Array Array - Los aires dificiles
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—Cuando sale por ahí –él también sabía enfadarse– y se está toda la noche fuera
de casa, no.
—¡Ah, vaya! Ya llegamos a donde íbamos… Pues para tener once años, hablas
igual que una vieja, ¿sabes?
—¿Y si me da un ataque de algo y me muero cuando ella no está?
—¿Y si te atropella un coche al salir del colegio, qué? ¿Es que va a salir tu abuela
a resucitarte?
A eso no había sabido qué responder, y ella había aprovechado su desconcierto
para pasarle un brazo por el hombro y seguir hablando, enumerando esa clase de
verdades que a ella le gustaban, y que también le habrían gustado a él si las
cosas, que son como son, y son porque sí, no se obstinaran a veces en
convertirlas en un puñado de mentiras burlonas.
—Tu madre es mucho más que tu madre, Andrés. Es ella misma además, ¿no te
das cuenta? Es una mujer muy joven, muy alegre, tiene derecho a vivir deprisa.
Tiene muchos años por delante para calmarse, para cansarse, para dormir.
Y tú sabes muy bien cómo vive, cuánto trabaja, y lo sola que está para ocuparse de ti, para sacarte adelante. Ésa es una responsabilidad enorme, y ella no puede compartirla con nadie. No es malo que intente divertirse, al revés. Tú puedes pensar lo que quieras, pero estoy segura de que una mujer amargada, aburrida, triste, sería mucho peor madre que ella.
—Sí, sí –había aceptado él, moviendo tristemente la cabeza–, si ya sé lo que me estás diciendo, tú siempre dices siempre lo mismo… Pero aquí las cosas no son así. —¿Aquí dónde? —Aquí.
—No, Andrés –estaban sentados en el balancín, columpiándose muy despacio, y ella estrechó la presión para convertirla en un verdadero abrazo antes de seguir hablando–. Las cosas son iguales en todas partes, porque en todas partes hay personas que piensan de una manera y personas que piensan de otra, y eso es lo que importa, ¿no lo entiendes?, lo que las personas piensan, lo que las personas sienten… Y tú tienes que procurar pensar en lo que tú sabes, en lo que tú sientes, y no en lo que vayan diciendo los demás.
—Pero no se puede pensar mal de la gente que le quiere a uno –había objetado él.
—Claro que se puede –ella le había llevado la contraria con suavidad–. Porque el cariño no es una garantía de nada. Tu abuela, por si estás pensando en ella, por ejemplo, puede quererte mucho y estar equivocada en todo, y al final, y sin querer, hacerte daño.
Él la había entendido, siempre la entendía, comprendía el sentido, el significado de las palabras que Sara derramaba sobre él con dulzura y con cautela, como gotas de un bálsamo que escuece sobre una herida abierta que no llega a curarse del todo, y conserva la memoria del picor más allá de los primeros indicios de bienestar. Porque nunca había podido dejar de ser egoísta, nunca había logrado renunciar a compadecerse de sí mismo, nunca había llegado a afrontar a su abuela con la cabeza alta, ni a comprender, ni siquiera a perdonar, las ausencias de su madre.
Tampoco había sabido nunca qué era lo que hacía ella exactamente, qué era lo que buscaba por las noches, por los bares, por los cuerpos de los hombres, sin encontrarlo jamás. Y sin embargo ahora, cuando estaba más que convencido, casi seguro, de que ella representaba escenas parecidas a las de las películas con el tío de Tamara, resultaba que, por fin, tenía una madre igual que las de los demás, una madre que ya no se molestaba en maquillarse, ni en ponerse esos vestidos ceñidos que a él le disgustaban tanto, para ir de paseo, o a la compra, una madre con la que sentarse en el sofá a ver la televisión todas las noches de la semana, una madre que no se daba golpes con los muebles ni maldecía espesamente su suerte a cada rato, una madre que andaba derecha por la calle y miraba por encima del hombro a los que se atrevían a soltarle un piropo, una madre que ahorraba para comprarse un piso, una madre que había encontrado algo que él no conocía, que no comprendía, que no estaba ni siquiera seguro de que fuera a
gustarle de verdad si algún día lo descubría, pero que había permitido, pese a todo, que él se sintiera al fin tranquilo, y hasta, de alguna extraña manera, orgulloso de ella.
Aquella primavera fue cálida y serena, desconocida y limpia, y a su luz empezó a cambiar también la realidad de las cosas. Andrés se acostumbró deprisa a una seguridad nueva, y a medida que sus hombros se fueron descargando de la responsabilidad de cuidar de su madre, se irguieron sin que él se diera cuenta. Siempre le había gustado Juan Olmedo, siempre le había caído bien, y hasta había envidiado a Tamara por estar a cargo de alguien como él, un hombre que sabía hacer las cosas y hacerlas fáciles, a tiempo y sin equivocarse, sin que nadie tuviera que preocuparse anticipadamente por sus errores, sin que nadie se sintiera obligado a pagar el precio de sus decisiones.
Después de los primeros momentos de confusión, de los celos súbitos, frenéticos, que le inmovilizaron entre dos coches, en la puerta de una venta, empezó a calcular las ventajas de su nueva situación, y más allá de la flamante paz doméstica que no sabía muy bien a quién agradecer, empezó a valorar aquella insospechada conquista de su madre como un éxito personal. Una tarde, cuando iba en bici a una papelería para comprar un bloc de papel milimetrado y una regla de acero de 60 centímetros, distinguió a lo lejos la figura de su padre, que estaba apoyado en un coche, con una cerveza en la mano, delante de la puerta del bar de su mejor amigo, y sintió que sus hombros no se encogían, que no se encorvaban como antes, y ninguna cosa más, ni nostalgia, ni temor, ni tristeza, ni vergüenza. Esa insensibilidad sorprendente, repentina, y tan radical como la indiferencia, no aceleró la marcha de su corazón, no frenó la velocidad de sus piernas, ni corrigió hacia abajo el ángulo de su mirada. Andrés sólo se aseguró de que aquel hombre que se llamaba igual que él tuviera tiempo para reconocerle. Después, sin darle la oportunidad de huir, torció por una bocacalle y se atrevió a esquivarle. Y su cara en ningún momento cambió de color.
El padre de Andrés era un hombre muy guapo. El hombre más guapo que había visto en su vida. Eso, y que su amigo había tenido mala suerte, fue lo que pensó Tamara cuando lo conoció.
Su profesor de dibujo se estaba poniendo imposible. Cada vez les exigía materiales más sofisticados, más específicos, más difíciles de encontrar en esos bazares del centro que funcionaban a la vez como papelería y como librería, como quiosco de prensa, como puesto de chucherías, como tienda de regalos, como juguetería y hasta como estanco, y que así nunca tenían mucho de nada. Ella pensaba ya que tendría que convencer a Juan para que la llevara en coche a Jerez o al Puerto, cuando Andrés le dijo que él sabía dónde podría encontrar una regla de acero y un bloc milimetrado de formato A3. La única papelería técnica del pueblo estaba en un barrio que ella no conocía, una zona de bloques regulares de ladrillo rojo entre aceras ajardinadas con árboles tan jóvenes que apenas
levantaban un metro y medio del suelo. Llegaron hasta allí en bicicleta, al salir de clase, pedaleando despacio y en paralelo por el paseo marítimo. Parecía que los dos se hubieran puesto de acuerdo en disfrutar del sol, pero al llegar a la altura de los bloques rojos, Andrés aceleró, y como si quisiera ganar una carrera, enfiló en solitario la primera calle de aquel barrio. Por eso no vio al hombre que levantaba el brazo derecho en vano, para intentar detenerle cuando pasó por delante de un bar. O eso creyó Tamara al menos, que no lo había visto y que tampoco había escuchado su nombre, y entonces aceleró ella también, hasta alcanzarle en un semáforo en rojo.
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