Array Array - Los aires dificiles
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—Nunca me has contado por qué eres mi igual y mi contrario, Sara –le dijo mirándola a los ojos, sus narices rozándose todavía, antes de que ella deshiciera su abrazo–, por qué eres mi reflejo en un espejo.
Entonces, Sara se separó de él, se recostó contra el cabecero de la cama, tomó aire, fijó la vista en el techo, y se lo contó todo.
Era la primera vez que le contaba su historia a alguien, y sería la última vez que lo haría. Creyó que no sabría por dónde empezar y empezó por el principio, por el miedo de una niña que se llamaba Sebastiana el primer día que fue a trabajar a una gran casa de la calle Velázquez con doce años recién cumplidos. Desde allí, las palabras parecieron encadenarse solas, acudir por su cuenta a unos labios entumecidos, anestesiados por el acento neutro, seco, ajeno, con el que intentaba defenderse de su propia memoria. Él la dejaba hablar, no la interrumpió nunca, no se acercó a ella, ni la tocó, aunque Sara le oía respirar en las pausas, mientras hubo pausas, mientras logró imponérselas, imponerse aquella dureza objetiva a veces, otras incluso levemente irónica, que en algún momento comenzó a doler, a atenazar su garganta, a desecar su boca, necesito una copa, pensó, y no se atrevió a ir a por ella, a detener un relato que codiciaba ansiosamente su final, pero necesitaba una copa, y no fue a por ella, y se vino abajo, y entonces pudo hablar también de sí misma, de la pieza suelta que jamás encajaba en ningún rompecabezas, de su confusión, de su rabia, de su rencor, y nunca había querido
darle pena a nadie, y menos habría querido darle pena a él, y por eso escogió caminos laterales, detalles aparentemente nimios, palabras ligeras, corrientes, desprovistas de la gravedad de los juramentos que perforan los recuerdos, la conciencia, y habló de unos muebles pequeños lacados en blanco, un vestido de seda, una cuerda de tender, una colección de diademas de colores, un manojo de fotos viejas, imágenes descoloridas, su vejez amarillenta, sus bordes dentados, sus picos doblados por el humillante descuido de los años, no fue más allá, no quiso ir más allá, pero su estrategia se volvió contra ella, y un llanto manso y tembloroso, que no la impedía hablar, seguir hablando, que la consolaba con su quietud y la mecía en su ritmo al mismo tiempo, acompañó su discurso hasta el final.
Luego se volvió a mirarle, y creyó distinguir en la penumbra un velo líquido, un rastro de compasión sobre sus ojos. Vicente se incorporó, carraspeó, y se volvió hacia fuera, para coger el teléfono que estaba en la mesilla. —Hola, soy yo, ¿está la señora? –su tono desenvuelto y eficaz, casi frívolo, impresionó a Sara antes de que tuviera tiempo para dejarse impresionar por lo que estaba escuchando–. No, no la moleste, dígale solamente que no puedo volver a casa esta noche porque estoy todavía en Segovia. La reunión se ha complicado y tengo que quedarme a dormir aquí… Sí, sí, ya se lo explicaré yo mañana… Gracias, adiós.
Volvió a colocar el teléfono en su sitio, se dejó caer hasta hundirse entre las sábanas, y abrazó a Sara con un gesto enérgico y desamparado a la vez, la fuerza de sus brazos desmintiéndose en el impulso infantil de colocar su mejilla sobre la de ella y apretar fuerte, hasta que los huesos se dejaron sentir a través de la piel y de la carne.
—Sara, Sara… –murmuró, y estaba emocionado, y se sentía misteriosamente culpable, y no intentaba disimularlo–, Dios mío, Sara… Sara… Ella, que ya pensaba que él podía salvarle la vida, llegó a estar segura de que lo haría mientras los dos disfrutaron en armonía del mismo juego. Desde aquella noche, y hasta que el cansancio de la repetición modificó sus reglas, Vicente González de Sandoval se gastó mucho dinero en complacer a Sara Gómez Morales, en comprarle regalos bonitos e inútiles, en escoger sistemáticamente los objetos, los lugares, los precios más caros, en llevarla de la mano a recorrer con él todas las estaciones del lujo, desde las más vulgares y ostentosas hasta las más delicadas y secretas, y supo envolver cada peseta que se gastaba en un velo limpio, transparente, una simple muestra de amor sin importancia, y jamás negoció con su esplendidez, nunca le pidió nada a cambio de nada. Le gustaba mirarla, observar su capacidad para disfrutar de las cosas que no estaban a su alcance, descubrir poco a poco sus inagotables habilidades, la sabiduría de sus dedos, de sus ojos, de su paladar, el aplomo con el que distinguía la seda natural de la sintética, el armañac auténtico del brandy nacional, y jugar a provocarla, a tentarla, a apoderarse de su voluntad, de su memoria, de sus emociones, cada vez que distinguía un destello de luz en sus ojos al pasar por delante de un
escaparate. —¿Te gusta?
Podía ser un objeto pequeño, insignificante incluso, un bolígrafo, un pañuelo, una agenda, o algo verdaderamente caro, una joya, un bolso de piel de cocodrilo, un vestido de noche, pero él preguntaba siempre con el mismo interés, la misma expresión perversa y adorable asomándose a la vez a una esquina de su boca, y ella también respondía siempre de la misma manera, negando con la cabeza mientras se reía con una risa tonta, infantil, despreocupada, y daba saltitos con los pies juntos, las manos cerradas y hundidas en los bolsillos del abrigo como si pretendiera perforar la tela con los nudillos. —¿Te gusta?
Vicente se pasaba la lengua por el filo de los dientes, se acercaba a Sara, la abrazaba desde atrás, la mantenía sujeta con un brazo, enviaba a su otra mano a convencerla por debajo de la ropa, estudiaba con atención el rostro reflejado en el cristal mientras sus dedos se escurrían dentro de su escote o más allá de la cinturilla de su falda para llegar lejos, cada vez más lejos, hasta que, antes o después, ella se dejaba caer sobre él, cerraba los ojos, ladeaba la cabeza, le ofrecía su cuello, y él lo besaba, o lo lamía despacio hasta llegar al borde de la oreja, y desde allí preguntaba por tercera vez, para contestarse inmediatamente después a sí mismo. —¿Te gusta? Te lo compro.
A veces, las personas que estaban dentro de la tienda llevaban ya un rato observándolos, vacilando entre la complicidad y el escándalo, y otras, en cambio, no se habían dado cuenta de nada. Entonces Sara se sentía aliviada, pero quizás un poco decepcionada también, y si estaban en un local lujoso, con gruesas alfombras y sofás estilo imperio donde se amontonaban los abrigos de visón, y percibía la más leve suspicacia en la mirada del cajero, temblaba ante la clase de comentarios que Vicente haría mientras rellenaba el talón. —Desde luego –solía murmurar chasqueando los labios, como si hablara para sí mismo, como si dejara escapar un comentario trivial y sin importancia–, hay que ver lo cachonda que te pone gastar dinero, hija mía…
Y sin embargo le encantaba oír la coletilla que, apenas un instante después, desarmaría sin condiciones a todos los actores secundarios de aquella escena. —Esto no me lo avisó tu padre, pero si lo llego a saber, no me caso contigo. Después salían a la calle muertos de risa, atragantándose con sus propias carcajadas, y Sara cedía sin esfuerzo a la felicidad que estremecía su cuerpo, ese hormigueo salado y puntiagudo que se infiltraba en su piel, una chispa súbita destellando como un farol desde sus ojos, y aquel rumor crujiente de celofán que parecía desenvolver una vida nueva y fácil, justa y mejor, sólo para ella. Aquella inagotable borrachera de deseos cumplidos y sensaciones agradables no se resentía de las excepciones, ni de los fogonazos de sensatez que la deslumbraban a veces con un resplandor directo, blancuzco y despiadado. Vicente vivía en El Viso, una zona residencial, apartada del bullicio que les cobijaba y les hacía invisibles, una pareja anónima entre miles de parejas
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