Array Array - Los aires dificiles
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la mañana ya no pudo negarse. Él, que no parecía tener otra ocupación que
patrullar el pueblo a todas horas sin más propósito que multiplicar las
oportunidades de encontrársela, la saludó en el primer tramo de la calle peatonal,
llena de tiendas y de animación durante todo el año, que ella solía escoger para
pasear.
Aquel día, además, iba a una ferretería que estaba justo en el otro extremo, en
una plaza que les ofreció la tentación de una terraza, tan sorprendente y tan justa
a la vez en aquella soleada, cálida mañana de levante en febrero, como un
desmentido del invierno. El respaldo de las sillas estaba helado, sin embargo. Sara
se estaba reprochando ya la facilidad con la que había vuelto a sucumbir al
espejismo de aquel sol tibio y voluntarioso que no lograba templar los metales,
cuando Bill se quitó el jersey que llevaba como único abrigo y se quedó con una
camiseta de algodón negro, de manga corta y muy ceñida, que desafiaba el color
blanco del vello de sus brazos, tan ambiguo de repente como si fuera un adorno,
sobre la piel tensa, bronceada, para revelar cada línea, cada sombra, cada
músculo de un asombroso torso de hombre joven, un cuerpo trabajado,
adiestrado a conciencia en su propio fervor. Sara Gómez tuvo que reconocer que
estaba impresionada. Mientras valoraba la potencia de aquella masa compacta, ni
un gramo de grasa, las curvas de los pectorales dibujándose con una nitidez casi
ofensiva para comprometer la integridad del oscuro envoltorio que parecía a
punto de reventar por las costuras, se dijo que veinte años antes habría
rechazado aquel espectáculo como la típica e indeseable exhibición hormonal que
efectivamente era. Pero ahora tenía veinte años más, y algunas tonterías menos
dentro de la cabeza. Sonrió. Él, que se estaba dando cuenta de todo, le devolvió
la sonrisa.
—¿Cuántos años tienes? –le preguntó entonces, tuteándole por primera vez y por
instinto.
—Cincuenta y nueve.
—Nadie lo diría. La verdad es que estás muy en forma.
—Sí –y dejó escapar una risita boba que se parecía mucho a la que una Sara
Gómez de treinta y tres años habría esperado del propietario de un cuerpo como
aquél–. Bueno… En mi profesión, no queda más remedio.
Ya, pensó ella, aunque se limitara a asentir con la cabeza, ya, porque en el fondo
lo sabía, lo habría sabido incluso en la superficie, desde el primer momento, si se
hubiera querido parar a pensarlo. ¿Qué otra cosa podría ser un norteamericano
de su edad en aquel pueblo? Militar, por supuesto.
Oficial de la Armada de los Estados Unidos de América. Qué bien. Y sin embargo,
daba gusto mirarle.
A partir de aquel momento, como si el regalo de una simple camiseta negra le
hubiera impuesto una cierta obligación de lealtad, Sara dejó de resistirse al
cortejo de aquel caballero del Sur, tan caballero, y tan del Sur, que su ingenua,
inofensiva, casi indolente actitud la inquietó más de lo que llegaría a tranquilizarla
durante aquel invierno. Él siguió haciéndose el encontradizo por el pueblo sin otra
aparente ambición que la de caminar a su lado. La acompañaba, le contaba
cosas, insistía en pagar cuando ella, que procuraba alternar equitativamente los
rechazos con las concesiones, se dejaba convencer para ir a tomar algo, y
mientras le hablaba de su rancho, de su infancia feliz de hijo de un granjero
acomodado, de sus perros y sus caballos, de sus tres matrimonios fracasados,
sembraba en el ánimo de Sara un bosque de sombras oscuras, sus contornos
afilados pero también difusos, un equipaje incómodo que no tenía que ver con él,
sino consigo misma. Ella no se sentía atraída por aquel americano en el que ni
siquiera se habría fijado si él no se hubiera empeñado en hacerse evidente,
aunque a veces leía en el fondo de una copa de coñac que le gustaría encontrarse
a un hombre como él en su cama cuando se despertara por las mañanas. A un
hombre como él, no a él, y sin embargo, era William Jefferson Baker, su nombre
completo siempre presente desde la tarde en que lo vio de uniforme, blanco
deslumbrante, irritante de puro favorecedor, quien andaba por ahí, y tal vez no
hubiera más, tal vez él fuese el último.
Hacía mucho tiempo que Sara no era tan consciente de su edad, hacía mucho
tiempo que aquel dato no le disgustaba tanto. Estaba acostumbrada a vivir sola, y
no había tenido muchas oportunidades de cambiar esa costumbre, había tenido
solamente una, en realidad, y ella misma la había desbaratado.
No necesitaba compañía, un hombre en su vida, calor en invierno, el cobijo de
otro cuerpo en las noches de tormenta, ilusiones torcidas, fantasías borrachas,
purpurina barata, el terciopelo ralo, desmochado, de un decorado de guardarropía sentimental. Ella no era así, no era de ésas, nunca había podido permitírselo. Había renunciado a todo para no necesitar a nadie, ése era su camino, su objetivo, su proyecto, el sueño de un fusil, la vida que soñaba. Y sin embargo, la inocua proximidad de aquel hombre, la imperturbable parsimonia de su estrategia, esa pereza excesiva, sospechosa, más propia de un noviazgo epistolar entre adolescentes decimonónicos que de las aspiraciones razonables de un adulto que ya no tiene mucho tiempo, le sentaba bien pero le sentaba mal, y se sentía más halagada que deseada pero, de alguna oscura e indeseable manera, rechazada también antes de plazo. De vez en cuando, cedía a la confusión de aquella extraña mezcla de sensaciones, como una niña pequeña que acaba de recibir un juguete que no le gusta hasta que lee en los ojos de otro niño la codicia que le inspira, una niña que ni siquiera sabe por qué experimenta entonces, de improviso, una necesidad insuperable de aferrarse a aquel regalo como si fuera el bien que más intensamente hubiera anhelado jamás. En aquellas ocasiones, Sara Gómez Morales, cabeza fría, se daba cuenta de que nadie le disputaba a aquel hombre, nadie excepto el paso del tiempo y su propia memoria, su pasado, su conciencia presente de sí misma, y era capaz de interpretar sus reacciones sin dificultad pero también se sentía cansada, disgustada por la sorprendente complicación que había accidentado contra cualquier pronóstico la aburrida llanura de su vida, y capaz de dudar, pese a todo. Y sin embargo, a mediados de marzo, después de dos meses de encuentros casuales, de cafés y de paseos que no la habían llevado más allá de tres películas de estreno y alguna cena, Bill se atrevió a arriesgar una proposición artificiosa y discreta, cautelosa y templada, pero una proposición al fin y al cabo, y entonces Sara se encontró con que no sabía qué hacer.
Ésa era una situación a la que no estaba acostumbrada. Ella, que tenía tan pocas cosas que nunca había aprendido a despedirse de nada para siempre, solía comportarse como una razonadora meticulosa, paciente, porque tenía confianza en su capacidad para llegar a conclusiones exactas, cifras redondas que encajaban sin molestar en la columna a la que las había asignado previamente. Si esta vez los números chirriaban, si la desafiaban con decimales imposibles, si se columpiaban burlones sobre la raya final en lugar de estarse quietos y en su sitio, no se debía al enunciado del problema, un cálculo sencillo, sino a la sombra feroz, perseverante, de aquellos trenes lentos y difíciles que habían acabado pasándole por encima sin ruido de bocinas ni estrépito humeante de metales. O tal vez había pasado simplemente la vida, su vida, todos los años que había necesitado para aprender a manejar las piezas en un tablero donde otros habían empezado a jugar por ella, el tiempo preciso para trazar una línea en el suelo y empezar otra vez, abrir una partida nueva jugando siempre con blancas. Eso era lo que había querido hacer y eso era lo que había hecho, y ahora, sin embargo, no encontraba una fórmula eficaz para resolver una variable tan ridícula, un contratiempo tan insignificante, aquel tardío, inesperado fleco del azar.
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