Array Array - Los aires dificiles
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dejarla apoyada en la pared, y no la soltó–. Yo estoy loco por ti, y tú lo sabes. Que no haya… podido… arreglar esto no cambia las cosas. Yo estoy loco por ti – repitió–, y tú lo sabes.
Y lo peor de todo es que era verdad, que ella lo sabía. Y sabía que Vicente González de Sandoval era mucho más que un hombre débil. También era un amante concienzudo, convincente, exhaustivamente generoso, y un compañero de viaje divertido, y un calor necesario, y un buen tipo, admirable en muchas cosas, adorable en muchas otras, y el novio que ella siempre había querido tener. Por eso, aunque lo intentó, no pudo dejarle. Por eso, y porque cuando lo veía aparecer con las manos temblonas, más pálido que nunca, más encogido aún dentro de su camisa que la última vez que ella le había advertido que ya no podía más, el corazón le decía que no iba a poder gobernarse, controlarse, arrancar de sí misma una necesidad imperiosa, frenética, de ir hacia él, que era amor, y era gloriosa, y era nefasta, y era gloriosa otra vez, y todo al mismo tiempo. Entonces, antes o después, aparecían dos billetes de avión, y todo volvía a empezar desde el principio. Primero fue Nueva York. Luego El Cairo, Berlín, Buenos Aires, Estambul, La Habana y, por fin, Atenas, donde Sara Gómez Morales no logró desayunar sin contratiempos ni una sola mañana. Estaba embarazada. No podía creérselo, pero eso decían los papeles, grisáceos ya a fuerza de desdoblarlos, y estirarlos, y estrujarlos, y volver a doblarlos, en los que constaban los resultados de sus dos análisis, el primero, que iba a dar negativo y dio positivo, y el segundo, que iba a dar negativo también, porque el primero a la fuerza había tenido que ser un error, y que se obstinó en volver a dar positivo. Durante el intervalo, Sara, incapaz de aceptar que el olvido de una simple pastillita amarilla pudiera precipitar semejante catástrofe, se encontró paralizada, bloqueada, y tan ajena a cualquier perspectiva inmediata como si todo aquello le estuviera sucediendo a otra persona. Por eso no quiso pensar, ni hablar con nadie, y cuando hizo, sola y entera, todas las gestiones necesarias para abortar, no fue consciente de estar tomando siquiera una decisión. Efectivamente, no había llegado a tomarla. Sin pensarlo, sin hablarlo, sin analizar su situación ni siquiera para sí misma, se estaba limitando a interpretar su papel, a respetar la conducta del arquetipo que le había sido impuesto por una fuerza hostil y superior, a dar un paso más en el guión vulgarísimo y archisobado de una vida tan previsible que a la fuerza tenía que parecerle propia, la más auténtica, la única real. En aquel punto convergían los collares de perlas de doña Sara, y el capote vuelto del revés de Arcadio Gómez, y el delantal con el que Sebastiana intentaba ahorrarse la fealdad del mundo en vano, y la fea resistencia de la señora de González de Sandoval, y la debilidad de carácter de su marido. Todos ellos sostenían ante sus ojos un decorado antiguo y mal pintado, el perfil de una mujer engañada, explotada, traicionada, abandonada a su humillación con el lastre insoportable de una criatura infeliz, inocente y sin porvenir. Mejor la señorita Sevilla. Sara casi podía escuchar todas sus voces, la agria consistencia de su piedad, la razonable sintaxis del buen consejo que susurraban a coro en sus oídos, mejor la señorita Sevilla, con su cintura de avispa y su eterno diminutivo a
cuestas, un apreciable patrimonio de diademas de plástico y seis pares de zapatos lustrados en el armario, y su destino mediano de mujer medianamente soltera, medianamente capaz, medianamente satisfecha, medianamente feliz. Después, nunca lograría reconstruir con precisión el momento exacto en el que despertó, pero sí estuvo segura de no habérselo debido a ningún beso de nadie. Simplemente, en algún momento que no lograría recordar después, levantó los ojos para mirarse en el espejo de una profesora de taquigrafía, y no se reconoció en su figura, en su aspecto, en las decorosas estrecheces de su horizonte. Miró entonces en otra dirección, hacia la silueta de la pobre desgraciada que habitaba en esas coplas que su madre solía canturrear mientras limpiaba la casa, y encontró aquel espejo igual de mudo, igual de opaco, tan inservible como el otro. Concluyó entonces, con una naturalidad instintiva, pasmosa, que ella no era, no podía ser esa mujer grisácea que llora por las noches mientras mece la humilde cuna de sus pecados, ni la soltera con buena pinta y un modesto guardarropa que masajea sin descanso, y sin quejarse, los pies del marido de otra algunos viernes al mes. Ella no era así, no podía serlo. Jamás se había enfrentado a una verdad tan sencilla, tan evidente, tan absoluta. Ella no era así. No podía ser así. Nunca iba a ser así. Por eso sintió una compañía desconocida en la palma de su mano derecha, el volumen de un rotulador rojo de punta gruesa, las asas de unas tijeras afiladísimas, el peso de una maza, el mango de un martillo, la culata de un fusil, y vio el guión de su vida arruinado y sucio, hecho trizas en el fondo de una triste papelera, y distinguió su futuro saltando por los aires, y sonrió hacia dentro, y sonrió hacia fuera, y se escuchó a sí misma, se acabó, Sarita, se acabó, y lo dijo en voz alta, y habría querido gritarlo, chillarlo, escribirlo en las paredes, se acabó, y no dejó de sonreír, y comprendió que, de verdad, se había acabado. Era muy injusto. Sabía que era muy injusto, pero nadie se había tomado jamás la molestia de ser justo con ella. Sabía que los niños no son del último que llega, que no lo aguantan todo, que no lo soportan todo, pero ella llevaba su casa encima, como una isla, una cabaña, el único botín de un caracol, de un náufrago, y su cuerpo sería esa casa a la que su hijo siempre podría volver con las manos vacías o cargadas de oro. Sabía que corría el riesgo de equivocarse, pero era su propio riesgo, un riesgo que no estaba escrito y que pulverizaría de un solo golpe el futuro mediano que la esperaba.
Sabía que nadie lo entendería, y por supuesto nadie lo entendió, ni sus padres, ni sus hermanos, ni su madrina, a la que Sebastiana acudió como último y extravagante recurso para darle la oportunidad de colgar el teléfono con un gesto violento, terminante. En la empresa tampoco entendieron por qué se despedía con tantas prisas. La última llamada que hizo desde su despacho fue para mentir a Vicente. He abortado, le dijo, y no debería haberlo hecho, ha sido un error, me siento muy mal, no quiero volver a verte. Él, tan abrumado de repente como cualquier hombre, incluso fuerte, ante la mera mención de la palabra embarazo, no encontró nada que decir y ella le dijo adiós, solamente adiós, antes de colgar. Aquella mañana ya lo tenía todo planeado, llevaba semanas haciendo números, emborronando folios con columnas y columnas de cifras que encajaban, que
cuadraban, que se alineaban con una docilidad cómplice y risueña bajo la estricta línea del resultado. Tenía mucho dinero ahorrado porque hacía años que no se gastaba una peseta en sí misma, y un piso nuevo, en la zona de la Vaguada, que había ido amueblando durante los dos últimos años por un vago instinto previsor, mientras esperaba a que sus padres se decidieran a mudarse. Ellos no querían irse a vivir tan lejos, pero no les iba a quedar más remedio que hacerlo porque su hija era ahora la cabeza de familia y dentro de unos pocos meses lo iba a ser mucho más.
Cuando se lo explicó, con una sonrisa que no pretendía encubrir la ferocidad con la que estaba dispuesta a imponer ahora sus propias, inapelables, decisiones, ellos ni siquiera se molestaron en protestar. Aquél era el detalle que menos les preocupaba del incomprensible desafío de su hija.
—Pero por lo menos díselo a él –Sebastiana se estrujaba la cara, se despeinaba y volvía a atusarse los pelos que se le escapaban del moño–. Él es el padre, y tiene dinero, que lo sepa, que te ayude…
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