Array Array - Los aires dificiles

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extinguido del todo cuando él dejó de tratarla de usted sin darse cuenta.

—No me estarás provocando, ¿verdad, Maribel? –ella volvió a reírse, y él la

acompañó en el último tramo de su risa–. Porque llevo demasiado tiempo

portándome bien.

—¿Y no le gusta?

—Pues no. Me gusta más portarme mal.

—Ya… –entonces, cuando Juan creía que iba a volcarse sobre él, se echó para

atrás, pegó la espalda al respaldo de la silla, y se comportó como si no hubiera

pasado nada–. Yo lo que quería decir es que usted no engorda.

—Ah –aceptó él, y los dos volvieron a reírse a la vez.

Entonces pareció terminar todo pero fue precisamente entonces cuando empezó.

Maribel, que a veces parecía tan torpe, tan bruta, tan ignorante de la forma de

hacer bien las cosas, tuvo la inteligencia de aflojar la presión en aquel momento,

sin forzar las consecuencias de aquella conversación, sin tratar de sacar ventaja

de la debilidad que él había demostrado por primera vez. Aquella tarde,

sorprendentemente, no encontró nada que hacer, ni una sola excusa para andar a

gatas, para subirse en una silla, para estirarse en diagonal sobre la superficie de

una mesa y alcanzar con una mano cualquier objeto que estuviera en el otro

extremo, en la habitación donde Juan masticaba con esfuerzo su asombro,

repasando una y otra vez aquel luminoso malentendido que había nacido de sus

propias ganas de malentender. A partir de entonces, en las horas que se

sucedieron entre la sobremesa de aquel lunes y la mañana del viernes siguiente,

Juan Olmedo no volvió a pensar en que Maribel no le gustaba, ni en ninguna otra

cosa. Sabía que era una barbaridad, una locura, un disparate, y la forma más

idiota de complicarse la vida, pero no quiso acordarse de lo que sabía. Estaba

demasiado ocupado adiestrando a sus ojos, a las yemas de sus dedos, a su piel, a

sus músculos, y manteniendo a raya su sensatez. No le costó mucho trabajo

lograrlo, porque su deseo volvió a funcionar como un interruptor impecable, un

mecanismo capaz de desconectar a la vez todos los cables de su conciencia para

someterla por completo a la ventajosa tiranía de su voluntad. Al fin y al cabo, diez

años de adulterio ininterrumpido con la mujer de su hermano habían hecho de él

un experto en el arte de concederse indulgencias.

Cuando ella abrió la puerta con su llave, él estaba todavía en la cama, con las

persianas bajadas y el pijama puesto. Mientras escuchaba el eco de los tacones

de Maribel en la planta de abajo, se levantó, se desnudó, y abrió un poco las

persianas. Durante algunos segundos no escuchó ningún ruido.

Luego, los tacones de Maribel se dejaron oír en series cortas, repetidas, indecisas.

Juan las interpretó como una prueba de que ella le estaba buscando, y fue hasta

el baño, abrió los grifos del lavabo, contó hasta tres, y volvió a cerrarlos. Luego se

metió en la cama, dobló la almohada para recostarse sobre ella, se cubrió con las

sábanas hasta la cintura, cruzó los brazos y esperó.

Ella interpretó sin esfuerzo aquella pista, porque sus pisadas empezaron a resonar

enseguida en la escalera. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero llamó

con los nudillos antes de entrar.

—Pasa –dijo él, sin mover un músculo.

—Ah, ¡uy! –Maribel avanzó dos pasos y se detuvo en seco–. Si está en la cama

todavía… ¿Le he despertado?

—No.

—¿Qué le pasa, se encuentra mal?

—No –volvió a contestar él, y sonrió–. Me encuentro muy bien.

Estupendamente.

—Ya… –Maribel dejó escapar una carcajada breve, insegura, y mientras se

rascaba las manos como si le acabara de brotar un sarpullido, avanzó otro

modesto, prudente tramo hacia él–. ¿Quiere que le traiga un café?

—No.

—¿Quiere que le suba las persianas?

—No.

—¿Quiere que le alcance el pijama?

—No.

Se quedó de pie, a un par de metros de la cama, mirándole sin dejar de sonreír,

sin atreverse tampoco a seguir preguntando.

—Ven aquí… –dijo Juan entonces, dando un manotazo encima de la colcha–, que

te voy a enseñar qué es lo que quiero.

Maribel se acercó a él con pasos lentos, silenciosos, los ojos muy abiertos, el

rostro serio, concentrado, sin memoria alguna de la sonrisa que lo iluminaba hacía

un momento, se sentó en el borde de la cama, y le miró de frente. Juan se volvió

ligeramente hacia allí y empezó a desabrocharle la bata despacio, con las dos

manos. En el primer botón, ella cerró los ojos.

En el tercero, volvió a abrirlos.

Cuando cayó el último, se desprendió de la tela con un movimiento de los

hombros y terminó de desnudarse ella misma, con una habilidad, una rapidez sorprendentes. Quizás para compensarlas, se tumbó sobre la cama con una lentitud majestuosa y controlada, la complacida, indolente pasividad de una odalisca clásica, y mantuvo sus ojos fijos en los de Juan sin iniciar ningún movimiento, como si estuviera segura de que él sabría apreciar lo que estaba viendo. Ni siquiera se movió cuando una mano abierta empezó a deslizarse sobre su cuerpo, desde la clavícula hacia abajo primero, desde las rodillas hacia arriba después, perdiendo serenidad en cada milímetro de su piel de manzana recién lavada. Él reconocía su firmeza, la tensa elasticidad de aquella carne dura que sabía ablandarse bajo la presión de sus pulgares, y que extraía de su propia abundancia la ventaja de un cierto temblor aterciopelado, oceánico, en la base de los pechos, en las caderas redondas, en la mullida funda que, a la altura de sus riñones, desencadenaba la furia compacta y circular de un culo estupendo, más que estupendo, tan insoportablemente perfecto que lo sintió en el filo de los dientes mientras lo recorría con las yemas de los dedos. Aquella mujer estaba llena de asas, y él no había decidido aún a qué par renunciar cuando metió la lengua en su boca para encontrar un sabor áspero y caliente, el sabor del aguardiente donde maceran las guindas, que es el sabor de las mujeres desnudas que saben exactamente lo que quieren. Después sus labios se abrieron, para pronunciar con naturalidad una frase que él no fue muy consciente de haber escogido.

—Estás muy buena, Maribel.

Esas palabras, tan sencillas, actuaron como una llave, un resorte secreto y clandestino, una inesperada sentencia favorable. Ella las escuchó, las interpretó, y se volcó sobre él con todo lo que era, todo lo que tenía, ganando confianza en cada minuto, en cada gesto, en cada avance, hasta que él, desbordado al principio por su avidez, la insospechada voracidad que agitaba de repente aquel cuerpo que había conocido tan complacido en su quietud, en su abandono, impuso una pausa y tomó el mando. No vayas tan deprisa, murmuró en su oreja, vamos a hacer las cosas a mi manera, y ella asintió sonriendo, vale, dijo después, como usted quiera, y él pensó, Maribel, por favor, no me llames de usted, lo pensó pero no lo dijo, porque le gustaba oírla, y entonces empezó a arrepentirse y todavía le gustó más, le gustaba verla temblar, y el brillo líquido que empañaba sus ojos cuando los abría, y la violencia que afilaba su barbilla cuando los cerraba para dejar caer la cabeza hacia atrás, y la imprecisión casi animal de sus dedos, el balbuceo casi infantil de sus labios, la tensión casi dolorosa que deformaba sus pies crispados al acercarse al final, y el delgado hilo de baba que se le caía por un lado de la boca para dejar después un transparente cerco de humedad sobre la sábana. Cuando terminaron, él estaba tan satisfecho que ya se atrevió a reconocer que Maribel le gustaba menos por fuera que por dentro, esa íntima y absoluta capacidad para la propia y absoluta aniquilación que hasta aquel momento no se había detenido a echar de menos después de tantos meses de follar con una puta. Mientras la acariciaba con una mano descansada y casi exhausta, buscó una manera de decírselo, de agradecerle la generosa avaricia de

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