Array Array - Los aires dificiles

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Durante un instante Juan Olmedo se dijo que arrancaría el coche, y pasaría

deprisa por delante de la casa de su hermano, y saldría de la colonia por la puerta

opuesta a aquella por la que había entrado, y se alejaría del centro de la ciudad

por la primera carretera que encontrara, y seguiría avanzando, sin abandonar

nunca la raya continua, hasta encontrar un hotel con buena pinta a trescientos o

cuatrocientos kilómetros de Madrid.

Pero fue sólo un instante.

—Dime por lo menos si estabas enamorado de mí.

—Eso ya lo sabes, Charo –entonces fue ella la que no quiso añadir nada y él

siguió hablando, porque no le molestaba, ni le avergonzaba, ni le importaba

decírselo–. Claro que estaba enamorado de ti. Como un imbécil. Como un animal.

Como… Como un desesperado.

Entonces sí arrancó el coche, pero no pisó el acelerador a fondo.

A unos trescientos metros, en la puerta de su casa, vio a Damián, parado en la

acera, hablando con Nicanor, y aparcó en doble fila muy cerca, junto a un hueco

suficiente para que Charo saliera, pero ella no se movió.

—Mira el tonto este, qué contento está –se limitó a comentar en un tono

exageradamente cantarín, como si le costara trabajo rebozar cada palabra en un

tranquilizador baño de frivolidad–. Seguro que ha ganado el Atleti. Dale las luces,

anda, que no nos ha visto…

Entre la tercera y la cuarta ráfaga, Damián los reconoció por fin, y levantó las dos

manos, la izquierda con tres dedos extendidos, la derecha con uno solo, antes de

echar a andar hacia ellos.

—Tres a uno, ¿no? –tradujo Charo en voz alta, sonriendo a la figura que se

acercaba–. Serás gilipollas… –e inmediatamente después, sin desviar la mirada ni

descomponer aquella sonrisa, se dirigió a Juan–. ¿Cuándo tienes la próxima

guardia?

—El miércoles.

—Iré a verte el jueves, a las cinco –su marido había llegado a su altura, y tenía ya

la mano en el picaporte cuando completó la frase–, para dejarte dormir.

—¡Vaya! –El Damián que se asomó al interior del coche aún tenía la cara

deformada por el júbilo–. Pero ¿qué hacéis vosotros aquí?

—Venimos del cine. –Charo daba explicaciones con la voz más inocente–. Los dos

queríamos ver la misma película y como Elena y tú nos habéis dejado solos…

—¡Ah, qué bien! Pues el partido ha sido la hostia, ¿sabes?, tres a uno, al Bilbao, y

podrían haber sido más, porque hemos jugado de puta madre, pero de puta

madre, en serio, habrías disfrutado un montón, Juanito. ¿Y la peli?

—Pues nada, de amor… Muy bonita, aunque yo creo que a tu hermano le ha

gustado más que a mí.

—No, si, lo que yo te diga…

Éste ha sido siempre un sentimental.

Charo se despidió de él con un beso en la mejilla y Juan se fue a su casa

aturdido, eufórico y sobre todo confuso, como sacudido por una corriente de

alegría salvaje, que era nefasta, y afilada, y peligrosa, pero al mismo tiempo

plena, desconocida, purísima. Durante los días siguientes, vivió en el centro de

una tormenta de espuma, un torbellino sonrosado, veloz, que volvió a desatar

dentro y fuera de su cuerpo, tantos años después, una presión indolora que era

capaz de arder con la exacta consistencia de la fiebre. Aquella pasión, alimentada

a partes iguales por su fe y su desesperanza, se retiraba de vez en cuando como

por capricho, para dejarlo a solas con la incredulidad, y entonces, y en otros

momentos aislados de lucidez en los que era capaz de mirarse desde fuera, como

un espectador objetivo e imparcial de sí mismo, volvía a escuchar la voz de Elena,

aquel análisis riguroso, simultáneamente compasivo y cruel, que le obligaba a comparar lo que le convenía con lo que deseaba, y a comprender que prefería quedarse con lo que deseaba, y el timbre de la puerta le sacaba de quicio, y el del teléfono empujaba su estómago contra el paladar, y en la guardia del miércoles insistió tanto en que una niña de doce años que se había roto el brazo al caerse desde una litera estuviera cómoda y segura de colocarlo en la mejor postura antes de escayolarlo, que la enfermera que le acompañaba se le quedó mirando y le preguntó si había visto a la Virgen. No, pero creo que hemos quedado mañana por la tarde, contestó él, y ella se echó a reír y le sugirió que, de momento, no escayolara a nadie más. Hoy eres capaz de dejar cojo a cualquier honrado padre de familia, añadió al final, y él no se asombró de que se le notara tanto. El jueves, a las cinco menos cinco, creía estar preparado para soportar cualquier clase de decepción, pero ella fue puntual. Sin embargo, cuando sonó el timbre, tuvo que contar hasta diez antes de levantarse, y sus piernas seguían temblando cuando se encontró a Charo al otro lado de la puerta, con sus impecables labios de flor carnívora y su cuerpo, que era el mundo, vestido completamente de blanco.

—¿Me vas a invitar a un café?

–le preguntó mientras entraba, un instante antes de dejar caer su bolso en el suelo.

—No –contestó él, aplastándola contra la puerta, en sus manos un hambre que tenía más de diez años. —Así me gusta.

Aquella noche, cuando volvió a quedarse solo, Juan Olmedo había llegado a algunas conclusiones. La primera y la más trabajosa, la que habría preferido no tener que aceptar, era la aplastante superioridad de aquella mujer real, de carne y hueso, sobre la creación ideal, manejable, que él había elaborado minuciosamente, siempre a su favor, y durante tantos años, de esa misma mujer. Mientras el universo se contraía para caber en los estrechos límites de su cama, y Charo conjugaba a gritos la forma pronominal de la segunda persona del imperativo del verbo dar, que jamás fuera tan pronominal, jamás tan imperativa como entonces, Juan Olmedo se lo hubiera dado todo, hasta la última gota de su sangre. Horas después, todavía se le erizaba la piel al recordarlo. Estoy acabado, se decía sonriendo, y ésa era otra de sus conclusiones. Acabado, enamorado hasta el blanco de las uñas, como siempre y más que nunca, de una mujer de la que no se fiaba, de la que no llegaría a fiarse en su vida. En aquellos momentos pensó que esta última conclusión era más importante que la penúltima, pero el paso del tiempo le demostraría que no era así. Porque a partir de aquella noche, la única norma, la única regla, el único objetivo de su vida, tendría el color de un lápiz de labios.

El regreso del poniente, que volvió a soplar por fin durante los últimos días de febrero para arruinar una primavera precoz y postiza, no le gustó a nadie excepto

a Juan Olmedo. Mientras su sobrina se lamentaba en voz alta del peso del anorak, mucho más molesto, más engorroso que nunca después de veinte días de sol y chaquetas abiertas, él miraba con simpatía el cielo nublado, y celebraba el azote de las rachas de viento húmedo mientras dejaban huellas de sus manos de agua en cada cristal, como si en su estrépito latiera un misterioso susurro de tranquilidad. El restablecimiento de la armonía entre el calendario y los termómetros rebajó el nivel de actividad de Alfonso, que en las últimas semanas se había mostrado tan exigente, caprichoso y violento como había vaticinado la doctora Gutiérrez cuando puso a Juan en guardia ante la coincidencia del levante y el buen tiempo, y aunque el viento frío le relajó sólo a costa de dejarlo casi mustio, tristón, su hermano no se preocupó, porque estaba acostumbrado a la brusquedad de sus cambios de ánimo. No estaba preparado, sin embargo, para la imprevista debilidad que trastornó su propio ánimo mientras el levante parecía soplar sólo para él, abandonando a las gaviotas a su aturdida suerte. Volver a hacer guardias le había sentado bien. Ya presentía que iba a ser así, y por eso nunca pensó en el premio de la lotería como en un colchón capaz de ahorrarle un año entero de trabajo nocturno.

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