Array Array - Los aires dificiles

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Andrés, al menos entonces, porque en aquel momento, mientras su madre y el tío

de Tamara volvían al mismo tiempo las cabezas hacia fuera, a la izquierda uno, a

la derecha otra, para mirar en direcciones mutuamente opuestas, él comprendió

que no se había equivocado, que al mirarse, antes, los dos se habían puesto de

acuerdo en algo, y que también estaban de acuerdo en no querer que nadie lo

supiera.

—Es que he quedado con unas amigas –Maribel reaccionó enseguida–. Me toca

invitar, como es mi cumpleaños, pues, ya sabe…

—Yo, si tú quieres, os acompaño –ofreció Juan, con cara de pena–, pero la

verdad es que ya me había hecho a la idea de irme a casa a dormir la siesta.

Sara se echó a reír y les advirtió que no les necesitaban. Eso era verdad, que

nunca habían necesitado a nadie más para pasárselo bien, que se divertían mucho

los cuatro, y sin embargo, Andrés estuvo a punto de echarse para atrás después

de despedirse de su madre con un beso, entre dos coches.

—Va usted a su casa, ¿no?

–le preguntaba ella a Juan, y él asentía–. ¿Le importa dejarme en la mía?

—Claro que no.

—Le voy a obligar a dar un rodeo…

—No importa –él sonrió–, no tengo prisa.

Entonces Sara le llamó, vamos, Andrés, y él volvió la cabeza para comprobar que

Alfonso y Tamara se habían sentado ya en el asiento de atrás mientras la puerta

del copiloto seguía abierta, esperándole, y a él le apetecía mucho ver aquella

película, era el que más empeño había puesto en ir a verla el verano anterior, y

sin embargo estuvo a punto de decir que no iba, a punto de deslizarse por

sorpresa en el interior del otro coche, a punto de advertirle a su madre que

prefería irse con ella a merendar, aunque estaba seguro de que no había quedado

con ninguna amiga. Estuvo a punto de hacerlo, pero el doctor Olmedo fue más

rápido, y él aún seguía inmóvil, detenido entre dos tentaciones, cuando su coche

se puso en marcha mientras Sara le reclamaba a bocinazos, Andrés, ven, corre, a

ver si nos vamos a quedar sin entradas otra vez…

La película le gustó mucho, pero sólo pudo verla a medias.

Atrapado en el rastro de aquel coche rojo, reconoció a su madre en cada actriz,

su rostro en todos los rostros, su cuerpo en todos los cuerpos, y una avidez

figurada, imaginaria, temida, en el ángulo de los brazos abiertos, de los labios

abiertos, de la abierta violencia de las manos y los besos. Sólo tenía doce años,

pero creía saber, conocía unas pocas palabras confusas, y el eco de un misterio

sucio, sin brillo. Tieso en su silla, con la cabeza muy derecha, sin responder a los

comentarios que Tamara deslizaba en su oído de vez en cuando desde su

izquierda, pensaba en su madre, y al pensar en su madre pensaba en su abuela,

en las cosas que le decía, en las frases que pronunciaba, en su asquerosa forma

de chasquear los labios para dejar escapar a medias esa rabia burda, tan ruin, tan

antipática, y agradecía la oscuridad de la sala, porque sabía que estaba colorado

aunque nadie más pudiera darse cuenta.

¿Y qué le importa a ella lo que yo haga, adónde vaya, con quién salga?, le

preguntaba su madre a veces, cuando le encontraba especialmente huraño,

callado, esquivo, y adivinaba a tiempo que su propia madre había vuelto a atacar.

Las cosas ya no son como antes, tu abuela no tiene ni idea de nada, es de otra

época, no le hagas caso…

Eso decía ella y él, entonces, no sabía qué pensar, excepto que las cosas son

como son, ahora y antes, y después, y siempre, y son como son porque sí,

aunque a nadie le gusten, aunque nadie tenga la culpa. Una madre es una madre,

pensaba Andrés, de eso al menos estaba seguro, y de que la suya lo era, y era

buena, porque le quería y él lo notaba, porque podía sentir su amor, podía

tocarlo, masticarlo, respirarlo, y podía envolverse en ella, cerrar los ojos y sentirse

a salvo contra su cuerpo, entre sus brazos, en su calor. Pero su abuela nunca

tenía en cuenta su opinión, ni su experiencia, cuando empezaba a preguntarse en

voz alta qué se le habría perdido a su hija Maribel por esos bares, por esas

noches, por las vidas de esos hombres siempre ajenos que la zarandeaban como

si fuera un trapo, y al escucharla, él se sentía sin fuerzas para defender a su

madre y su propia versión de las cosas y sólo podía pensar en salir corriendo, en

huir antes de que su cara se tiñera de vergüenza, en esconderse en algún lugar

donde nadie pudiera contemplar su color.

Una madre es una madre, y la suya, que al día siguiente iba a cumplir treinta y un

años, le estaba esperando en casa, con la mesa puesta y una cena especial para

los dos solos.

—¡Langostinos! –exclamó, cuando vio la fuente que reposaba sobre la encimera, y

no se fijó en que ella, que correspondía a su entusiasmo con una sonrisa, llevaba

zapatillas, y la cara limpia de maquillaje–. Qué buenos.

—No te habrás cenado ya un par de hamburguesas, ¿verdad? –él la abrazó

negando con la cabeza–.

Bueno, pues espérame un momento, ¿te importa? Voy a ducharme, y a ponerme

ropa de estar en casa, no tardo nada.

Eran las nueve de la noche, y era sábado.

—¿No vas a salir? –preguntó él, sorprendido.

—No –gritó ella a través de la puerta del baño, con una naturalidad aún más

asombrosa.

Andrés no conocía aún la palabra paradoja, pero tampoco la necesitó para

celebrar los singulares efectos de aquella primavera sobre los hábitos de su

madre. Maribel seguía saliendo alguna noche a tomar una cerveza con sus

amigas, pero al despedirse, siempre le decía con su voz de siempre, sin ese

acento agudo que traicionaba antes la falsedad de sus excusas, dónde iba a estar,

y con quién, y casi siempre volvía sobria, entera, y a tiempo de encontrarle

despierto para regañarle por no haber apagado el televisor a las diez y media,

como le tenía dicho que hiciera.

Entonces, Andrés se acordaba de otras noches, otra voz pastosa, ronca, que

intentaba tranquilizarle de madrugada, cuando la luz se filtraba ya por los

resquicios de las persianas echadas, recordaba aquellas frases dificultosas, lentas,

como un murmullo apenas enhebrado de palabras inconexas, soy yo, hijo, me he

dado, hijo, con la cómoda, duérmete, hijo, soy yo, y recordaba a su madre

entrando en su cuarto con los zapatos en la mano, ay, cómo me duelen los pies,

tumbándose a su lado, a ver, que te dé un beso, quedándose dormida junto a él

sin haber llegado a desvestirse siquiera y tapándose los ojos por la mañana, el

maquillaje reseco y cuarteado como un charco de barro seco, la pintura de los

ojos corrida, la de los labios coloreando la barbilla, el pelo revuelto y esa sed

insaciable de las resacas.

—Eres muy egoísta, Andrés –le había dicho Sara la única vez que se atrevió a ser

sincero con ella, unos meses antes, durante las vacaciones de Navidad.

—No –respondió él, muy serio–.

La egoísta es mamá.

—No veo por qué.

—Pues porque es mi madre, ¿no?, y yo no le pedí nacer, ¿no?, y ella me trajo al

mundo porque quiso, ¿no?, y su obligación es ocuparse de mí, ¿no?

—Claro. ¿Y qué pasa, que no se ocupa? –y Sara levantó la voz, y le miró de

frente, como si estuviera enfadada con él–. ¿No te da de comer, no te compra

ropa, no te lleva a un buen colegio, no está pendiente de ti, de lo que tú

necesitas?

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