Array Array - Los aires dificiles
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su piel, tan egoísta, y tan sincera, y tan complaciente a la vez, pero ella encontró
antes algo que decir.
—Parece mentira. No me imaginaba que fuera usted así, en la cama, quiero decir,
porque, no sé… Es usted tan serio, tan…, tan educado –sonrió, y acercó una
mano a la cara de Juan, y la tocó muy despacio, con la punta de los dedos, como
si tuviera miedo de equivocarse–. No me podía figurar que luego fuera a ser tan…
tan… ¡uf!
—¿Aficionado? –sugirió el.
—No, no es eso –ella negó con la cabeza–. O bueno, sí, pero no del todo. Lo que
yo quería decir, es… –y entonces se puso colorada–. Bueno, da igual.
—No, no da igual.
—Que sí, en serio…
—Que no, Maribel, dímelo –Juan cogió su cara con las dos manos y la obligó a
mirarle–.
Quiero saberlo.
—Es que igual le sienta mal, porque… Pero yo lo digo en el buen sentido, ¿eh?,
que conste, porque… Bueno, yo también soy n poco así, a mí también me gusta,
ésos son precisamente los hombres que más me gustan, cuando me gustan,
claro, y en el buen sentido, quiero decir, porque hay otro malo, pero… En fin, ¿no
se va a enfadar?
—No.
—Lo que no me podía imaginar… es que fuera usted… tan vicioso.
Al escucharla, Juan Olmedo se echó a reír, y tuvo casi ganas de abrazarla, de
besarla suavemente en los labios como a una novia ingenua y adolescente, pero
se limitó a tranquilizarla con palabras.
—No te preocupes, Maribel.
No me molesta, y además estoy acostumbrado, ¿sabes? La verdad es que, antes
o después, me lo dicen todas.
A ella no le gustó que él mencionara la existencia de otras mujeres. Por lo menos,
eso fue lo que temió Juan cuando la vio incorporarse, y mirar la hora en el
despertador, y levantarse corriendo, porque ya eran las dos y media y a ver a qué
hora iban a comer.
Él no tenía ganas de comer. Hubiera preferido seguir en la cama hasta que los
dos sintieran la necesidad de levantarse, pero no se atrevió a pedírselo porque en
aquel momento se hizo evidente que, al fin y al cabo, ella era su asistenta, y
podía interpretar sus peticiones como si fueran órdenes.
Cuando se quedó solo, se dio cuenta de que se le había olvidado pedirle que le
tratara de tú, y de todas aquellas cosas de las que no había querido saber nada
en los últimos días. Acababa de hacer una barbaridad, y una mitad de su cabeza
la acusaba, haciéndole sentirse mal, culpable. Y sin embargo sabía bien, y por la
otra mitad, que seguía estando satisfecho. Mientras la mitad derecha de su
cabeza chillaba y se retorcía, bombardeando su conciencia con conceptos
morales, verdades absolutas, principios elevados, la mitad torcida estaba callada,
tranquila, como si nada de todo aquello fuera con ella. No necesitaba insistir,
sobreactuar, abandonarse a alardes de ninguna clase. Ésa era la mitad de su cabeza que sabía que si Maribel cometiera la imprudencia, o tuviera la prudencia, de abrir en ese instante la puerta de la habitación, él se la follaría otra vez y todo volvería a empezar desde el principio. Siempre había sido así, una decisión arrepentida, un arrepentimiento decidido, y en medio lo mejor, algo tan bueno que nunca había llegado a extraerlo de las mujeres presentables, las que más le convenían, esas mujeres a las que podía besar por la calle sin estar pendiente de que no hubiera ningún conocido cerca, esas mujeres a las que podía llevar a cenar los fines de semana con las mujeres de sus amigos, esas mujeres a las que desnudaba después con el pulso firme, una mirada ecuánime y el gusto fresco, imparcial, que deja un vaso de agua en el paladar cuando se bebe en invierno sin demasiada sed, esas mujeres que hablan alemán, y llevan batas blancas, y no babean cuando se corren. Siempre había sido así, él no sabía por qué, y ya le daba igual, y no iba a perder el tiempo en averiguarlo. Pero tampoco podía controlar su cabeza, dominar esa grieta que la partía por la mitad cuando había suerte, la fisura que se alzaba contra él como el único límite de su voluntad. Al fin y al cabo, nunca había querido dejar de ser un buen chico. Sabía que si iba a buscar a Maribel, y la miraba a los ojos, y le largaba el discurso que estaba componiendo para ella la que media hora antes era la peor, pero ahora había vuelto a ser la mejor mitad de su cabeza, se sentiría fatal, ridículo, hipócrita, miserable. Pero si no lo hacía, tal vez acabaría sintiéndose incluso peor. Esa certeza no logró imponerse pese a todo a un murmullo tenue, risueño, sarcástico, que a las tres en punto, mientras bajaba por la escalera, no se había apagado por completo. En aquel momento estaba avergonzado por haber abusado de la situación, de la debilidad de su asistenta, de su propia e imperdonable debilidad, y sin embargo seguía escuchándolo, si lo vas a volver a hacer, gilipollas, toda una mitad de su cabeza resumida en la económica sabiduría de una sola frase, si sabes que en cuanto se descuide, lo vas a hacer otra vez… Maribel, en cambio, estaba como unas pascuas.
—Le he hecho menudo para comer –y le dirigió una tremenda sonrisa de madre incestuosa, sin querer advertir ningún cambio entre el hombre desnudo y risueño al que había dejado en la cama hacía un rato, y el que caminaba ahora despacio hacia ella.
—¡Qué bueno! –no habría querido decirlo, pero no lo pudo evitar, como si pronunciar aquella sentencia a la hora de las comidas se hubiera convertido ya en un acto reflejo.
—No le he puesto garbanzos, porque como sé que prefiere comerse los callos solos…
Entonces, Juan Olmedo se dijo que lo más sensato sería aceptar aquella insospechada apuesta del destino, sentarse a la mesa, comer, beber, bromear un rato, fumarse un cigarrillo y llevársela otra vez a la cama, para dejarse guiar por el hambre y la sed que no lograría saciar hasta que volviera a encontrarse con ella entre las sábanas. Pero recordó a tiempo un sujetador que en origen debió de ser blanco y se había
vuelto gris después de un número infinito de lavados. Tenía los tirantes
deshilachados y un roto en el encaje, cerca de la costura, él se había fijado, y se
había fijado en sus bragas de color carne, los elásticos desgastados, flojos, el
tejido mate y sin brillo, ella se lo había quitado todo muy deprisa para que él no lo
viera, pero él lo había visto, había comparado esa miseria con el esplendor
rotundo de su piel, de su carne apretada y dura, y al recordarla, se vio a sí mismo
saliendo de una tienda con una caja grande, envuelta en papel de regalo, seis
conjuntos de ropa interior de raso de todos los colores, y se dio cuenta de que no
podía soportar aquella imagen, y empezó a hablar sin esfuerzo, con la convicción
de que iba a decir exactamente lo que debía decir.
—Sí, me gustan más sin garbanzos –y su tono era más seco, más sombrío–.
Maribel, deja eso y siéntate, anda… Tenemos que hablar.
Pero ella se quedó de pie, con el cucharón en la mano, el brazo congelado en el
viaje hacia la cazuela, el ceño fruncido, y una expresión que no era de disgusto, ni
de sospecha, ni de inquietud, sino de puro miedo, pintada en la cara.
—No le ha gustado –murmuró, más para sí misma que para él.
—¡Claro que me ha gustado!
–Juan clavó los codos en la mesa, se tapó la cara con las dos manos y se la frotó
con energía antes de seguir, aprovechando aquella rara oportunidad de ser igual
de sincero con las dos mitades de su cabeza–.
Me ha gustado mucho. Ése es el problema –ella le miró como si dudara entre
creerle o no, mientras le servía la comida con una mano escéptica, temerosa,
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