Array Array - Los aires dificiles
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machacón, que no tenía otro sentido que el de encubrir ante sí mismo una
irresistible predisposición a despeñarse por aquel abismo.
—Bueno, pues tú dirás… –se la quedó mirando y ella reaccionó con cierta
extrañeza–. Me has dicho que el cine al que querías ir estaba en Callao, ¿no?
—¡Ah, claro, claro! –se inclinó hacia delante para que su falda se abriera del todo
y echó una ojeada a su alrededor–. Vamos a ver… Este mismo me vale –sentenció, señalando el edificio situado a su derecha–. Sí, éste está bien.
—¿Cómo que está bien? –preguntó él, riéndose abiertamente para disimular los
efectos del espasmo que acababa de pegar sus tripas entre sí–. ¿Quieres ver esa
película o no?
—Pues claro que quiero. ¡Qué cosas dices!
Entonces se rieron juntos, pero ella se recompuso enseguida y se esforzó por
comportarse con naturalidad, como si de verdad no pasara nada, como si nunca
fuera a pasar nada, mientras aparcaban y llegaban andando hasta la puerta del
cine. Así, al llegar a la taquilla, Juan Olmedo se dio cuenta por fin de lo que se
estaba jugando desde hacía un rato, porque se encontró repentinamente débil,
tan vulnerable, tan frágil como cuando la vio por primera vez, bailando sola
delante de un espejo, y contra todo lo que quería creer, contra todo lo que creía
querer, comprendió que iba a venirse abajo sin remedio si, al final, aquel furioso
espejismo de gloria y de catástrofe desembocaba en una tarde de cine cualquiera.
—Sácalas de arriba –le dijo ella a tiempo, como si hubiera podido leerle el
pensamiento.
—¿De arriba?
—Claro –y mintió con aplomo–.
A mí me gusta ver el cine desde arriba.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre –chasqueó los labios para improvisar un mohín de impaciencia–.
Hay que ver, Juan, qué mala memoria tienes…
—La sala está casi vacía –terció la taquillera–. Hay sitios buenos abajo.
Juan se volvió para mirar a su cuñada, y ella se acercó a él hasta pegarse
completamente a su cuerpo.
—Hazme caso –le susurró al oído–, no seas tonto.
—Bueno, pues démelas de arriba.
Unos minutos después, cuando se apagaron las luces, sus butacas eran las únicas
que estaban ocupadas en la zona superior de la sala.
La sintonía de Movierecord sonaba igual que antes, cuando él se abalanzaba
sobre el asiento que estaba a su derecha para buscarla a ciegas, con la boca y
con las manos, con toda la ceguera de su boca y de sus manos, para que ella
protestara airadamente por su vehemencia. Por eso, no pudo evitar la tentación
de acercar su cabeza a la de Charo, y cerrar los ojos para rozar su pelo con la
cara y oler el aire que la rodeaba, pero después, erguido de nuevo en su asiento,
se limitó a mirar la pantalla, donde una serie de planos muy rápidos iban
presentando a los personajes de una estúpida comedia norteamericana,
romántica, estudiantil.
—¡Qué mala es la película!, ¿verdad? –murmuró Charo después de un rato.
Él asintió con la cabeza, y esperó.
—Es aburridísima –insistió ella poco después–, y además…
Creo que ya la he visto. Sí, sí, la vi hace una semana o por ahí…
Hay que ver, ¡qué tonta soy! ¿A que sí? Es increíble…
—¿Quieres que nos vayamos?
–preguntó él, sofocando a medias la risa nerviosa que le estaba erizando la piel
del cuerpo, y la del cerebro.
—No, déjalo… Mejor nos quedamos.
Durante algunos minutos, la única acción se limitó a lo que ocurría en la pantalla.
Luego, Charo cambió de postura, se retorció en la butaca para volverse hacia él,
estiró la mano derecha y, muy tranquilamente, con un ademán armonioso,
experto, le desabrochó el botón de la bragueta de los vaqueros.
—¿Qué estás haciendo, Charito?
—Pues…, ahora te estoy bajando la cremallera.
—Ya, ya me he dado cuenta –miró a su cuñada y se la encontró con la boca
abierta, los ojos fijos, absortos en el trabajo de sus dedos–. ¿Y por qué lo haces?
—Pues porque quiero sacarte la polla… Mira, ¿ves?
Juan Olmedo, que nunca había sido menos y nunca había sido más Juan Olmedo
que en aquel momento, siguió aquella sugerencia y vio su sexo, que tampoco lo
había sido tanto nunca jamás, erguido en la mano de su cuñada.
—Estate quieta, Charo –le exigió con poca convicción, su voz ahogándose en las
últimas sílabas.
—No pienso –contestó ella–.
Me he portado muy mal contigo, Juanito… Ya va siendo hora de que te trate bien.
Y además… Me moría de la curiosidad, ¿sabes? Al fin y al cabo, nunca te la había
visto, ni la había tocado, eras tan buen chico antes… Y encima, parece que a ella
le gusta.
—Pero a mí no.
—No me lo creo.
Entonces empezó a mover la mano muy despacio, arriba y abajo, coordinando en
un ritmo preciso, inequívoco, sabiamente perezoso, las dispersas caricias del
principio, y él empezó a sentirse muy bien mientras su mirada oscilaba entre el
rostro de su cuñada, concentrado y tenso como el de una niña empeñada en
completar a la perfección un trabajo difícil, y la respuesta de su propio sexo
mimado, privilegiado, que parecía sonreírle, recompensarle, hablarle por fin con
palabras justas, reconfortantes, dulcísimas.
—Somos ya muy mayores para esto –protestó de todas formas, esforzándose
para que su voz sonara entera, leve y falsamente despectiva incluso. —¡Ah! Pero no te preocupes por eso… –la de Charo, un murmullo sordo que borboteaba como si su lengua se fuera hinchando un poco más en cada sílaba, era en cambio la voz de una mujer excitada que no tenía interés en disimularlo–. Lo voy a mejorar enseguida. Pero antes me gustaría que me besaras. Bésame, anda, que hace casi ocho años que no me besas… Mientras acercaba su cabeza a la de ella, mantuvo los ojos abiertos y el corazón encogido por aquel golpe bajo, la exacta cronología de su ausencia, el plazo del dolor, y el de aquel secuestro imaginario que no producía al cabo sino más dolor, pero Charo abrió los labios para acogerle sin consentir a su mano derecha el menor desaliento, y su boca seguía sabiendo a caramelo en el umbral de una avidez desconocida, una sed salvaje, incondicional, reemplazando a la insospechada delicadeza de la primera vez, y Juan conoció cuánto había cambiado un instante antes de comprender lo que se había perdido, y entre las olas todavía indecisas, lentas, gobernables, de un placer que se dejaba controlar, sintió cómo crecía la memoria de su rabia, la oscura desesperación de antaño, y sin dejar de volcarse en esa boca abierta y definitiva que nunca le había pertenecido a él, sino a Damián, rodeó con un brazo el cuerpo de Charo para atrapar uno de sus pechos, el objeto de aquella lejana y grosera exhibición, y lo amasó, y lo apretó, y lo estrujó, y lo pellizcó mientras, en su cabeza, la voz de un chico torpe y sin suerte que hablaba con Dios y decía te quiero sin mover los labios delante de un plato de sopa y de la novia de su hermano, sentada al otro lado de la mesa, combatía hasta la primera sangre con la sorna madura y autocomplaciente de un hombre que no necesitaba nada de nadie y apretaba los dientes para gritar, jódete ahora, hija de puta, ahora te vas a joder… Ella no se quejó, no dijo nada, pero la pinza que se había cerrado sobre su pezón derecho precipitó quizás su siguiente movimiento, y Juan pudo anticiparlo, interpretó sin dificultad sus intenciones cuando Charo decidió cambiar de objetivo y separó la cabeza de la suya para zambullirse sin transición alguna en su vientre, y ahora aquellos labios que parecían tan satisfechos antes de sangrar en vano recorrían las paredes verticales de su sexo para procurarle un placer creciente, razonable, conocido, y eso estaba bien, aún podía controlarlo, pero en algún momento, cerca del final, se acordó de abrir los ojos, y en la penumbra tramposa de una oscuridad parcial, iluminada a ráfagas por la luz lejana e imposible de una playa de California, vio la melena negra y reluciente, brillante como una sábana recién lavada, que se desparramaba sobre sus vaqueros, y entonces supo con certeza quién era él, y quién era ella, y la boca de Charo lo llamó por su nombre, y volvió a hablar con Dios sin darse cuenta.
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