Array Array - Los aires dificiles
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Si eso es lo que quieres… Muy bien, Maribel, muy bien… Vale… Pues sí… Entonces, en un giro accidental, casi sin proponérselo, se tropezó con sus ojos y
vio que ella le miraba fijamente, no a la cara, y sonreía. Juan Olmedo siguió
aquella mirada a través de su propio cuerpo y se encontró con su sexo erguido,
que se marcaba con nitidez bajo la delgada tela del pantalón del pijama. Sólo en
aquel momento, sonriendo él también, volvió a sentarse.
—Muy bien, Maribel –repitió por última vez, repentinamente eufórico y resignado
ya a aquel sofisticado bucle de su suerte–. Si lo que tú quieres es que te folle, yo
te follaré… pero encantado de la vida, vamos, es que… Será un placer. Y lo haré
lo mejor que pueda, porque no se me ocurre ningún encargo que me apetezca
más, eso puedes tenerlo claro, pero…
Vamos a hacer una cosa, de todas formas. Para que yo no me sienta mal, para
que no me retuerza cada dos por tres de paternalismo machista, empieza tú, ¿de
acuerdo?
Por lo menos de momento, hasta que me acostumbre a… todo esto.
Cuando quieras acostarte conmigo, dímelo… o atácame, directamente.
Yo procuraré estar a tu altura.
—¿Esto qué es, una especie de trato? –le preguntó ella entonces, con una sonrisa
divertida, los ojos relucientes.
—Sí, algo así.
—¿Y si usted no tiene ganas?
Él recordó por última vez que estaba seguro de que aquella mujer no le gustaba,
y la oyó gritar, y vio el hilo de baba transparente que se le caía de la boca, que
recorría su barbilla, que goteaba sobre la sábana, y estuvo a punto de tumbarla
allí mismo, entre los platos, y los vasos, y la cazuela del menudo sin garbanzos.
—Yo tendré ganas, Maribel.
—¿Siempre?
—Si no abusas demasiado de mí…
—¿Ahora, por ejemplo? –Por ejemplo. A la mañana siguiente, cuando salió de
casa para ir a trabajar, Juan Olmedo sintió una presión familiar en el pecho, la
compañía conocida, reconfortante casi, de un secreto con el que vivir.
Sara Gómez no solía comprar en aquel supermercado tan popular, donde sólo se encontraban productos de marcas desconocidas y las cajeras no tenían bolsas de plástico ni siquiera para los clientes que estaban dispuestos a pagarlas, pero aquélla era la única tienda del pueblo donde vendían unas barritas de chocolate que les gustaban mucho a los niños. Eso era lo único que pensaba comprar aquel sábado por la tarde, cuando escuchó el comentario de un hombre mayor que tenía buena pinta, el pelo canoso excesivamente corto, y una cara irregular que quizás habría sido interesante si la bobalicona placidez de su sonrisa no la echara intermitentemente a perder.
—Yo creo que las de café son las mejores –le dijo en un español perfecto excepto por la pronunciación, marcadamente anglosajona.
—Sí, si ya las conozco –se obligó a responder ella por pura cortesía, mientras escogía dos cajas de barritas de chocolate con aroma de naranja y otras tantas
con aroma de menta–. Y es verdad que son muy buenas, pero a los niños no les
gustan, así que…
No tenía ningún interés en prolongar aquella conversación, pero cuando ya había
echado a andar hacia la caja, él dijo algo que la dejó clavada en el pasillo.
—Sí, la he visto con los niños. En el coche, y en el pueblo, algunas veces –entonces logró fruncir el ceño sin dejar de sonreír, una exhibición que dejó a Sara
aún más perpleja–. Son… ¿sus hijos?
—No –y sonrió ella también, cayendo casi sin darse cuenta en la trampa de una
hipótesis tan rejuvenecedora.
—Pero no pueden ser sus nietos –prosiguió él, insistiendo sin rubor en el mismo
halago–. Usted es demasiado joven para tener nietos tan mayores.
—No, tampoco son mis nietos.
Son… hijos de unos amigos, y van a venir a merendar a casa, así que me tengo
que ir.
Él tuvo que percibir el cambio de tono, el seco apresuramiento con el que Sara
estaba intentando despedirse, pero reaccionó deprisa y sin señales de desánimo.
—Bueno, pues ya nos veremos…
por ahí –dio un paso hacia delante para ofrecer una mano enérgica que ella no
tuvo la opción de no estrechar–. Me llamo William, pero todo el mundo me llama
Bill. Vivo en las casas rosa, la urbanización que está al lado de la suya.
—¡Ah, sí, claro! Pues entonces hasta pronto –y cuando se estaba yendo de
verdad, se dio cuenta de que se había olvidado de algo–.
Yo me llamo Sara.
Luego volvió al coche, pensó brevemente en aquel hombre, en su aspecto, en su
manera de hablar, esa naturalidad con la que había omitido, al presentarse, el
dato de su nacionalidad, como si diera por sentado que ella se habría dado cuenta
enseguida de que era norteamericano, y al llegar a su casa ya lo había olvidado
todo. El martes siguiente, a media tarde, sus ojos no quisieron distinguirle entre
las personas que hacían cola en la pescadería de la cooperativa del pueblo, pero
él se acercó a saludarla.
—¿Tiene prisa? –le preguntó en un tono expresamente solícito, caballeroso a la
vez–. Si quiere, le cambio el número. A mí no me importa esperar.
—No, no… –Sara miró de reojo los lenguados y, después de contarlos, se advirtió
a sí misma que se iban a acabar sin remedio antes de que llegara su turno, pero
no le apetecía deberle un favor a aquel desconocido–. Yo tampoco tengo nada
urgente que hacer.
Él inició una conversación trivial sobre el pescado de la bahía, esforzándose por
pronunciar con la soltura de un experto los nombres de las especies más típicas,
las más exóticas tierra adentro, la urta, la corvina, las almendritas, los huevos de
choco.
—Ésa es una de las cosas que más me gustan de vivir aquí, el pescado. En mi
tierra no lo comemos nunca.
—¿De dónde es usted? –preguntó Sara, más por cortesía que por curiosidad, y él
ensanchó su perpetua sonrisa, complacido por lo que debió de interpretar como el
primer signo de interés de su accidental, casi forzosa interlocutora.
—Del Sur. Una ciudad pequeña, en el estado de Virginia, no muy lejos de
Richmond. ¿Conoce los Estados Unidos?
—Nueva York –respondió ella, y recuperó una imagen antigua, alegre, dolorosa, la
nariz de Vicente como un acento de color púrpura en su rostro aterido de frío, el
cuerpo doble, empaquetado en ropa de abrigo, los guantes, la bufanda y el gorro
que Sara le había obligado a ponerse, mientras se dedicaba a hacer el tonto,
equilibrado sobre una sola pierna, en el centro del puente de Brooklyn, y una
nieve muda, espesa, blanda, caía como un regalo envenenado sobre el Hudson–.
Sólo Nueva York.
—Ya, como casi todo el mundo.
Nueva York es magnífica pero debería venir al Sur. Aquello es distinto, ¿sabe?,
es… –y entonces cerró el puño de la mano derecha, y envió a su brazo detrás
para dibujar en el aire una especie de curva enfática y grotesca, una muestra de
entusiasmo teatral, tan emparentada con la jubilosa histeria de los anuncios de
Coca–Cola que Sara contuvo la risa con dificultad–.
Es auténtico.
—”The real thing».
—Justo. Así que habla usted inglés…
—Sí, pero no tan bien como usted español.
Luego llegó su turno, primero el de él, que quiso esperarla, después el de ella,
hasta que se despidieron por fin, cargados con sus respectivas bolsas de plástico,
en la puerta de la pescadería, cuando Bill propuso ir a tomar una cerveza y Sara
se excusó, diciendo que, con tanta espera, se le había hecho tarde. El sábado por
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