Array Array - Los aires dificiles
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—Ahora estás en deuda conmigo –susurró ella después, mientras apoyaba la cabeza en su hombro para buscar su cuello con la frente y una súbita, desamparada urgencia.
—Sí –admitió él, conmovido hasta los huesos, y la abrazó con fuerza antes de besarla en los labios con el mismo cuidado que ponía antes en besarla. Ninguno de los dos volvió a moverse, ni a decir nada, hasta que acabó la película.
Luego, fue ella quien se levantó primero. Bajó las escaleras sin volver la cabeza y
no quiso volver a mirarle hasta que estuvieron ya en la calle. Y cuando le sonrió,
después de echarle un vistazo al reloj, él ya no se sorprendió de la ansiedad con
la que había estado esperando esa sonrisa.
—Son sólo las seis y media –anunció en un tono neutro, apacible–. Podríamos ir a
tomar algo, ¿no?
—Claro –asintió él, mientras el corazón le brincaba en el pecho con una
asombrosa, impropia jovialidad–. ¿Te siguen gustando los Vips?
—Sí, me encantan –volvió a sonreírle, y le cogió del brazo–.
De eso sí que te acuerdas, ¿eh?
—Me acuerdo de todo, Charo.
De todo.
Para terminar de demostrárselo, cuando se sentaron frente a frente a una mesa
pequeña de plástico anaranjado, en uno de aquellos locales por los que ella solía
suspirar tanto en los peores momentos del cubata y medio de cada fin de
semana, se anticipó a sus deseos sin darle tiempo para mirar la carta.
—¿Quieres unas tortitas, una hamburguesa, un sándwich de tres pisos?
—No me refería a esa clase de deuda, antes…
—Yo tampoco. Sólo quiero que sepas que ahora puedo pagarlo –había hablado
mirándola a los ojos, y vio cómo se oscurecían rápidamente al apartarse de él, su
rostro viajando en un segundo desde el brillante destello de la travesura hasta
una sombra gris, indefinida–.
Era eso, ¿no? Lo que pasaba era eso.
—No –contestó ella después de un rato–. O sí. Yo qué sé…
Nunca he sido muy lista, ya lo sabes. Y prefiero un trozo de tarta. De chocolate. Y
un cubata de ron.
—Y hablar de otra cosa –añadió él sin dejar de mirarla, de estrellarse contra la
vocación de sus ojos, que le recordaban a gritos que podrían estar toda la vida
mirándola.
—Pues sí… Tampoco soy muy valiente –se rió, y él la acompañópero, en fin,
tengo otros méritos.
—Eso desde luego.
Cuando le trajeron la tarta, se la comió despacio, siguiendo un patrón riguroso,
sistemático. Levantaba un fragmento de la cobertura de chocolate con el tenedor
y se la llevaba a la boca en primer lugar sin mover los dientes, deshaciéndola con
la lengua contra el paladar, y luego cortaba la porción de bizcocho que estaba
exactamente debajo para masticarla con suavidad, sin perderse el sabor de una
sola miga. Durante aquella operación no dijo nada, y abandonó la tarta solamente
para beberse el cubata en tragos largos y frecuentes, como si fuera agua. Parecía
estar disfrutando tanto que a él le dio pena ver su plato vacío.
—¿Quieres otra? –ofreció entonces.
—Tarta no.
Le sonrió con tristeza, una intensidad casi dolorosa, antes de consultar su reloj y
advertirle que tenían que marcharse ya. Cuando salieron a la calle, el aire seguía
siendo cálido, y la luz suficiente para iluminar los contornos de las cosas, pero Juan sintió que acababa de penetrar en un túnel largo como una noche negra, y se sintió sin fuerzas para avanzar por él, desarmado y confuso, con las manos vacías, más solo que nunca. A su lado, Charo caminaba mirándose los pies, que colocaba en línea recta para pisar solamente las junturas de las baldosas, jugando a uno de esos juegos tontos con los que se entretienen los niños. Cambió de estrategia sin previo aviso, y echó a correr hasta sacarle algunos metros de ventaja para quedarse quieta luego, de pie, en medio de la acera, viéndole venir de frente.
Él, que no forzó el paso, vio cómo se abrían sus labios, y cómo volvían a cerrarse, pronunciando una palabra que se perdió en el barullo de los coches y las pisadas de gentes que andaban deprisa, esquivándola, volviéndose a veces para mirarla, una mujer tan joven en medio de la acera, con los ojos tan frágiles y el cuerpo encogido, un cuerpo glorioso encogido de miedo, o de pena, unos ojos frágiles de pena, o de miedo, y de incertidumbre. —Bésame, Juan –escuchó por fin cuando la tuvo delante.
Entonces se fijó en sus labios, tan distantes ahora de la afilada perfección de la sangre, sus labios casi gruesos, siempre prometedoramente carnosos, desnudos por fin de la trampa fácil del color ajeno, labios abandonados a su propio color, más poderosos aún, más peligrosos que antes. La línea de lápiz que había perfilado su contorno hacía unas horas se veía aún en algunos tramos, rota, medio borrada. Juan buscó sus fragmentos, la reconstruyó con los ojos, y su vida entera cruzó por su memoria con la insistencia fugaz y apresurada de las imágenes que atropellan las retinas de los condenados a muerte un instante antes de morir. Entre los trazos desvaídos, inofensivos ya, de aquella línea oscura, se vio a sí mismo ahogándose de celos, mientras preparaba el examen del MIR como él sabía preparar un examen, y volvió a ver su nota, altísima, y las caras de asombro de sus compañeros cuando anunció que se iba a hacer la residencia fuera de Madrid, lo más lejos posible de una ciudad que ya era ella, nada más que ella y sólo ella, por eso buscó en el mapa los puntos más extremos, más remotos, y eligió Cádiz para mirar al océano, el desafío de un abismo desconocido e infinito, América al fondo, antes que la tranquilizadora compañía del Mediterráneo familiar y doméstico.
En los labios de Charo también estaba Cádiz, el año 83, la luz y la alegría de los primeros meses, la obsesión de encontrarla en otras mujeres, los rostros y los cuerpos de esas mujeres que nunca acababan de parecerse a ella del todo, y ella misma en Navidad, en verano, en algunos fines de semana largos y propicios, cada vez más extraña, más ajena, más diferente a la mujer que él llevaba consigo, cosida a su piel, a su sombra, aquel fantasma risueño y complaciente, irónico, pero furiosamente carnal, que compartía su vida sin moverse de la silla a la que él mismo la había atado en el sótano de su instituto, y que sin embargo se las arreglaba para deslizarse en su cama cada noche, para hacerle compañía cuando estaba solo y para desautorizar sin piedad a las intrusas que se atrevían a invadir su territorio, pobres mujeres de carne y hueso cuyo cuerpo jamás podría
competir con la imprescindible perfección de una naturaleza incorpórea y deslumbrante, la del hada lujosa, apasionada y parcial, que le permitió ver a Charo de blanco y no sufrir, firmar como testigo en su boda y no creérselo, levantar su copa para brindar por el futuro y tener la sensación de que nada había empezado todavía.
Charo dio un paso hacia delante y Juan escuchó los sollozos de su madre, su voz deshaciéndose al otro lado del teléfono, la fea calidad de sus presentimientos y las palabras de su hermana Paca, más entera, ha muerto papá, era una mañana de marzo del año 86, el caso es que estaba bien, no había comentado nada, se ha ido a trabajar y en la puerta de la panadería, cuando tenía el cierre a medio abrir, se ha caído al suelo, desplomado, le ha reventado una vena, por lo visto, eso han dicho, la aorta, creo, tú sabrás, y se ha muerto, Juanito, cuando ha llegado la ambulancia ya estaba muerto, muerto. Él sabía, un aneurisma de aorta, se repitió mientras acariciaba con los ojos la piel mullida y suave de los labios de Charo, ahora entreabiertos, detenidos en una pausa que nunca sería suficiente, y sabía también lo que no quiso saber entonces, el temblor que crecía en los ínfimos resquicios de aquel dolor agudo e indudable, la exasperante lentitud de algunos viajes en tren, el gusano que roía las esquinas de su angustia y hasta de aquella culpa caprichosa, imaginaria, que le condenaba por no haber vivido con su padre los últimos días de su vida.
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