Array Array - Los aires dificiles
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quiso verle marchar. Apoyó la cara en las palmas de sus manos, los codos firmes
en los brazos de la butaca, y esperó a escuchar el ruido que hizo la puerta al
cerrarse. Inmediatamente después, antes de volver a abrir los ojos, escuchó
también la voz de su madre.
—¿Pero a ti qué te pasa? –Sebastiana cruzó el salón a la carrera, fue directa hacia
ella, la sacudió y la zarandeó hasta que consiguió verle la cara–. ¿Te has vuelto
loca o qué? ¡Sal corriendo detrás de él ahora mismo, y tírate a sus pies, boba, que
eres boba!
—¿Has estado escuchando detrás de la puerta, mamá?
—Pues claro, ¿qué te crees?
No sé qué te pasa últimamente, pero alguien tendrá que ocuparse de ti, alguien
tendrá…
—Déjame en paz, mamá –esa voz de otra persona que se había instalado en su
garganta sin pedir permiso despedía tanta dureza que impuso sin dificultad el silencio que exigía–. Déjame en paz. Dejadme todos en paz de una vez, por favor. Dejadme en paz.
A Andrés nunca le gustó Bill.
Sabía que no le gustaba a nadie, ni a Tamara, ni a Alfonso, ni a su madre, pero a ellos no les tocaba la cabeza para revolverles el pelo cuando les veía, y a él sí. Por eso, y porque en sus dedos esa costumbre tan tonta parecía a medias una burla, y a medias una amenaza, a Andrés le gustaba aquel hombre menos que a ninguno. Por eso, fue él quien más se alegró de que la propia Sara decretara, sin rastro de pesar, de tristeza en la voz, la expulsión de aquel intruso. De lo que no estaba muy seguro era del nombre, de la categoría, de la precisa naturaleza del lugar que ahora, libre por fin del inquietante acecho del americano, parecía otra vez tranquilo y a salvo. No estaba muy seguro de qué era exactamente lo que tenía, a qué clase de alianza pertenecía, en qué consistía esa especie de novedad absoluta, como un nuevo mundo, una nueva familia, un nuevo paisaje, donde de repente había empezado a suceder su vida. A cambio, sí sabía, y con una seguridad, una certeza completas, que aquello, fuera lo que fuese, le gustaba. Y sabía que a Sara también le gustaba. Ella era la única que parecía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Andrés no podía encontrar las palabras justas para ordenar sus intuiciones, para darles la forma de un razonamiento que pudiera ofrecerse siquiera a sí mismo, pero a menudo pensaba en los Olmedo, en Sara, en su madre, como en personas aisladas en un país extraño, en un bosque, en una balsa, en uno de esos aeropuertos complicados y grandísimos que él no conocía pero que había visto tantas veces en la televisión, personas perdidas que sólo al ir conociéndose entre sí hubieran comenzado a salvarse, porque al descubrir que se entendían, que hablaban el mismo idioma, que se reían de los mismos chistes, habían encontrado un sitio, un lugar donde quedarse, donde sentir que ya no estaban perdidos aunque no hubieran logrado volver a la ciudad de la que venían.
Tal vez él pudiera percibir el movimiento y la quietud mejor que nadie, porque él siempre había estado en el mismo punto, el pueblo donde había nacido y había crecido, donde había adoptado unos hábitos, unas costumbres, un horizonte cómodo y estrecho que se había desplegado por sorpresa como una sábana inmensa, capaz de tapar el mar, y cuyos bordes no lograba enfocar bien si dirigía la vista hacia delante. Y sin embargo no miraba de frente, sino con el rabillo del ojo, cuando descubrió un detalle más inquietante aún que el noviazgo de Sara con el americano, pero capaz al mismo tiempo de confirmar por sí solo el acierto de sus intuiciones más audaces. —¿Sabéis una cosa, niños?
Sara había reclamado su atención y la de Tamara, al final de la comida a la que su madre les había invitado a todos para celebrar su cumpleaños, después de las canciones y de los regalos, cuando aún estaban todos sentados a la mesa pero
ninguno tenía ya ganas de repetir tarta.
—Ayer vi en el periódico –continuó, con la mueca traviesa que solía adoptar para
dar buenas noticias– que en Chipiona están poniendo esa película de gladiadores
que no pudimos ver aquí el verano pasado, porque nos quedamos sin entradas
dos noches seguidas, ¿os acordáis? ¿Queréis que vayamos?
Entonces, pidiendo a gritos que por favor, que sí, que les dejaran ir, que ya harían
los deberes al día siguiente, Tamara y él miraron a la vez en la misma dirección.
Maribel se había sentado en la cabecera opuesta a la que ocupaba Sara, y Juan
estaba a su lado, junto a Alfonso, enfrente de los niños. Andrés, pendiente de su
madre, vio cómo ella, en lugar de devolverle la mirada, giraba imperceptiblemente
la cabeza para mirar a Juan, y encontrarse con que él ya la estaba mirando en
lugar de dirigirse a su sobrina, que era quien le reclamaba con sus ruegos.
Fue sólo un instante, pero Andrés se dio cuenta, y se dio cuenta de que los dos
sonreían con la misma clase de sonrisa cuando, al cabo de un lapso tan breve que
tal vez no habría llegado a mover siquiera el minutero de los relojes, Juan miró a
Tamara, y su madre le miró a él, con expresiones idénticas, que descartaban de
antemano cualquier negativa.
—Bueno –dijo Maribel–. Si me prometes que vas a portarte bien y no vas a volver
loca a Sara…
—Vale –añadió Juan, y luego, sin mover la cabeza, levantó la voz–. Pero Alfonso
no va.
El aludido, que parecía dormitar recostado en su silla, las piernas estiradas bajo la
mesa, las manos flojas, unidas en el regazo, no había prestado atención a la
escena hasta entonces, pero se incorporó inmediatamente, casi de un salto, al
escuchar su nombre.
—Yo sí voy, yo sí voy, sí voy, sí voy… –y movía la cabeza, los ojos todavía
pegados de sueño, para subrayar cada una de sus afirmaciones.
—No, lo siento –su hermano le miró, y movió su propia cabeza en el sentido
contrario–. No puedes ir, Alfonso. Tú no.
—¿Por qué? –preguntó entonces–. Si yo quiero ir… Y voy a ir, ¿a que sí? –y miró
uno por uno a los demás, como pidiendo ayuda–.
Que sí, que yo sí voy.
—¡Pero si ni siquiera sabes adónde! –Juan le sonrió, como si no hubiera sido él
quien hubiera sembrado meticulosamente su confusión–. ¿Adónde quieres ir, a
ver?
—Vamos al cine, Alfonso –Tamara intervino cuando su tío más joven parecía
perdido ya en su propio desconcierto–. Al cine, a Chipiona. Sara nos lleva.
—Y a mí también –dijo él entonces, muy satisfecho–. ¿A que sí, Sara? ¿A que me
llevas a mí también?
—Claro que sí –Andrés la miró, la vio sonreír, y comprendió que ella, aunque era
la más lista de todos, tampoco se había dado cuenta de nada–. Y te voy a
comprar una caja de palomitas así de grande… Si tu hermano te deja venir, por
supuesto.
—No, Sara, en serio –Juan volvió a mover la cabeza, pero esta vez con cierta
desgana, como si supiera que su negativa estaba condenada a fracasar–.
Bastante tienes ya con estos dos. No te vas a llevar a Alfonso, encima, con la
guerra que da.
—¿Pero qué dices? –replicó ella–. Si en el cine es donde mejor se porta, si le
encanta… ¿A que sí, Alfonso?
—Sí, sí, y yo voy, yo voy, yo voy al cine, y me porto muy bien, y me como las
palomitas sin hacer ruido.
—¿De verdad no te molesta? –su hermano quiso asegurarse por última vez.
—De verdad –Sara sonrió, antes de señalar a su interlocutor y a Maribel con un
gesto de la mano–. ¿Por qué no os venís vosotros también?
Entonces tendría que haberse dado cuenta de que pasaba algo raro, pensó
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