sara, que lo sabía, procuraba no agobiarle. Aquella tarde, en cambio, cuando dejó la bandeja en la mesa y se sentó justo enfrente, él la miró como si no tuviera nada más importante que hacer que hablar con ella.

—¿Qué pasa, Ramón?

—Verás… –cambió de postura varias veces, echándose hacia delante para recostarse luego en el sofá mientras buscaba algún lugar donde poner las manos– . Es que ha pasado una cosa que yo no sé si es importante o no, y… Bueno, llevo un montón de días dándole vueltas, y al final… Tiene que ver con tu vecino de enfrente, ese médico, Olmedo se llama, ¿no?, pero como casi no le conozco… Tú tienes confianza con él, ¿verdad? —Sí. Nos hemos hecho muy amigos.

—Por eso he pensado en contártelo a ti, porque a mí me cae bien, la verdad, es muy educado, parece buena persona y eso, pero, en fin, no sé… Contigo sí tengo confianza, y si al final es algo importante, pues… Es mejor que tú decidas si se lo cuentas o no –hizo una pausa, como si estuviera esperando a que Sara comenzara a hacerle preguntas, pero ella no le interrumpió–. Bueno, voy a intentar contártelo todo en orden. El viernes pasado, creo que fue, sí, el último de julio, ¿no? –Sara asintió con la cabeza–, vale, pues vino a verme Jesús, el guardia de seguridad que acabamos de contratar, tienes que haberlo visto por aquí, ¿no? –Sara volvió a asentir–. Entonces te habrás dado cuenta de que es un chico muy joven, que acaba de empezar a trabajar y todavía no se maneja muy bien, como es lógico. Y te advierto que teniendo en cuenta lo que pasó luego, pues casi mejor.

El caso es que se había puesto nervioso porque había un tío merodeando alrededor de la puerta y cuando se acercó a ver qué quería, empezó a hacerle unas preguntas bastante raras sobre un tal Olmedo. El chaval no sabía ni de quién le estaba hablando, y vino a buscarme para que me entendiera yo con él. Era un tío de unos cuarenta y tantos años, alto, tirando a gordo, bastante calvo, con gafas de sol, y esa pinta que tenéis siempre los de Madrid cuando venís por aquí, tú al principio también, no te me ofendas… —O sea –Sara sonrió– que iba vestido de blanco.

—Pues sí. Con unos pantalones de esos arrugados que tienen un cordel en la cintura, una camiseta granate y una americana igual de arrugada que los pantalones.

Llevaba hasta playera, blancas también, pero iba de duro. Me di cuenta sólo con oírle, porque tenía un acento muy achulado. Bueno, todos los de Madrid habláis así, pero éste más, como exagerando la chulería, como si las palabras le dieran

asco…

—Ya, ya sé lo que dices.

—Bueno, pues me preguntó si el doctor Olmedo vivía aquí y le dije que sí, pero como no me gustó mucho su pinta, le pregunté para qué le buscaba. Me dijo que era amigo suyo, amigo de la familia, me parece que dijo exactamente, y que estaba pasando una semana de vacaciones en Chipiona y se le había ocurrido venir a ver si le encontraba. Entonces le di el número de la casa, le expliqué cómo funcionaba el portero automático, y le comenté que seguramente él estaría trabajando pero que solía llegar pronto, a las seis, más o menos, por si quería quedarse a comer por aquí y esperarle. Ahí empezó el tío a hacer cosas raras, porque me preguntó directamente si había algún sitio donde pudiéramos hablar a solas. Le llevé a mi oficina y me dijo que era policía. Amigo de la familia pero policía. Ah, muy bien, le contesté, porque cada uno puede tener los amigos que quiera, y donde quiera, ¿no?, y de repente, sin que se lo pidiera, me enseñó una carterita donde llevaba un carnet, y una placa, moviendo la muñeca, así, ¿ves? – imitó el ademán un par de veces–, como los polis de las series de televisión. Tenía un nombre muy raro. Parecido a Nicolás, pero más raro, Nicomedes o Nico algo… ¡Joder! Se me ha olvidado, ¿te lo puedes creer?

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