Array Array - Los aires dificiles

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gafas de sol de su funda con una naturalidad que parecía incompatible con cualquier estrategia preconcebida. Él, que ya estaba empezando a acostumbrarse a no saber jamás cómo tratarla, se advirtió a sí mismo que lo más sensato sería marcharse solo, a casa, y enseguida, pero aún no sabía de dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para seguir sus propios consejos cuando ella le interpeló de nuevo.

—¿Qué? ¿Nos vamos? —¿Ya sabes lo que quieres ver?

—Desde luego que sí… –sus labios volvieron a curvarse en una sonrisa que él ya no supo interpretar antes de ceder a una carcajada mínima en el mismo instante en el que Alfonso, oliendo a colonia, con la cara limpia y un impecable traje de franela gris, entraba en el salón. —¿A que estoy guapo? –les preguntó.

—Guapísimo –le contestó Charo, y avanzó hacia él para abrazarle, y besarle en los labios después con la misma delicada levedad con la que besaría a su hija cuando naciera.

Tuvieron que apretarse para bajar los cuatro juntos en el ascensor, y Juan tuvo la impresión de que Charo se le pegaba un poco más de lo imprescindible, aunque ella se mantuvo siempre de espaldas a él, bromeando con Alfonso y paladeando también, quizás, el desconcierto en el que esa situación le sumergía. Él la escuchaba parlotear en el tono agudo y convencionalmente entusiasta que mejor captaba la atención de su hermano menor mientras notaba, o creía notar, que el culo de su cuñada presionaba directa, casi enconadamente, contra su muslo derecho. Escenas como ésta, con variantes más o menos audaces, se habían repetido con una frecuencia tan rítmica que parecía deliberada desde, que Juan había vuelto a Madrid, hacía casi un año ya. Durante todos esos meses, ciertas palabras, ciertas sonrisas, ciertas miradas de la mujer de Damián le habían precipitado, de domingo en domingo, en dos sensaciones alternativas y contrapuestas. A veces, se sentía como un objeto inmóvil alrededor del cual Charo daba vueltas y más vueltas, sus ojos iluminados por la ansiosa codicia de una niña que cada mañana, al ir al colegio, escogiera el camino más largo para pasar por delante del escaparate de una juguetería y volver a mirar, una vez más, al muñeco con el que sueña por las noches. Eso le gustaba, pero el precio de aquellas fugaces punzadas de un placer secreto, más intenso aún por ser tan inconveniente, era demasiado alto para pagarlo sin plazo y sin limite. Porque un instante después de haber advertido la promesa envuelta en un simple gesto de su cuñada, cualquier indicio tan insignificante que nadie, aparte de él, parecía haber llegado a advertirlo, Charo se levantaba y se iba con Damián a la casa donde vivían, donde dormían y se despertaban juntos, y él se quedaba a solas con la perpetua certeza de no ser más que un idiota fácil de engañar y la memoria de una humillación antigua y rabiosa, una herida muy fea, condenada a no cerrarse jamás.

Camino del coche, pasaron por delante del bar de Mingo. El propietario del local, que limpiaba una mesa con un trapo sucio y su tradicional aire de cansancio, les

saludó con desgana y ellos le devolvieron el saludo a coro. Juan miró a su derecha y vio a Charo, la insólita amenaza de sus labios sangrantes, el perfil de su pecho tensando una camiseta negra y escotada, y las baldosas de la acera le devolvieron a otro tiempo, otra tarde muy cálida pero más extravagante aún, porque no sucedió en abril, sino a finales de septiembre, en el filo de un perezoso otoño con vocación de calor. Fue eso lo que le llamó la atención, porque en las últimas semanas, las mesas habían aparecido y desaparecido varias veces de la acera apurando la crueldad de los termómetros, su implacable designio de prolongar el verano terrible que había sido el verano sin ella. Entonces les vio juntos por primera vez. Damián y Charo estaban sentados en sillas contiguas, formando parte de un corro donde Juan reconoció sin esfuerzo a algunos amigos de ella, miembros de aquella imprescindible pandilla cuya complicidad él nunca había tenido interés en procurarse, y a algunos amigos de él, Nicanor a la cabeza. Y fue Nicanor quien se le quedó mirando, con una sonrisa triunfal que no le correspondía y que sin embargo expresaba un júbilo indudable, como si fuera él quien más se alegrara de la derrota de Juan, de su ruina, como si los celos del estudiante a quien sus ojos habían clavado en la acera le procuraran una incomprensible y mezquina felicidad de perro guardián. No debería haberse detenido, tendría que haber seguido andando, pasar por delante sin girar la cabeza e irse a casa, pero Charo llevaba una camiseta blanca y escotada, y estaba muy guapa, y muy morena, y la voz de Damián se elevó con autoridad sobre las demás, y no pudo evitarlo. Se paró en medio de la acera, sacó con mucha parsimonia un paquete de tabaco del bolsillo de su camisa, y luego un cigarrillo de aquel paquete, y más tarde un mechero de otro bolsillo, sólo para mirarles de reojo y poder creérselo, para estrellarse ante la monstruosa coincidencia de aquel escote y aquella voz, para reconocer la escena que veían sus ojos sin lograr acatar todavía su mirada, y para pasarlo aún peor cuando Damián le vio al fin, y estrechó el cuerpo que rodeaba con el brazo derecho antes de dejar resbalar sus dedos por el pecho de Charo y estrujarlo después desde abajo, propulsándolo por el borde de la camiseta mientras le miraba de frente, con un ojo morado y su sonrisa más atravesada. Ella se dejó hacer hasta que se dio cuenta de que los ojos de Damián estaban fijos en un punto, y siguió su mirada para descubrir a Juan de pie, parado en la acera. Entonces se zafó del abrazo tan deprisa como pudo, se enderezó en la silla y fingió concentrarse en la conversación que se desarrollaba a su derecha. Se había puesto colorada, pero aquel detalle, lejos de aplacarla, incrementó la furia de Juan, que la había tratado siempre con todo el cuidado que le consentía la dolorosa intensidad de su deseo para descubrir ahora, junto con un indicio irrefutable de su propia, infinita y absoluta imbecilidad, que a ella parecía gustarle que su hermano le tocara las tetas en público. Cuando llegó a su casa se sentía peor de lo que recordaba haber estado en su vida. Sabía que aquella chulería, un alarde típico de Damián, era una manera de devolverle el golpe, su respuesta al puñetazo que le había tirado al suelo un par de días antes, y la afirmación definitiva de un triunfo que iba mucho más allá de la propiedad de ese cuerpo por el que Juan Olmedo Sánchez habría hecho

cualquier cosa, cualquier cosa, en aquel caluroso atardecer del peor de los septiembres, pero eso no le hacía ningún bien. Al contrario. En aquella etapa de su vida, el conocimiento parecía empeñado en volverse contra él como el más feroz de los enemigos.

—¿Qué me dices, eh? –le había preguntado su hermano mientras arrojaba un periódico sobre su libro–. Y esto no es más que el principio… Así había empezado todo. Lo que Juan tenía sobre la mesa era una especie de boletín gratuito con formato de diario, cuatro pliegos de papel barato doblados por la mitad que los comerciantes de Estrecho dejaban sobre el mostrador para que se los llevaran sus clientes. Él había sentido la curiosidad de hojear alguna vez aquellas páginas repletas de publicidad que solían incluir también alguna entrevista o reportaje, y un par de artículos sobre aspectos pintorescos o castizos de la vida del barrio. En la portada del número de otoño de 1980, impresa en color sobre una superficie tan porosa que todas las líneas se habían ensanchado, montando unas sobre otras hasta hacer casi irreconocible el resultado, Damián, vestido con traje y corbata y apoyado en el borde de una mesa de despacho, miraba al objetivo con una gran sonrisa, bajo una frase entrecomillada en la que afirmaba: «Nunca se es demasiado joven para triunfar».

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