Array Array - Los aires dificiles

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verano del año siguiente, dispuso de muchas ocasiones para apreciar la privilegiada calidad de vida que aquella casa aseguraba a sus habitantes pero nunca llegó a sentirse cómodo en ella. Cuando reunió al resto de su familia para anunciarles que pensaba cerrarla, vender su propio piso y mudarse a un pueblo de la costa, ninguna de sus dos hermanas entendió la naturaleza progresivamente radical de aquella secuencia de decisiones. Paca, la que más se le parecía, le tocó la frente, como si esperara hallar en ella indicios de fiebre, y le preguntó cuándo había empezado a delirar. Desmontar una casa tan bonita, tan agradable y, sobre todo, tan bien organizada, sacar a los niños de sus respectivos colegios y lanzarse a la aventura de empezar otra vez, desde el principio, en un pueblo remoto y sin Corte Inglés, ya le habría parecido una tontería incluso sin tener en cuenta que Juan carecía de la menor experiencia doméstica.

Conociéndote, es más que una tontería, le advirtió, es todo un disparate. Trini, tan ambiciosa y pesetera como Damián aunque su suerte hubiera sido muy distinta, se adhirió pálidamente a esa opinión durante cinco minutos, el tiempo que tardó en analizar la situación en su propio beneficio.

Luego, cambió de bando con súbita facilidad para justificar la actitud de su hermano mayor con argumentos que ni siquiera a él se le habían ocurrido, antes de ofrecerse a ocupar con sus tres hijos la casa de Bellas Vistas para mantenerla en buen estado hasta que Tamara creciera y pensara qué hacer con ella, porque cerrar una casa es casi lo mismo que abandonarla, añadió al final, eso ya se sabe…

Juan, que había descubierto de lo que Trini era capaz a lo largo del larguísimo y hediondo proceso legal que había culminado en su divorcio de un hombre más astuto, más egoísta y, aunque de entrada pudiera parecer imposible, hasta más avaro que ella, se negó en firme desde el primer momento, y su hermana pequeña le llamó de todo antes de jurar que no volvería a dirigirle la palabra en toda su vida. Paca se echó a reír al escucharla y, después del portazo, advirtió a Juan que el principal riesgo de su proyecto consistía en que, si se iba a vivir a la playa de verdad, ella se las arreglaría antes o después para instalarse en su casa con los tres niños y veranear de gorra todos los años.

No era una profecía demasiado audaz, y por eso se cumplió el día de Navidad del año 2000, cuando Trini, reduciendo el plazo de su silencio a poco más de cuatro meses, llamó a su hermano por teléfono. La verdad es que os echamos mucho de menos, le confesó en un tono convencionalmente conmovido que ni siquiera parecía falso del todo, ¿vais a venir por aquí?, ¿no?, bueno, pues a ver si puedo yo ir a veros este verano, cuando les den las vacaciones a los niños… Juan se apresuró a ofrecerle su casa con las palabras más sinceras y transparentes que encontró, porque no le importaba que su hermana y sus sobrinos disfrutaran de su propia hospitalidad siempre que renunciaran a abusar de la que, de alguna forma, seguía siendo la de Damián.

Sus escrúpulos respecto al dinero de su hermano reflejaban un rigor tan extremado que llegó un momento en que se dio cuenta de que podían llegar incluso a perjudicarle. Sin embargo, si acabó renunciando en apariencia a esa

actitud, fue sobre todo para ahorrarse la insistencia de unas preguntas a las que

no quería responder.

—Perdóname, Juanito, pero es que no lo entiendo… –Antonio le trataba con la

confianza suficiente para atreverse a traducir en palabras concretas los ceños

arrugados y las miradas incrédulas de los consejeros de Damián–. Lo de Alfonso

sí, porque Alfonso es tu hermano, tu hermano pequeño, es tu responsabilidad

directa, como si dijéramos, pero ¿Tamara? Tamara no es hija tuya, es hija de

Damián, y está forrada, aunque tenga diez años, pero forradísima, vamos… ¿Por

qué vas a pagar tú todos sus gastos? No tiene sentido.

—Pero a mí no me importa.

—¡Y qué tiene que ver que te importe o no! No estamos hablando de tus

sentimientos, estamos hablando de dinero.

—De un dinero que no necesito.

—Ahora… De un dinero que no necesitas ahora. Porque vives solo, ya lo sé, y no

tienes vicios caros ni juegas a la ruleta… ahora. Pero dentro de unos años te

puede dar por casarte…

—No.

—…por casarte –Antonio seguía, como si no le hubiera oídoy tener un par de

niños.

—Yo no voy a tener hijos.

—Tú no lo sabes, Juan. Eso no lo sabes, no lo sabe nadie. Y tampoco sabes si tu

vida va a cambiar para peor. Puedes enfermar, tener un accidente, cogerte una

depresión, mandarlo todo a la mierda, yo qué sé… Y entonces te hará falta

dinero, y te arrepentirás de habértelo gastado sin necesidad. Hazme caso. Deja

que Tamara se pague el colegio, por lo menos. ¿No sigue pagando las hipotecas

de la casa de Madrid, de la casa de la playa? Pues esto es lo mismo, una inversión

directa en su propio futuro. Si lo que te preocupa es que la gente pueda llegar a

pensar que te estás aprovechando de la niña, te equivocas.

Te recuerdo que ella gana bastante más que tú.

—Si no es eso, Antonio, no es eso…

—¡Ah! ¿No? –los ojos de su antiguo protegido se agrandaban de asombro cuando

el terco cabeceo de Juan le obligaba a desmontar de sus argumentos–. Y

entonces, ¿qué es?

Para no contestar a esa pregunta, Juan terminó adjudicándose una especie de

pensión, una cantidad moderada que representaba el precio de cada recibo del

colegio incrementado en un diez por ciento.

El primer día de cada mes recibía una transferencia en una cuenta corriente

abierta expresamente para esa operación y de la que nunca había sacado una

sola peseta. Allí se acumularía, de mes en mes, de curso en curso, hasta que

Tamara terminara el bachillerato, todo ese dinero que no se quería gastar, y allí

pensó en meter también el premio de la lotería cuando terminó de descartar

todas las ideas para gastárselo que fue ofreciéndose a sí mismo. Al final, sin

embargo, decidió que aquella idea no era mejor que la de comprarse un coche

nuevo, un equipo de música de última generación o un televisor plano de un

metro cuadrado de superficie. Prefería no mezclar su dinero con el de Damián ni siquiera en el limpio anonimato de las cifras sin nombre.

Y, sin embargo, su hermano iba con él a donde él fuera, cuando dormía y cuando despertaba, cuando una situación, una persona, un objeto se lo recordaba, y cuando no había nada a su alrededor que pudiera evocarlo. Nunca había paseado con Damián por una playa invernal, pero el mar se lo devolvía, y se lo devolvía el viento, que abrumaba las copas de las palmeras que no crecen en Madrid, y el sigiloso garabato que dibuja una salamanquesa al reptar a toda prisa por una pared blanca, sombreada de buganvillas, en el jardín de una casa que su hermano jamás había llegado a ver. Cualquier movimiento, cualquier paisaje, cualquier gesto convocaba la presencia de un niño robusto y ágil, veloz y habilidoso, sonriente y casi rubio en la imagen que Juan no lograba desalojar de su memoria, Dami, porque entonces ni siquiera era Damián, con ocho, con diez, con doce años, sentado en el bordillo de la acera, frente al portal de la casa de Villaverde Alto, con las piernas cruzadas, los dedos manipulando cualquier cosa en su regazo, y la cabeza inclinada para que el sol imprimiera reflejos de un amarillo rojizo sobre su pelo seco, castaño y ondulado. Así podía verlo en cualquier parte, sentado siempre en la acera, indiferente por igual a las ruedas de los coches y a los pies de los transeúntes, con pantalones cortos y alguna de las camisetas a rayas que los dos tenían a medias cuando todavía ninguno se creía con derecho a poseer algo que no fuera también del otro, Dami el magnífico, el mejor, arreglando el molinillo de café de su madre, o ensayando un truco de cartas con una baraja, o dándole vueltas a un cacharro que se hubiera encontrado tirado por la calle y que después de pasar por sus manos no tendría más remedio que acabar sirviendo para algo.

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