Array Array - Los aires dificiles

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de los dos sabía que les quedaban tan pocas, papá entró en su cuarto a

medianoche, y la encontró despierta, y se tumbó en su cama, y le dio muchos

besos, y le pidió perdón, y no le explicó por qué, de qué quería ser perdonado, y

ella tampoco se lo preguntó, pero le devolvió sus besos uno por uno, se acurrucó

entre sus brazos para quedarse dormida a su lado, y entonces él pagó su perdón

con un secreto.

Andrés seguía dándole vueltas, cada vez más lentas, más cansinas, a la pista,

mientras la última luz del atardecer se volvía incapaz de perfilar ya los contornos

de los edificios, y Tamara sintió el hielo, ese goteo lento y doloroso de agujas

heladas que se clavaban una por una en todas sus vértebras como si pretendieran

suplantar su esqueleto con un espinoso alambre de escarcha, pero no se engañó.

La noche no tenía la culpa. Ella conocía bien el hielo de aquel secreto. Por eso se

levantó, se sacudió el polvo de los pantalones con energía, cogió su bicicleta y

esperó a que Andrés se pusiera a su altura para dar la última vuelta con él.

—Me voy –le dijo.

—¿Sabes volver sola a casa desde aquí?

Ella asintió con la cabeza, movió una mano en el aire para despedirse, y por el

camino, decidió que no iba a contarle a Juan que había conocido al padre de

Andrés, porque no le apetecía que él se quedara mirándola con esos ojos que

veían a veces a través de los suyos, porque no quería que intentara explicarle el

mundo con palabras que, dirigidas en apariencia al padre de otro, acabaran

juzgando al suyo con dureza, porque sabía que delante de su tío era mejor no

hablar de papá, no mencionarlo siquiera. No sabía por qué, pero lo sabía. Él

nunca había hablado con ella de ese tema, pero pensaba que, al final, cuando

todo se estropeó, su padre se había mostrado en realidad como había sido

siempre, y no al contrario. Ella nunca le había escuchado decir eso, pero sabía

que lo pensaba, y que no tenía razón.

Juan era bueno y ella le quería, siempre le había querido, con un amor distinto al

que sentía por su madre, sin la fervorosa pasión que le inspiraba su padre, y

siempre mucho menos de lo que él parecía quererla a ella. Eso también lo sabía, y

esa seguridad la animaba, la sostenía cuando recordaba todo lo que había

perdido, porque Juan era lo único que tenía, lo único que le quedaba. Por eso

decidió no contarle nada, pero él estaba esperándola en la puerta de la

urbanización, asustado por la hora, las nueve menos cuarto, y le preguntó dónde

había estado, y a ella no se le ocurrió decirle otra cosa que la verdad.

—Es que nos hemos encontrado con el padre de Andrés, y nos ha invitado a una

coca–cola, y se nos ha hecho tarde, y eso…

Él no comentó nada al principio. Caminaba a su lado, sin mirarla, la vista fija en el

cielo, en las azoteas de las casas, y sólo cuando sacó la llave para abrir la puerta

se decidió a preguntar.

—¿Le conocías ya? –ella le miró como si se hubiera perdido–.

Al padre de Andrés, digo.

—No. Nunca lo había visto.

—¿Y cómo es?

—Muy guapo, guapísimo –Juan se echó a reír, y Tamara siguió adelante, dispuesta a explotar la variante menos peligrosa de su curiosidad–. En serio, es guapísimo, pero increíble de guapo, de verdad.

Y eso que Andrés se le parece, ¿sabes? Se le parece pero como en feo. O sea,

que al principio no me he dado cuenta, pero luego, mirándolos a los dos juntos,

pues…

No sé, tienen como el mismo aire.

Y es mala suerte, ¿verdad?, porque Maribel también es guapa, y sin embargo él…

Juan, que solía defender a Andrés incluso cuando nadie le atacaba, por razones

que Tamara no acababa de entender, se puso un delantal y empezó a freír las

patatas antes de hacerlo esta vez.

—Pero Andrés no es feo.

—Sí que lo es –protestó ella–.

Hombre, feo feo de dar miedo no, pero está tan flaco, con esas piernas que

parecen palillos, y ese pelo espantado que tiene, por mucho que se lo peine con

colonia, y esa cara de pajarito… No sé, no creo que se parezca a su padre de

mayor, desde luego.

—Nunca se sabe –insistió Juan, pendiente de la sartén, siempre de espaldas a

ella–. La gente cambia mucho con los años.

Pasó un momento por el nido para enterarse de los resultados del examen de la

recién nacida y luego fue derecho a ver a Charo.

La encontró limpia y tranquila, sonriente, bien peinada, y muy favorecida por los

volantes de un camisón blanco con cintas de tono rosa pálido que había escogido

sólo después de enterarse de que el bebé era una niña. Mientras admiraba su

perfecta imagen de madre de estreno, sonrió él también, al darse cuenta de que

aquélla era la primera vez que la veía vestida en una cama.

—¿Has ido a verla?

—Sí. Y está estupendamente.

Sanísima y muy mona.

—¿Y Damián?

—Ha ido a buscar a mi madre, no creo que tarde mucho.

En ese momento una enfermera entró con una cuna de paredes transparentes

que dejaban ver la cabeza morena y redonda de un bebé dormido, muy arropado,

que acaparó de inmediato sus miradas, toda su atención.

—Es muy guapa, ¿verdad? –le preguntó ella después de un rato, cuando volvieron

a quedarse solos.

—Sí que lo es –asintió Juan–, pero lo que no entiendo, entre tú y yo, es por qué

habéis tenido que ponerle un nombre tan hortera.

—¡Pero si no es hortera!

–Charo se incorporó con cierta vehemencia, se resintió del movimiento, y se

volvió a dejar caer sobre la almohada con más cuidado–.

Es… exótico.

—Lo que tú digas.

—¡Pues claro! ¿Qué nombre le habrías puesto tú, a ver?

—No sé Juan se quedó un momento pensando–. María, seguramente. O Inés. O

Teresa. O Almudena.

—Como la patrona.

—Sí.

—¡Joder, qué fino te has vuelto, macho! Juan se echó a reír al escucharla y ella

prosiguió en el mismo tono burlón, malicioso–.

Cualquiera diría que eres de Villaverde Alto. De todas formas, tendrías que

habérmelo dicho antes, ¿sabes? Al fin y al cabo, hay motivos de sobra para tener

en cuenta tu opinión.

—No te preocupes. Voy a ser tan buen padrino como si le hubiera escogido yo

mismo el nombre.

—No –Charo le miró con los ojos muy abiertos y una sonrisa distinta, más pálida–.

Al final, el padrino va a ser Nicanor.

—Pero si me dijo Damián…

—Sí, Damián quería que fueras tú, pero yo le he quitado la idea de la cabeza.

Sería demasiado, ¿no?, que fueras su padrino –apartó la vista de él para

concentrarla en el embozo de la sábana, y pellizcó la tela varias veces antes de

volver a mirarle con una expresión muy seria, cautelosa–. Ya es bastante con que

seas su padre.

La primera reacción de Juan Olmedo fue no creerse una palabra de lo que

acababa de escuchar.

Después, recuperó la misma sensación de asombro, de miedo, de culpa, de

imbecilidad, que le había sobrecogido muchos años antes, aquella tarde en la que

se estaba aburriendo tanto que se le ocurrió coger el juego de química que

dormía en el maletero de su armario, y no miró las instrucciones porque ya era

mayor, porque en el instituto siempre aprobaba la química con sobresaliente, y

estuvo experimentando un rato hasta que se despistó, y mezcló dos ácidos con

una base y con el contenido de un bote blanco sin identificar que no era lo que

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