Array Array - Los aires dificiles
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cutícula rota en dos o tres sitios, ni el calor instantáneo, analgésico, que
desprendían al posarse sobre su cara, sobre su ropa, sobre su cuerpo, dedos más
fuertes, más poderosos que la confusión de una niña que nunca fue capaz de
presentirlos cuando miraba la realidad en blanco y negro, y no olvidó aquella
intimidad tibia e insólita de sábanas ajenas y ojos abiertos, ni el roce de una piel
gemela, escogida, común, pero tan felizmente consciente en cambio de
pertenecer al otro. Durante años, mientras su vida se confirmaba como un paisaje
árido y seco, despoblado, desértico, se reprochó a sí misma con una dureza
equitativamente disciplinada y estéril no haber vuelto a San Fernando, al cuerpo
de Manuel, aquel lunes que la convenció de que no había pasado nada, y el
martes que llegó después, y el miércoles que nació de aquel martes, y el que
habría sido el primero y el último de los jueves, y otro viernes al fin, cinco tardes,
cinco noches, cinco madrugadas para prolongar el sueño exacto de un amor frágil
y cierto, irremediablemente condenado a morir.
Nunca se arrepintió sin embargo de no haber vuelto después a buscarlo. Cuando
sentía la tentación de hacerlo, de responder con los ojos a las miradas de
inteligencia que recibía algún domingo al mes, desde el otro lado de la mesa,
intentaba mirar a través de Pablo, seguirle hasta su piso pequeño y barato de las
afueras, prolongar sus estallidos de cólera contenida, masticable, en las broncas
que se harían más genuinas, más estruendosas, más feroces, en la muda
presencia de esas macetas que su cuñada no compraba en ninguna tienda, cintas
y geranios, amores de hombre y plantas del dinero que se iban multiplicando de
brote en brote, de esqueje en esqueje, para cambiar de mano en la escalera, en
el mercado, en el vestuario de la fábrica de cerveza donde ella iba a limpiar por
las mañanas, regalos sin precio, gestos espontáneos de cortesía elemental en un mundo a duras penas decoroso, un paisaje de figuras cansadas, hombres muy jóvenes que ya dejaban de parecerlo, mujeres muy jóvenes pero muy avejentadas, y muchos niños, niños que chillaban, y corrían, y lloraban, y hacían ruido, y pedían cosas sin parar, niños que a lo mejor no eran tantos, pero que lo parecían al acostarse en unas literas que no dejaban espacio suficiente para abrir del todo la puerta de un dormitorio demasiado pequeño, al otro lado de los tabiques finísimos, bajo la lámpara que bailaba con sus pisotones en las amontonadas tardes de sábados de invierno, aburridos y lluviosos. Así vivía Pablo, y así viviría su vecino, eligiendo entre el cansancio y la desilusión, una resignada monotonía o la tentación de arañar un poco de placer, un destello de alegría en cualquier parte, a cualquier precio. Sara lo sabía, Socorro se lo había contado muchas veces, de momento le he puesto a régimen, decía, y a ella le daba pena su cuñado Marcelino, el encofrador, que iba a tener que sacarle a su madre diez mil pesetas de la pensión cada primero de mes si quería volver a follar con su mujer. Pero no seas bruta, Socorro, le decía, no puedes hacerle algo así, ¡anda!, contestaba ella, y ¿por qué no?, y ¿qué hago entonces?, ¿me lo quieres decir?, dímelo, si eso es lo que se ha hecho siempre, si es lo único que sirve para algo, lo único que tengo, lo único… ¿Y tú qué?, preguntaba entonces Sara, a mí me importa menos que a él, contestaba su hermana, y además, yo me aguanto, me aguanto, me aguanto y me aguanto…
Ése era el principio del fin, aguantar, aguantar hasta donde se difuminan los buenos propósitos, hasta donde la imaginación se despierta, hasta donde la ira comienza a alimentar más que la cena cuando un hombre muy joven y muy cansado llega a casa de noche para encontrarse dos huevos fritos fríos debajo de un plato y a una mujer, muy joven también, y muy cansada, que le cierra las piernas en la cama.
Peor para ti, dirían entonces, y Sara los podía entender, pero también las comprendía a ellas, que trabajaban igual que sus maridos y encima los tenían que oír chillar porque se habían bebido tres cervezas seguidas y la cuarta no les estaba esperando en la nevera, mujeres que se habían casado antes de cumplir veinte años porque estaban hartas de tener que hacerlo de pie en un cuarto de baño o tumbadas en la tierra del rincón más oscuro del parque de su barrio, y que habían tenido dos, o tres, o cuatro embarazos antes de los treinta, para ver cómo sus maridos ensanchaban, y se cuajaban, y sin dejar de ser jóvenes, se volvían más atractivos que antes mientras ellas pasaban directamente del esplendor al derrumbe, a la piel estriada, a la carne descolgada, a la gordura informe de esas roscas de pan que se iban comiendo ellas solas por la calle, antes de llegar a su casa, por pura ansiedad, mujeres que poseían solamente un arma y abusaban de ella hasta que la cuerda se rompía, porque a veces tenían la suerte de dar con un manso, como el pobre Marcelino, que acababa haciendo todo lo que Socorro le pedía, y así era pasablemente feliz, y la hacía pasablemente feliz a ella, pero a veces no, a veces salían bravos, como Pablo, que resumía toda su filosofía de la vida en una sola sentencia, voy a hacer lo que me salga de los cojones; si no te
gusta, ahí está la puerta. Y detrás de la puerta siempre había una mujer más joven, una chiquita, como ellos dirían, que estaba dispuesta a hacer todo lo que una esposa legítima no tiene por qué hacer, que nunca les decía a nada que no, que aprendía muy deprisa, y les acariciaba, y les halagaba, y les excitaba, y les chupaba, y se dejaba chupar lo que hiciera falta, durante todo el tiempo que hiciera falta, hasta que a ellos se les ocurriera pensar que aquello no sólo salía más barato que una puta, sino que si la chiquita, además, estaba tan entregada, era porque se había vuelto loca por ellos, porque les quería de verdad. Entonces todo empezaba otra vez, desde el principio, pero con una figura de más, un personaje impar, la mujer arruinada y sola, abandonada a su propio odio, que no leía libros ni periódicos, que no tenía televisor, ni idea de que en la otra mitad del mundo había mujeres como ella que reivindicaban los deberes que su marido le había exigido en vano durante años como un derecho propio, una mujer que jamás habría sospechado lo que las jóvenes universitarias del barrio de Salamanca entendían por liberarse, una mujer como su cuñada Pili, aquellas tardes en las que iba a casa de su suegra a llorar, y lloraba para vaciarse, para anularse, para atontarse, para que Sara sintiera que, por mucho que hubiera llegado a odiarla, por muchos libros y periódicos que ella sí hubiera leído y fuera a seguir leyendo, sus lágrimas eran capaces de partirle el corazón, pero no más que las palabras de su hermano cuando la miraba a los ojos para hablarle claro, tengo treinta y tres años, decía, y lo único que he hecho en toda mi puta vida es levantarme a las seis y media de la mañana para trabajar como un cabrón, así que… ¿qué quieres que haga ahora, eh?, ¿qué quieres que haga? Por eso sonrió cuando Vicente González de Sandoval, dedos finos, yemas suaves, uñas cuidadosamente recortadas, reconoció en voz alta que su historia era sórdida, y fea, y apestosa, y se quedó con las ganas de añadir una respuesta más concreta a sus sonrisas, tú no sabes lo que dices, habría querido advertirle, tú tienes la suerte de no haber sabido nunca, y de no ir a saber jamás, lo que es una historia sórdida, y fea, y apestosa de verdad, Vicente.
Todo lo demás había sido fácil, tanto como si perteneciera al destino de otra persona, y no al guión de su vida ardua y trabajosa.
Cuando fue a recogerla para llevarla al restaurante donde su amigo celebraba su despedida de soltero, Vicente fue puntual, y ella se fijó enseguida en que había escogido una ropa muy distinta del traje y la corbata con la que estaba acostumbrada a verle en la oficina, unos vaqueros, una camisa de cuadros y una chaqueta de ante, y apreció aquel gesto, y más aún el de sus ojos, que seguían cosidos a sus piernas cuando se enderezó por fin en el asiento, para que él, mirándola ya de frente, los refrendara con el acento de las exclamaciones irreprimibles, ¡qué guapa estás, Sara! Los novios, que le decían adiós a su estado civil en una cena conjunta, con amigos comunes y sin ritos específicos, como correspondía a su condición de pareja progre que a la mañana siguiente se iba a casar por la Iglesia en una ceremonia casi clandestina, sin más invitados que los padrinos, sin arroz, sin vestido blanco, sin velo, sin ramo de flores, sin chaqué ni traje azul, sólo para no romper definitivamente los lazos con sus respectivas y
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