Array Array - Los aires dificiles

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parecidas en los barrios céntricos por donde se movían, pero la soltaba del brazo para pasar deprisa por delante de algunos restaurantes, de algunas tiendas, de algunos portales concretos. No le explicaba nada, pero ella tampoco le daba importancia a sus prisas, aquellos súbitos cambios de acera sobre los que nunca hizo preguntas, ni comentarios, porque no estaba viviendo una historia completa, sino la primera fase de lo que acabaría siendo una historia completa. Vicente usaba siempre esa palabra las pocas veces que ella se había atrevido a hablar de lo que les estaba pasando, es sólo una fase, decía, esto es una fase, y ella le creía, porque en el fondo todavía le daba igual, porque tenía bastante con lo que él le daba, con lo que él le consentía poseer. Por eso superaba también sin dificultades la soledad de los fines de semana, un estado que tendría que haberle resultado conocido, familiar, y que sin embargo había cambiado de signo en aquella habitación de soltera repentinamente llena de cosas, objetos bonitos, a menudo caros, a veces carísimos, que eran suyos y sin embargo no dejaban de parecerle ajenos, impropios, hasta peligrosos. Pero cuando su joyero, y su armario, y los estantes del cuarto de baño se lanzaban a hablar, a preguntarle qué estaba haciendo, a qué estaba jugando en realidad mientras equivocaba el precio de las cosas, ella recordaba a Vicente y sonreía, y todo tenía sentido porque él le daba sentido.

—No es ningún derroche –le dijo una tarde de verano, mientras el sol acariciaba con pereza las azoteas de los rascacielos de la plaza de España, y se filtraba entre las persianas a medio bajar del apartamento para pintar a rayas su cuerpo, y ella se atrevía a dudar en voz alta–, sino una inversión rentable, calculada. Invierto en ti, en tu placer, en tu alegría.

Te quiero, Sara, y me conviene mucho que seas feliz conmigo porque necesito que tú también me quieras.

Tal vez, si nada hubiera cambiado, si la realidad externa, poderosa, no se hubiera movido de la Puerta del Sol para respetar los estrechos límites de la cápsula donde pasaba el tiempo que compartía con él, Sara habría logrado recuperar su potencia de cálculo, esa desconfianza esencial de la que había ido desprendiéndose casi sin darse cuenta al mismo ritmo con el que Vicente lograba por fin enseñarla a desnudarse con alegría.

Pero la muerte del dictador se anticipó a los primeros indicios de cansancio de los protagonistas de un amor que aún parecía luminoso y limpio, flamante y lleno de color, y de matices. En la primavera del 76, cuando Vicente pidió el ingreso en el PSOE, Sara sintió en la espalda el empujón de una realidad que por primera vez se había puesto de su parte, y mientras el clima del país entero entraba en un estado de ebullición general que prolongaba la intensidad de su pequeña pasión privada, llegó a creer que sólo existía un desarrollo posible, un final lógico, inevitable, que desembarcaría sin solución a aquel hombre en el centro exacto del resto de su vida.

Ella, que había dejado dormir el sueño de los fusiles, asistió con una fe, una esperanza diferente de la que declaraba en voz alta, a los progresivos episodios del fervor con el que Vicente inauguraba su carrera política, pero sus ilusiones se

contagiaron con facilidad de otras ilusiones, sus emociones se confundieron al entrar en contacto con otras emociones, y los vientos soplaban a su favor, y a favor de aquella gente tan joven, tan desconocida apenas unos meses atrás, tan repentinamente poderosa ahora, a favor de las palabras y de los gestos que removían las aguas quietas, que reventaban en el aire viciado, que hacían cambiar las cosas a tal velocidad que nadie, ni siquiera ellos, alcanzaba a comprender del todo la medida de sus éxitos. Parecía todo tan auténtico, tan conmovedor, tan necesario, que ni siquiera se detuvo a valorar las fórmulas, siempre elegantes, discretísimas, que Vicente escogía para presentarla en la imprescindible vorágine de su nueva vida social, y que, en lugar de esconderla, la hacían avanzar hasta el primer plano que más le favorecía a él, a sus progresivas ambiciones. Ella también se creyó favorecida entonces por su memoria, por el prestigio de una tragedia familiar como tantas otras, y hasta le gustaba escuchar a su amante mientras repetía en voz alta las fechas y los nombres, las anécdotas y los recuerdos que Arcadio Gómez Gómez había ido recuperando para él sobre el cristal de la mesa camilla de Concepción Jerónima, nombres y fechas, recuerdos y anécdotas que ella había escuchado ya un millón de veces cuando accedió por fin al deseo de Vicente y se lo presentó a sus padres, y que sin embargo se contagiaban de la gravedad definitiva y risueña de las promesas cuando los escuchaba de aquellos labios. Así se acostumbró a ser la compañera de aquel hombre casado que, en apariencia, no lo estaba para nadie en su partido, y llegó a pasar más tiempo con él que su propia mujer mientras lo seguía en aquellos viajes largos a veces, otras veces cortos, incluso brevísimos, en los que se iba encontrando con gente conocida que daba por sentado que estaban dejando los niños para después, para cuando Vicente fuera diputado.

El día en que Sara fue incapaz de controlar las náuseas ante una simple taza de café con leche, en el restaurante de un hotel de cinco estrellas de Atenas, Vicente era ya diputado. Ella ignoraba aún que hubiera cambiado algo más. —Creo que me voy a marear… —¿No estarás embarazada? —Desde luego que no, qué estupidez.

Era la primavera de 1982 y aquel aparejador que un día la sorprendió invitándola sin motivos a su despedida de soltero, llevaba ya más de siete años casado. Sara había cumplido treinta y cinco, y había vuelto a desconfiar hasta de su sombra. —Ya se lo he contado –le había dicho él un par de meses después de las elecciones del 77, la fecha simbólica que ella había escogido para reflexionar en voz alta sobre su situación. No se atrevió a atravesar la frontera que separa lo que se pide de lo que se exige, no lanzó ningún ultimátum, no proyectó represalias ni le presionó en ningún sentido porque calculaba que no hacía falta, y sin embargo, y a despecho de los resultados de todos sus cálculos, le vio palidecer, hacerse más frágil, más pequeño, encoger aparatosamente dentro del cuello de su camisa, adoptar el aire mustio, taciturno, en el que también escogió encerrarse en aquel momento, cuando le reveló que ya se lo había contado, y no quiso añadir nada más.

—¿Y? –preguntó ella por fin, después de un rato. —Bueno… pues que ya lo sabe.

—¿Y? –volvió a insistir Sara con una voz miedosa, delgada como un hilo. —Dice que no le importa.

Entonces, por primera vez en su vida, Sara pensó en aquella mujer, intentó ponerse en su lugar y, sólo después, empezó a comprender el punto de vista de su marido. Entonces, en las larguísimas pausas de aquella conversación, intuyó las magnitudes exactas de una asombrosa cadena de errores, y el verdadero precio de las cosas, todas esas cosas bonitas, a menudo caras, a veces carísimas, que no tenían ninguna importancia, y no sólo porque formaran parte de un juego limpio, transparente, a ti te gusta, y yo te lo compro, y tú estás contenta, y yo también lo estoy, y yo te quiero, y tú me quieres, y el dinero sólo vale para esto, para gastárselo, sino además, y sobre todo, porque a él no le habían comprometido nunca, en absoluto, porque jamás habían representado un desembolso significativo en los extractos de su cuenta corriente, porque en ningún momento le habían implicado en nada, como no le implicaban las medias palabras, los sobrentendidos, la ambigüedad de una relación que era pública pero también secreta, que era un noviazgo pero era un adulterio, un amor confuso que había ido creciendo y complicándose a la vez para medrar y hacerse fuerte en sus contradicciones, entre la placentera sofisticación de los hábitos de la burguesía más culta, más refinada, más exquisita, y esas plazas de toros donde Arcadio Gómez Gómez y Sebastiana Morales Pereira ocupaban asientos de honor y lloraban, cada uno a su manera, cuando la megafonía escupía al cielo la vigorosa obertura de «La Internacional» y eso tampoco tenía importancia, porque ni Vicente, ni su mujer, encontraban razones de peso para concedérsela. —Primero se ha puesto fuera de sí, me ha pegado, me ha chillado, y se ha dedicado a romper cosas –su voz sonaba extraña, irreconocible casi, a través de la barrera de las manos con las que se tapaba la cara–. Luego se ha tirado al suelo, me ha agarrado de las piernas y se ha echado a llorar. Me ha dicho que se va a matar, que se va a morir, en fin… Te lo puedes imaginar. Y que no le importa. Que está dispuesta a esperar todo el tiempo que haga falta hasta que se me pase, que no me va a poner pegas, que me va a dejar vivir, pero que no la deje, por lo que más quiera, que no la deje, porque soy el único hombre que ha querido en su vida, porque si la dejo se va a volver loca, porque se va a matar, porque se va a morir… –entonces se destapó la cara bruscamente, se levantó de un salto, y llegó a tiempo de sujetar a Sara por un brazo–. ¿Adónde vas? —No lo sé. Me voy. A mi casa, supongo… –de pie, en aquel salón que había hecho suyo a base de llenarlo de libros, y de plantas, y de objetos que le pertenecían, con la chaqueta abrochada, el bolso colgando del hombro, y el aspecto de una visita inoportuna que acaba de darse cuenta de que lo es, Sara movía la cabeza de un lado a otro para no mirarle, pero en algún momento se tropezó con sus ojos–. No quiero acabar llorando yo también. Hoy no. Hoy parece que ya te han llorado demasiado. —Escúchame, Sara –la cogió por las muñecas y la empujó con suavidad, hasta

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