Array Array - Los aires dificiles

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familia ofrecía en desagravio a su triunfador privado, pero eso no significaba que no tuviera sus propias ideas respecto a la sed de fama de su hermano. La insistencia con la que Damián buscaba la notoriedad social, el único beneficio que se le resistía, inspiraba en Juan la dosis de compasión implícita en una considerable vergüenza ajena pero, sobre todo, le desconcertaba más que cualquier otro aspecto de su súbito enriquecimiento. Él estaba tan seguro como podía estarlo una persona sensata de que nadie, jamás, descolgaría un teléfono desde la redacción de algún gran periódico nacional para interesarse por el propietario de la panadería más elegante de Estrecho, por muy buen negocio que resultara ser. En el mundo al que Damián inconcebiblemente aspiraba, sus méritos no le elevaban muy por encima de la talla de un pigmeo salvaje y semidesnudo, e incluso en el caso de que llegara a convertirse en un par de años en el auténtico rey del pan de la zona Norte, seguiría pasando lo mismo, porque el glamour de las fotografías de estudio no tiene demasiado que ver con los saldos de las cuentas corrientes. Que no se diera cuenta de esto, que tuviera tanta vanidad y tan poco orgullo, era un misterio que le desbordaba. Cuando no le quedaba más remedio que reconocer el talento de Damián, su capacidad, una inteligencia objetiva que iba mucho más allá de su gracia para contar chistes, su hermano le parecía al mismo tiempo, y por primera vez en su vida, algo parecido a un tonto, un personajillo patético, una cómica caricatura contemporánea de Dorian Grey, un payaso dispuesto a vender su alma al diablo por media página en papel «couch\” con tres líneas de elogios en el pie de foto. Por eso no quiso comentar el que sería el primero y el único de sus éxitos, aquel retrato caótico de perfiles confusos y colores sucios en el que ni siquiera él habría logrado identificarle sin forzar la vista. Pero Damián le conocía demasiado bien como para aceptar la neutralidad de su silencio, y después de poner a salvo aquella entrevista de la que estaba tan orgulloso en la misma carpeta donde guardaba todas las que habían ido alimentando su deseo, se sacó de la manga el único as capaz de dejar a Juan desnudo, arruinado y sin fuerzas para seguir jugando. —¡Ah! Y otra cosa… Esa chica, Charo, la que vive en el segundo, la que salía contigo, ¿no?

–Juan, que no se había levantado para hablar con su hermano, se dio la vuelta en la silla y le miró–. Bueno, pues ahora sale conmigo.

Aquella vez sí acertó. Damián se encontró en el suelo antes de tener tiempo para deshacer la media sonrisa de hombre hecho a sí mismo con la que había querido subrayar la noticia. Juan le había derribado con un único golpe, un puñetazo dirigido al pómulo derecho que alcanzó su destino con una milimétrica y contundente precisión. El novio de Charo tenía ahora un corte debajo del ojo que en pocas horas desarrollaría un bonito hematoma, para ofrecer al natural un aspecto semejante al que tenía en la foto del periódico del barrio, pero, aunque hiciera muchos años que Juan no derrotaba a Damián en una pelea, aunque su víctima ni siquiera hubiera llegado a enterarse muy bien de cómo había sucedido, el ganador sabía que su victoria no valía más que la mísera entrevista que la

había desencadenado.

—Eres un hijo de puta –le dijo de todas formas, mirándole por una vez desde arriba antes de salir de la habitación.

—¡Ja! –contestó Damián desde el suelo, e insistió antes de levantarse–. ¡Ja, ja! Cuarenta y ocho horas más tarde, aquellas risitas atronaban entre las sienes de Juan Olmedo mientras la imagen de Charo y Damián desnudos, acariciándose en una cama, le trituraba por dentro con la mecánica y despiadada tenacidad de un martillo hidráulico. La punta del taladro machacaba sus vértebras una por una y Juan recordaba la pregunta retórica con la que su hermano había rematado una odiosa disertación sobre deportivos y utilitarios –¿a qué no te la has tirado, eh?, ¿a que ni siquiera te la has tirado?– para tratar de convencerse a sí mismo de que era un idiota, de que ya lo sabía, de que no podía perder los papeles de una manera tan penosa, pero tuvo que pasar por toda la escala de la insensatez antes de recobrar una calma capaz al menos de engañar a los demás. Entretanto, se entregó a los desvaríos más feroces, y obtuvo a cambio un placer de una clase que desconocía. A solas en su cuarto, recorriendo una y otra vez los cuatro pasos que medía la habitación en todas las direcciones, hizo planes. Debería secuestrar a Charo, sin violencia física, sin hacerle daño, anestesiarla con cloroformo y llevarla a un lugar seguro, la carbonera del instituto de Villaverde Alto donde él había estudiado, por ejemplo, un sótano inmenso que permanecía desierto desde abril hasta noviembre, en los meses en los que no se encendía la calefacción. El candado que aseguraba la puerta era tan fácil de abrir que él y sus amigos lo habían forzado siempre que habían querido, para fumar canutos o enrollarse con novias de ocasión. Allí llevaría a Charo, la ataría a una silla y esperaría tranquilamente a que se despertara.

No te asustes, le diría luego, no te voy a hacer nada malo, sólo quiero que me escuches. Te has equivocado, Charito, has cometido un error muy grave, y te lo voy a demostrar… Entonces le contaría la verdad, que Damián, con todos sus negocios, con todo su dinero, con su coche nuevo y todos esos humos de triunfador, no era más que un desgraciado, un pobre hombre, un iluso que vendería a su madre a cambio de media página en el suplemento dominical de «El País», y que no podía quererla, que nunca podría, como la quería él, porque él era mejor, más inteligente, más sensible, más consciente que su hermano, y estaba tan enamorado de ella que no conocía siquiera palabras para expresar aproximadamente lo que sentía. ¿Cómo has podido estar tan ciega, Charo?, le preguntaría entonces, ¿cómo has podido hacerme esto a mí? ¿Qué pasa, que él te lleva a sitios caros? ¿Que le deja propinas de quinientas pelas a los porteros de las discotecas? ¿Y eso qué coño es, qué mierda es eso, Charito? Si yo te quería tanto que me dolían los ojos cada vez que te veía, y me dolían los dedos cada vez que te tocaba, y habría hecho cualquier cosa por ti, cualquiera, cualquier cosa… Al llegar a este punto, aterrado por su debilidad, se dejó caer sobre la cama. La realidad sucedía muy lejos del sótano de su instituto, y era sencilla. Charo no estaba atada a una silla, el pelo empapado de sudor, pegado a la cara, los ojos grandes de miedo y de asombro revelando al fin que comprendía. Él no caminaba

ahora hacia ella, no rodeaba la silla andando despacio, no se situaba a su espalda para dejarle sentir su polla en la nuca, ni cubría sus pechos con las manos, ni le pellizcaba los pezones, ni le hablaba al oído, si lo que te gusta es esto, también sé hacerlo… Él estaba solo, en su cuarto, tirado en la cama, rechazado, humillado, despreciado por la única chica de la que había estado enamorado en su vida, y ella estaría ahora por ahí, follando con su hermano en cualquier sitio. Era demasiado horroroso, demasiado injusto, demasiado dañino como para aceptarlo, aunque fuera verdad. Por eso regresó a Villaverde y se masturbó despacio, con delicadeza, intentando alargar hasta lo improbable aquel paréntesis que le mantenía ausente de un dolor que no llegó a ceder del todo. Tuvo un orgasmo muy intenso pero al mismo tiempo sintió frío, y el tacto viscoso del semen que embadurnaba su mano le produjo una extraña mezcla de lástima y repulsión. Luego, se sentó en el borde de la cama, abrió los ojos, volvió a cerrarlos, se dejó caer de nuevo y se echó a llorar como un niño pequeño.

La mañana siguiente amaneció gris, como amanecerían todas durante muchos meses. No vio a Damián hasta la hora de comer y entonces, aunque no cruzó ni una palabra con él, aunque no sucedió nada que distinguiera aquella comida de tantas otras, se sintió definitivamente hundido. Mirando a su hermano, el hombre feliz que bromeaba con las niñas y felicitaba a su madre por lo buenas que le habían salido las lentejas, tuvo un presentimiento bastante exacto de lo que iba a ser su vida en lo sucesivo, un temblor constante, una aprensión perpetua, una cadena de instantes iguales de un miedo purísimo, miedo a volver a verla, y a verla con Damián, miedo a encontrársela en cualquier momento por el pasillo de su propia casa, en fiestas de cumpleaños o en tardes de días corrientes, miedo a que sonara el teléfono y él tuviera que cogerlo sin saber si su voz le respondería o no al otro lado de la línea. Estoy jodido, pero jodido de verdad, se dijo antes de levantarse de la mesa. Esa sensación nunca llegó a disolverse por completo en la rutina de los meses sucesivos, pero se acostumbró antes de lo que hubiera creído a su nueva situación, llegó a acostumbrarse a ver a Charo cada día, a oír su voz por el pasillo, a encontrársela sentada a la mesa los domingos, a verla reír, y hablar, y besar a Damián, a tenerla cerca sin poder tocarla, sin poder besarla, sin querer mirarla siquiera.

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