Array Array - Los aires dificiles
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Sara Gómez Morales aprobó cuatro asignaturas de primero de Económicas en dos
convocatorias consecutivas, pero nunca llegó a matricularse en segundo. En aquel
momento, no le importó mucho renunciar a sus planes, y nunca llegó a
arrepentirse completamente de una decisión que se fue tomando por su cuenta,
contra su propio cansancio, tanto ir sola al cine, tanto estudiar mucho y beber
bastante.
A cambio, Vicente González de Sandoval le devolvió brillo e intensidad a su vida
cuando estaba al borde de los treinta años.
—No me mientas, Vicente.
Habían salido a tomar un café a media mañana y habían andado un buen rato
hasta encontrar una cafetería que ninguno de los dos hubiera frecuentado antes
con otros empleados de la empresa. Eran las once y media de la mañana y la
máquina de café hacía ruido, pero no había nadie en la barra. Él escogió una
mesa desde la que se veían las dos aceras de la calle por la que habían llegado
hasta allí, y la cogió de la mano para empezar a darle explicaciones confusas.
Ella, entonces, le pidió que no mintiera y creyó que no iba a pedirle jamás una
cosa distinta.
—Eso es lo único que te pido, que no me mientas. Ya me han mentido bastante
en mi vida, ¿sabes?
No necesito más.
—Que no te mienta… –él se frotó los ojos con los dedos como si quisiera ganar
tiempo, y giró la cabeza, miró la calle a través de la ventana, volvió a mirarla–.
¿Qué quieres que te cuente entonces? Soy uno de tus jefes, estoy casado, tengo
dos hijos, la pequeña una niña casi recién nacida. Yo habría preferido que no
naciera, pero su madre ni siquiera pidió mi opinión. Se llama María Belén.
Hacemos muy buena pareja. Empezamos a salir juntos cuando estábamos en
COU. Cuando me fui de casa la dejé, cuando volví a casa, ella también volvió. Mi
madre la quiere mucho. A mí no me gusta. Tú sí me gustas. Me gustas mucho. Ya
está.
Es una historia clásica, ¿no?
—Sí –Sara sonrió–, lo es.
—Y es sórdida, y fea, y apestosa.
—Claro –Sara volvió a sonreír–, como todas las historias verdaderas.
—Casi todas –matizó él, levantando un dedo en el aire.
—Vale –ella aceptó el matiz con un gesto de la cabeza–. Casi todas.
Mientras hablaba, Vicente había estado jugando con un azucarillo. Le daba
vueltas entre los dedos, se lo pasaba de una mano a otra, lo dejaba sobre la
mesa, lo impulsaba dándole un golpe con el índice, lo recogía y volvía a empezar.
Ahora lo desenvolvió despacio y lo dejó caer en su taza. Estaba removiendo el
café, y Sara se preguntaba hasta qué punto su azoramiento era auténtico, sus nervios espontáneos o premeditados, cuando sus labios se curvaron en una sonrisa que no esperaba.
—¿Y si te digo que eres la primera mujer con la que me lío desde que me casé, tampoco te lo crees, verdad? –ella se echó a reír, negando con la cabeza, y él rió también, pero su última carcajada se deshizo en una expresión pacífica, como una sombra de melancolía–. Y, sin embargo, de algún modo es verdad. —Vamos a dejar a los modos en paz, Vicente…
Hablar era difícil. Lo demás, lo que había sucedido el viernes anterior, había resultado mucho más sencillo. A ella le sorprendió mucho que aquel aparejador del sindicato al que conocía sólo de vista la hubiera invitado a aquella cena, y aceptó sólo porque no encontró a tiempo un motivo para negarse. Cuando Vicente, que llevaba casi un mes acompañándola por los pasillos y haciéndole visitas a cualquier hora, apareció un rato después para decirle que se alegraba mucho de que ella también fuera a la despedida de soltero de Miguel Ángel, y se ofreció a recogerla para llevarla en coche al restaurante –está bastante lejos, ¿sabes?, más allá de Arturo Soria, se pierden hasta los taxistas–, Sara recordó que les había visto juntos algunas veces, fingiendo insultarse entre risas o dándose un codazo mutuo cuando veían pasar a alguna secretaria con la falda demasiado corta, y supuso que eran amigos lo suficientemente íntimos como para que su invitación a aquella cena fuera un favor. Aquella hipótesis le gustó, en lugar de molestarla, porque Vicente también le gustaba, y estaba empezando a experimentar en sí misma la desazón que leía en sus ojos, en sus labios, en el nerviosismo de sus músculos, esa tensión súbita, como un mecanismo de alerta, una reacción instantánea, que estiraba su cuello para hacer sobresalir su cabeza sobre todas las demás cuando ella entraba en una habitación. Pero la certeza de que aquel deseo estaba maduro no le impedía medir con exactitud su situación, como una manzana que al sentir el crujido de la última fibra que la mantiene sujeta, segura en su rama, pudiera calcular la distancia y el dolor de la caída.
Mientras se vestía, y procuraba tener en cuenta que aquella noche seguramente se desnudaría dos veces, y la primera delante de él, se daba cuenta de que después de tanto esfuerzo, tantos años, tantos férreos propósitos, tantos kilómetros de un camino sin salida, iba a acabar igual que la señorita Sevilla, en los brazos del jefe de su jefe, aunque Vicente González de Sandoval fuera más joven, más rico y más elegante que el dueño de aquella academia donde ella se había jurado a sí misma un millón de veces no representar jamás las escenas del guión que estaba repasando aquella tarde. Él era rojo, claro, y ella una mujer libre, independiente. Eso era verdad, pero también lo era que su madrina, o cualquiera de sus amigas, silenciosas y altivas sufridoras del eterno juego del gato y el ratón, se desternillarían de la risa si la escucharan plantear el conflicto en esos términos. La sensación de que sus cartas estaban echadas, de que su vida había sido escrita por la mano de otro desde antes de su nacimiento, fue pocas veces tan intensa como entonces, mientras los vestidos, las faldas y las blusas, los
sujetadores y las medias que iba desechando se amontonaban sobre la cama, y se preguntaba cuántas mujeres de ésas a las que veía todas las mañanas, secretarias, telefonistas, recepcionistas, se habrían arreglado para salir con él antes que ella. No es la primera vez que lo hace, se advertía a sí misma, no puede serlo, y sin embargo estaba contenta, y nerviosa, y deseando que pasara algo.
Hasta aquel día, los hombres habían ocupado un lugar secundario en el programa de sus ambiciones.
Había salido con algunos, compañeros de trabajo o conocidos de sus compañeras casi siempre, y en su último curso en la Academia Robles había vivido algo parecido a un noviazgo con un oficinista de un pueblo de Ávila que la perseguía desde el curso anterior sin desalentarse jamás por los resultados, hasta que su inquebrantable constancia, la tenacidad con la que la invitaba a salir un sábado tras otro, acabó por hacérselo simpático. Era muy poca cosa. Llevaba gafas, estaba un poco calvo, muy delgado, y alternaba dos chaquetas que le quedaban igual de grandes, sus hombreras igual de exageradas en un vano intento de disimular su menudencia. Sara lo intentó durante un par de meses, porque ya tenía veinte años y después de Juan Mari nunca había salido con nadie, y porque pensó que tanto afán merecía una recompensa, pero se aburría con él, y le desesperaba que nunca entendiera los desenlaces de las películas. Por eso le sorprendió tanto que la atacara de aquella manera una noche en la que por fin accedió a subir a su pensión, para que veas dónde vivo, le dijo, sólo para eso. Podría haber chillado, podría haber pedido socorro, despertar a los demás huéspedes y hasta pegarle, darle patadas, mordiscos, seguramente habría podido con él, era más fuerte, pero le daba pena, tenía la piel fría y erizada como la de un pollo, y un mechón suelto de pelo negro en un pecho muy frágil, los hombros muy estrechos, y quería casarse con ella, y estaba muy nervioso, y acabó enseguida, y todo fue un desastre.
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