Array Array - Los aires dificiles
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Luego se levantó, cogió el bolso, llegó hasta la puerta, la abrió y la cerró con cuidado, sin hacer ruido, sin dar señal alguna de cólera, de rencor, de tristeza, y le dejó solo, para que Juan Olmedo aprendiera que nunca había sabido lo que era estar solo.
Él no confiaba en que la naturaleza de aquella soledad le compensara por la brutal extinción de su sueño, pero la certeza de que había hecho lo único correcto imprimió una cierta armonía en su vida durante algún tiempo. A lo largo de los dos últimos años, había conseguido que todos sus cálculos, todos sus planes y proyectos, consideraran la figura de Damián desde el ángulo más conveniente de los posibles. El más lejano.
Juan, que había pensado en todo, no pensaba en su hermano. El marido de Charo era un estorbo, un fleco, un inconveniente molesto pero residual, un cretino que no se la merecía. Aquel hombre, a quien él había querido, a quien había pertenecido tanto, se había ido desvaneciendo como un muñeco de nieve en la soleada primavera de su impaciencia. Entonces le pareció justo. Él la había visto primero, la había amado primero, había sufrido más, seguía sufriendo, y uno de los dos tenía que quedarse fuera. Le tocaba a Damián pero sería él, otra vez él, él siempre, él todavía. Juan Olmedo ya sabía que nunca se reconciliaría con su hermano. No quería, no podía, no le apetecía, no tenía razones para hacerlo. Pero situarse al margen de su futuro, de su futuro con Charo y esa hija común y accidental que había vuelto a unirlos al menos en el ánimo del amante de su madre, devolvió a su vida una cierta armonía, y el vulgar equilibrio de lo razonable. Durante algún tiempo. Demasiado corto.
Ella lo sabía. Sabía que él se ahogaba, que se estaba ahogando, tenía que saberlo, que no podía andar por la calle sin buscar a cada paso mujeres que se le parecieran, que no podía decir nada sin sentir que sus palabras la buscaban por las calles, que no podía dormir sin verla en sueños, que sus ojos la soñaban por su cuenta cuando estaba despierto, que no podía más, que todo le daba lo mismo ya, todo, su marido, su futuro, su embarazo, porque nada le importaba, ninguna cosa. Llevaba más de tres meses sin verla a solas y viéndola entre los demás, cien días sin tocarla, sin besarla, sin oír su voz sabiendo que nadie más que él la escuchaba, un centenar de mañanas, un centenar de noches circulares e idénticas, enganchadas a la exasperante lentitud de la desesperanza. Las verdades absolutas no prosperan en el yermo jardín de los desesperados. Las verdades absolutas no sacian el hambre, no calman la sed, no concilian el sueño quebradizo y breve de los condenados. La verdad es siempre relativa en la agonía
nocturna y solitaria de los moribundos. El Dios de los adolescentes se lleva
consigo sus verdades y su absoluto cuando los abandona a su suerte. Y ella lo
sabía. Él vivía ya a merced de la verdad más relativa, colgado del hilo de la
esperanza más frágil, encadenado a la repetición de las hipótesis más
improbables, cuando Charo, que tenía que saberlo, llamó al timbre de su puerta
una mañana, mientras él todavía vaciaba sus bolsillos sobre la mesa del salón.
Eran las nueve menos cuarto y acababa de salir de una guardia.
—Hola –le dijo, como si acudiera a una cita y contara con que él la estaba
esperando–. Hoy sí que voy a dejar que me invites a un café.
Llevaba un vestido de algodón naranja bastante escotado, con un corte debajo
del pecho y el resto suelto, la falda muy corta, las piernas muy morenas, el
embarazo insinuándose apenas alrededor de la cintura, estaba a punto de entrar
en el quinto mes y no había engordado mucho, nunca lo haría, cumplía a
rajatabla el régimen que le había impuesto el ginecólogo porque era demasiado
coqueta para hacer otra cosa, aunque a ella le gustaba explicar que lo hacía por
el niño.
Estaba muy guapa además, con esa redondez tensa y carnosa que hace brillar la
piel y dulcifica los rasgos de las embarazadas, y llevaba los labios pintados de un
tono intermedio, un rojo anaranjado tan distante del peligroso marrón del
homicidio como del rosa palidísimo de la maternidad.
—Pues no estoy nada bien, no creas –recostada en el sillón, con la falda
desplegada como la corola de una flor tropical sobre sus muslos del color de las
tartas de yema tostada, controlaba su cuerpo, su postura, sus ángulos, con la
misma sagacidad, la misma estupenda astucia que antes, sin caer en la amorfa
flojedad que suele inducir en las mujeres el cambio de su centro de gravedad–.
He dejado de fumar, por supuesto, y estoy muy nerviosa.
Contenta, pero muy nerviosa. Es lo normal, ¿no? Bueno, pues tu hermano no lo
entiende. Dice que le da miedo acercarse a mí, que le da mucha dentera mi
barriga. Y en cualquier otro momento me daría igual, de verdad, ya lo sabes tú, lo
que me importa a mí tu hermano, pero es que estoy muy nerviosa, en serio, y por
eso he pensado…
Vamos a ver, Charito. ¿Qué te apuestas a que a tu cuñado no le da dentera tu
barriga?
En aquel instante, abrumado, avasallado, estupefacto como estaba, tuvo ganas de
aplaudir, de cubrirla de olés, de gritar bravo, de sacar el pañuelo y hacerlo ondear
en su honor, igual que en los toros, en el teatro, en el fútbol.
Le habría pedido un bis, se lo merecía, por lista, por audaz, por irreductible. Le
habría gustado demostrarle de alguna forma cuánto había admirado aquella
escena, pero no lo logró, porque sus pies le empujaron hacia ella y se limitó a
hacer lo que tenía que hacer. Como un buen chico. Y aquella mañana, mientras
descubría que Charo le gustaba tanto sin cintura como con ella, Juan Olmedo
aprendió que nunca había sabido lo que era tener miedo.
No se trataba de lo que estaba haciendo, sino de lo que podría llegar a ser capaz
de hacer. Él, que había recurrido tantas veces, y tan alegremente, a la expresión
«cualquier cosa» para ponerle un complemento directo a aquella incógnita, a veces se daba cuenta de que no se trataba solamente de palabras, y sucumbía a un instante de terror, como el que le paralizó cuando, de rodillas en la cama, atrajo a su cuñada hacia sí y la penetró despacio, con los ojos fijos en su vientre abultado, que de repente le parecía tan dulce como una loma blanda, cubierta de césped, y entonces ya no escuchó la voz de Elena, aquella novia a la que dejó por ella, sino su propia voz, pero qué haces, Juan, qué estás haciendo, piensa en lo que estás haciendo, es que te has vuelto loco o qué, pero cuándo te has vuelto loco, y sintió miedo, y placer, y más miedo, y más placer.
—¿Te habías follado ya a alguna embarazada? –le preguntó ella, porque le gustaba mucho hablar al principio. —No. Eres la primera de la lista. —¡Ah! Pues lo haces muy bien. Eres muy cuidadoso. —Siempre soy muy cuidadoso contigo.
Él la quería. Tramposa, mentirosa, confundida y hasta ruin, como era a veces, la quería, y la quería para él, y la quería para siempre.
Su amor le bastaba, le consolaba, le alimentaba y le absolvía de sus errores, de su ansiedad, pero le daba miedo. Le aterraba pensar en el tiempo, pero también en los límites. Había vuelto con ella en la mitad de su embarazo y ni siquiera lo habían hablado, no se le había ocurrido pedirle explicaciones, ella no se las había dado, no había insinuado siquiera el tema de aquella nefasta e inconcebible reconciliación, porque no hacía falta. Bastaba con que hubiera llamado a la puerta, con que hubiera creado la situación precisa para que él asumiera toda la responsabilidad, toda la culpa de lo que estaba sucediendo. Ése era el fruto más oscuro, y el más luminoso, de una habilidad tan depurada que parecía congénita. Después de la primera vez, aquella imprescindible exhibición de temeridad, ella cargaba el arma, pero era él quien disparaba, por más que nunca llegara a sentir la presión del gatillo en la yema del dedo. Charo aparecía, se le sentaba enfrente, le miraba a los ojos y se exponía a que él la rechazara porque sabía que eso jamás iba a ocurrir, que Juan jamás podría ordenar a sus pies que caminaran en una dirección distinta a la que su propia aparición había trazado. Y cuando se marchaba, le dejaba a solas con su propia miseria, con su propia y profunda indignidad de títere, con la inconsistencia de sus propósitos y esa caducidad humillante de la voluntad que también es amor, pero no es buena. Le aterraban los límites, esa repentina incapacidad para sujetarse, para controlarse, para comprender qué le había ocurrido, cómo había podido llegar al punto en el que estaba y saber a la vez, hasta sin comprenderlo, que aquello no había hecho más que empezar, que el final estaba lejos, más allá de un eterno calvario de estaciones intermedias que le conducirían hacia un lugar donde tal vez ni siquiera su amor lograría salvarle de la degradación, de la definitiva e irrevocable demolición de todo lo que había querido ser, de todo lo que era. La mañana del día en que nació quien iba a ser su sobrina, Charo se comportó de una forma extraña después de entregarse con la misma convicción, la misma
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